La luz del trópico entra por mi ventanilla. Tantas veces este viaje desde Caracas hasta el pueblo.
Hace tiempo que disfruto fotografiar insignificancias, ahora que todo el tiempo es mío. Mis hijos tuvieron que irse a la madre patria a buscarse la vida.
El olor a café que emanaba de las casas subiendo estas cumbres cafetaleras ya no está. Un país que se ha ido quedando silencioso sensibiliza hacia los detalles.
Las montañas, ahora verdes, ahora azules, ahora doradas, están salpicadas de casuchas cerradas, portones tomados por la maleza y ninguna imagen de café secando al sol.
Desconozco este paisaje. Si no fuera por la eterna agüita de la cascada atravesando la vía en la curva anterior, diría que nunca he pasado por aquí. Aun así mi corazón se excita al abrirse la vista ahora que la panamericana desciende. Allí está mi pueblo.
Al detener el auto en la plaza, desierta, busco en vano la heladería de la esquina de la iglesia. ¿A dónde se llevaron mi niñez, cuando entre gritos y empujones nos bajábamos de la parte trasera de la burrita de papá, “el español”, una vieja pickup azul claro?
La panadería, sin pan, exhibe consignas polìticas y botellas de agua.
Ya en la finca, después del chirrido de las rejas de entrada, diviso el beso del río Burate y el Boconó. Es tocar el cielo. Un viento frio me acaricia y da la bienvenida. El patio de café, un almacén de hojas secas. Entro en la casa apresurada y como sin querer… Esta casa está llena de fotos desvaídas. De habitaciones vacías. Y… está llena de ruidos. Voces, risas, peleas, pelotas y tortas de cumpleaños. Mis hermanos y yo, luego nuestros hijos. Recuerdos sin tiempo. Sin personas. El tragaluz de la cocina me recuerda a qué he venido. Busco el molinillo de hierro, le soplo el polvo y lo llevo al carro. Regreso a cerrar la puerta con mimo, esperando poder abrirla nuevamente en mejores circunstancias
Bajando el camino real diviso la casa de los Acosta y me acerco. El muro de la entrada luce descascarillado. Toco a la puerta e instantáneamente me responde una voz.
– ¿Quién es?
Y otra voz desde las entrañas de la casa:
– ¿Quién es, Luisa?
Cuando atravieso el zaguán, las figuras de dos diminutas ancianas me reciben. Las hermanas Luisa y Encarnita son los únicos vestigios de la familia principal de estos páramos.
No hay café, solo guarapo de hojas aromáticas.
– Ay mija, cada mañana echamos algo en falta. Nos hemos acostumbrado a esas desapariciones, igual no importa. Hasta jugamos a adivinar que será lo próximo que se desvanezca.
Según hablamos me percato de que el tinajero del fondo ha desaparecido como por encanto.
Poco a poco todo va tornándose blanco y negro. Las voces de las ancianas ya son murmullo y me despido con una mezcla de tristeza y pérdida. Al alejarme, me parece, no sé si por el espejismo de las lágrimas, que sólo queda allí un solar.
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