Aquél día el viento soplaba demasiado frío. Se congelaban las gotas de sudor que emanaban de su frente. Eso significaba que por la noche había estado nevando en el Pirineo. La espesa niebla no dejaba ver más allá de cinco pasos por el frondoso valle del río Ara. Cuando Chesús se adentró en su pueblo, vio que nada volvería a ser como antes.
Las farolas ya no daban luz. Los adoquines de las calles estaban destrozados. Y sobre todo, ya no había ventanas por las que asomarse, ni si quiera quedaba en pie el techo de algunas casas. La soledad que inhalaba Chesús comenzó a invadirle. Sus recuerdos corriendo por aquellos caminos quedaban borrosos. La niñez que había disfrutado jugando a la pelota en los campos de Jánovas se eclipsaba con el paso del tiempo.
El puente colgante que une ambas caras del valle sirve como portal para entrar en una realidad distinta a la que vivía Chesús. Esa realidad quedaba hecha añicos cuando tuvo que emigrar de su tierra. No fue suya la decisión sino por el dinero, el depositado por una élite para expropiar sus terrenos. Alguien estaba dando luz verde para expulsar de sus propias casas a los habitantes de Jánovas.
El río Ara lo presenció. Su caudal atronando contra las rocas no fue suficiente para intimidar a aquellos que querían arrebatar lo que no era suyo. El color claro del bosque de montaña, con pinos y mullidas praderas, quedaba reducido a una enmarañada masa de zarzas, compacta atisbando lo peor.
Treinta años después el pueblo está inundado. Y no por el agua, ya que el pantano previsto nunca se llegó a construir, sino por el desamparo. Chesús camina hasta la loma donde emerge la iglesia del pueblo, dedicada a San Miguel. Desde ahí se puede observar todo el valle. El aire que se respira huele a nostalgia aunque no se puede escuchar nada. Jánovas se ha quedado mudo.
Solamente la lluvia que arrecia rompe ese silencio. Las gotas quiebran en las astillas de las maderas rotas por el paso del tiempo, retumba el metal oxidado de algunas señales y las goteras de las cañerías despedazan en trozos la mudez de este tímido pueblo del Pirineo Aragonés. Las lágrimas en la cara de Chesús colman y caen por sus mejillas. Los sollozos que proclama no son de melancolía, son de impotencia porque le arrebataron su vida a cambio de un puñado de billetes.
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