Ingenio Las Palmas

Ingenio Las Palmas

Noelia Barchuk

08/11/2018

Ahora que ya estoy viejo, quise escribir mis memorias. Para la descendencia, que lleven en alto el apellido Mancuzzi.

Llegué como los tantos muertos de hambre que vinimos de Europa. En el puerto de Buenos Aires, los caminos comenzaron a empinarse. Con mi hermano arrancamos pal’ norte. Aquello por aquel entonces era territorio nacional. Una tierra fértil pero aún complicada. Nos fuimos a trabajar al ingenio azucarero de Las Palmas. Recién parido el nuevo siglo, allí nosotros haciendo historia. Aborígenes e inmigrantes aportaban mano de obra barata. Los hermanos Hardy habían recibido la concesión de casi cien mil hectáreas otorgadas por el gobierno nacional para llevar adelante su proyecto industrial, a unos 70 km. de Resistencia.

Había una curtiembre, ya que del monte se extraía la codiciada materia para hacer el tanino. Recuerdo haber trabajado para construir la casa de la Administración, la del personal, la carpintería, y sí, hasta la comisaría con la famosa celda apodada La Pelada. Quién iba a pensar que terminaría unos días en ella…

La mayoría trabajábamos duro, sin quejarnos. Muchos eran analfabetos. Si no sabían leer ni escribir, ¿cómo sabrían protestar por sus derechos? Por todo eso me convertí en el primer sindicalista del lugar. Hice un trabajo de hormiga. No hacía falta ser muy pillo para comprender cómo nos estafaban.

Nos pagaban con unos cuantos pesos, la habitación que recibíamos y la mercadería que adquiríamos en las oficinas de la Administración. Eso era un afano. Los productos que nos vendían costaban el triple que los que se podían comprar en el comercio de otra localidad. A los indios, los trataban peor que animales. A ellos los albergaban directamente en los establos. Siempre me dieron mucha pena. Eran buena gente, callados, por ahí si se ponían un poco en curda el día de la paga, pero nada más.

Por eso, salí a intentar agitar el avispero. No duró mucho mi actividad. Los canas me metieron preso en La Pelada. Un reducto pequeño, donde el preso cabía solamente parado. Para colmo, en aquellos días las lluvias fueron grandes y la gotera de la celda daba sobre mi cabeza. Una molesta gotita impiadosa que caía y caía sobre mí.

Nada de abogados ni jueces ni curas. Cuando me visitaron al tercer día, me rendí. Salí como fusilado, con un hambre feroz, con unas ganas de tirarme en el catre, con un odio reprimido. Descansé ese último domingo. Me atoré de arroz sancocho, pan y mate cocido. Cargué algunas frutas en mi bolso, levanté una de las baldosas que estaban debajo de mi catre, develando los magros pesos que a fuerza de loco pude ir juntando.

En la madrugada del lunes, dejaba el ingenio Las Palmas para siempre. Mi hermano decidió quedarse. Se terminó muriendo tiempo después que le sucedieron dueños peores a la Administración y poco a poco decayó hasta convertirse en un pueblo fantasma. Todos fueron escapando de aquel lugar, abandonándolo para nunca más regresar.

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