La Argentina de las Vías Vacías.

La Argentina de las Vías Vacías.

Me pregunto a dónde irán las vías que no tienen más sus trenes. Silencio oxidado recorriendo esos caminos que no llegan a ninguna parte, que no escuchan más el bullicio de los chicos jugando en el andén. Los quebrachos que las sostienen resistiéndose a morir, se aferran a sus clavos amalgamándose con las piedras. Recorrido florido de margaritas silvestres. Silencio, soledad. Cables cortados de un telégrafo que no recuerda ya los nombres. Y el camino de tierra a un costado, fiel amigo, serpenteando como reptil que sube y baja y se retuerce, pero siempre acompaña lleno de recuerdos y de anécdotas.

Memorias de otros momentos donde todo era más lento. Cuando la vida tenía el ritmo que le daba el sol y era el tren el que traía las buenas y malas nuevas a los pequeños pueblos de provincia. Coloridos encuentros entre quienes iban y venían a las grandes ciudades. Paseo obligado a las estaciones los domingos por la tarde, con ropa recién planchada y zapatos nuevos para encontrarse con amigos cuando llegaba el tren.

Historias de lugares y de gentes que no pueden volver atrás. Nostalgias de vida que ya no es. Pasado, pisado. Pueblos florecientes, trabajo, escuelas, andenes repletos, proveedurías ambulantes, relojes enormes en los pasillos, silbatos, salas de espera, rechinar de aceros… No existen más, los destruyó el progreso. ¿El progreso? Pasado, olvidado. Pueblos vacíos, campos vacíos, escuelas vacías, rutas vacías. ¿Dónde están todos? ¿A qué lugar se fueron?

Vías que nacieron para crear aldeas eternas, porque la Nación era joven y se llevaba al mundo por delante. Pretensión absurda de pobreza orgullosa que no reconoce su presente. Testigos mudas, que nada dijeron cuando lentamente los jóvenes se iban a las ciudades para no volver; ciegas, porque no lloraron con el último tren; sordas, porque no escucharon los gritos silenciosos de quienes se despedían de sus casas, para entregarlas al desguace del tiempo. Pobres vías solitarias, hoy recorren las migajas miserables de su pasado ostentoso, con ojos opacados por el tiempo que ven desde el recuerdo que se empeña en quedarse.

Y aquí están ahora, añorando esos días de pibes felices que jugaban en la pequeña plaza y de vecinos que compartían largas charlas, en las veredas desparejas en las noches calurosas de verano. Gentes simples de manos callosas, boliches de ramos generales, calles de tierra y patios con glicinas.

Ya nada queda. El viento, dueño y señor del abandono, sacude con fuerza los eucaliptus que rodean los restos de alguna casa desmantelada que aún intenta mantenerse en pie.

Y las vías siguen ahí corroídas pegadas a los pueblos sin destino, sin futuro, sin gloria.

Sólo están.

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