S. no iba a permitir que su hija le viera llorar, la pequeña estaba entusiasmada con el viaje, pensaba que eran unas vacaciones, una excursión, una visita a los primos… No estaba seguro de que comprendiera del todo que se iban para siempre, tampoco él acababa de creérselo. A. trajinaba en la despensa revisando que no se dejaran nada y jugueteaba con la pequeña haciendo que compartía su ilusión. Llevaba años diciendo que cada vez estaban más solos y que la niña no podía crecer entre adultos y viejos, A. tampoco quería irse y en el fondo estaba tan asustada como él pero A. era más fuerte, siempre lo había sido.

Cerrar la casa y poner el candado en la puerta de la cuadra fue como volver a perder a sus padres. Cuánto los había echado de menos y cuánto los echaba de menos ahora. Nunca los había visto cansados, nunca les había oído quejarse, ellos nunca se habían rendido; y ahora él lo dejaba todo. Se repetía una y otra vez que no había otra opción, que lo había intentado hasta el último momento y que hay que saber cuando retirarse, pero ¿era verdad? Si hubiera hecho esto… o aquello… tal vez, a lo mejor… Si su padre estuviera allí solo le diría -¡venga, tira!- con ese gesto tan suyo de echar la mano hacia delante señalando el camino, mil palabras no podrían decir más. Ahora él era el padre, ojalá pudiese estar a la altura.

-¡Pita papi, pita!- A. dio unas palmaditas desde el asiento del copiloto y S. hizo sonar el claxon. M., sentada en su sillita en la parte de atrás del coche, agitaba la mano y se despedía de la casa, las golondrinas que descansaban en los cables de la luz emprendieron el vuelo. La casa no se inmutó, aguantaría el frío y la soledad hasta que ya no pudiera más y después se desplomaría sin quejidos, orgullosa.

El coche enfiló la cuesta abajo, S. había recorrido ese camino miles de veces siguiendo a las vacas con ese ritmo pesado y pausado marcado por los cencerros y por la voz de su padre que no dejaba que ninguna de ellas perdiera el rumbo. Al final de la cuesta y girando a la izquierda pasaron sobre el puente, el río iba crecido. Había sido un buen año de lluvias y los prados estaban verdes, la hierba estaba alta y se mecía con el viento, el abandono esconde también cierta dolorosa hermosura.

El pueblo se hacía pequeño y desaparecía en el retrovisor, un barco abandonado a la deriva, una hoja arrastrada por la corriente, un grito a las montañas que el eco deja de repetir.

S. estrujó con fuerza el volante, los ojos marrones de A. apretaron la mano de S. sin tocarla, -todo irá bien-. S. asintió y apretó los labios. Venga, tira.

(Imagen, David Temprano.)

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