La noche de mi llegada

La noche de mi llegada

Una rata asomó el hocico por debajo de la puerta pero los demás no la vieron. Ellos solo tenían ojos para sus pies, caminaban atentos a sus pisadas, con miedo a trastabillar entre las ruinas del pueblo, el pueblo donde nací. La rata me hizo recordar a mi hermanito gateando en el umbral de esa misma puerta. Aquel día yo no corrí a rescatarle al oír su llanto, me quedé paralizado, como ahora, que han tenido que tirar de mí para que me mueva. «Vamos, deprisa, salgamos de aquí», les oigo gritar. Mientras nos alejábamos miré hacia atrás. Un cardo solitario danzaba en un remolino de polvo, y el abandono en mis venas. Me sentí atrapado y supe que tenía que volver y desentrañar los años de infancia que no emigraron.


Esperé a jubilarme para regresar. Esta vez solo. Salí conduciendo de mi casa en las proximidades del lago de Zúrich, en dirección a un punto perdido en los montes gallegos. Iba a recorrer una distancia para la que no existen aviones capaces de acortar el viaje. Incluso mi coche, a pesar de la carga de mi pasado, avanzaba demasiado deprisa. Retornar al lugar del que había empezado a distanciarme hacía más de cincuenta años, no era cosa de un momento. Después de una semana de trayecto aparqué en el punto de destino, pero necesité aún más tiempo para poder llegar. Incluso estuve a punto de retirarme sin encontrar lo que buscaba, sin saber por qué yo, experto cazador de alimañas, no me moví cuando la rata mordisqueó a mi hermano.

La vegetación crecía sobre los tejados, invadía las calles. El musgo que devoraba los muros también taponaba sus heridas. Un manto salvaje lo ocultaba todo. Desorientado en la locura del silencio me tambaleaba al andar. Desde mi anterior visita la naturaleza lo había desfigurado todo. Tardé unos días en dar con la casa de mi infancia que se había convertido en una madriguera. El descubrimiento me reconfortó, conservaba la esencia de aquellos cien años durante los que nacieron otros tantos niños, el último mi hermanito, el que se apoderó de la teta de mi madre y a quien yo no auxilié.

Al atardecer, subí a la colina y me senté a esperar el crepúsculo mirando al pueblo, un bosque enmarañado. Oí silencios que eran voces enredadas en los zarzales, arañadas por las espinas, precipitándose en los suelos hundidos. Con los últimos rayos de sol, observé cómo se desperezaban las chimeneas, sus cuerpos sobresalieron entre los matorrales, y vi ascender por sus bocas las voces de los abismos formando columnas de humo. El murmullo de las conversaciones y el crepitar del fuego cada vez más nítidos, y una luna grande blanqueando los tejados y el aliento de las palabras. Aquella noche sentí el resurgir de la vida y la sangre en mis venas. Fue una noche de luz.

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