Seguía siendo bella. La frase se formó automáticamente. Seguía siendo una mujer hermosa, sólo que ahora era más mujer, por tanto más fuerte, su espalda más recta, la belleza de su rostro estaba intacta; sí, Lena Lloret seguía siendo bella, y Gabriel temió que aquella frase que acababa de formarse en su cabeza fuera palpable. Temió que tuviera que dar explicaciones. No fue así.

Se habían citado luego de casi ocho años de ausencia sostenida. No hacía muchas horas Lena se había bajado de un avión que venía de Bogotá. El día anterior había dormido su última noche en Yopal, en donde había estado casada el mismo tiempo de no ver a Gabriel Duarte. Pero ahora estaba en el Callejón Porto de Cartagena de Indias, y quería iniciar una nueva vida. Volver a sus raíces de mujer costeña era sólo otra forma de continuar el destino que ella misma se había escamoteado.

El encuentro lo habían concertado desde febrero, y era 18 de junio. La noche no era fresca. El calor parecía un ente más de los días estériles que habían precedido aquel instante. El calor con vapores y olores de ciénaga era lo único democrático en las calles y las aceras, dilataba y descorría la pintura de las casas y daba un ambiente selvático a los jardines de almendros y plátanos. Todo, o casi todo, rezumaba sudor o salitre. La brisa apenas movía algunas hojas. El minutero del reloj de Gabriel se acercaba al número 10.

Se reconocieron apenas Gabriel bajó del taxi. Él camino unos trece pasos, Lena salió a su encuentro. Hubo un abrazo tímido. Ambos eran altos, jóvenes, pero se sabían distintos a fuerza de golpes de vida.

—Pensé que no ibas a venir—dijo Lena Lloret, fingiendo molestia y corrigiendo su gesto con una media sonrisa.

—Tengo poco tiempo, pero qué importa—respondió él.

— ¿Y qué quieres hacer?

—Caminemos, ¿no? —dijo Gabriel Duarte, sujetando a Lena ligeramente del brazo.

—Vamos, ya me he despedido de mi tía—dio ella un suspiro profundo.

— ¿Qué tal el viaje?

—Aburrido, tenía ganas de verte—comentó Lena, fijándose con mucha atención en la reacción de Gabriel—. ¿Tú te marchas mañana temprano?

—Sí, tengo vuelo a las 6:13 de la mañana—dijo él, cerrando un poco los ojos por el aire denso y vagamente dulce—. Recuerdas que te dije que tenemos un mal ETA.

—Un pésimo Estimated Time of Arrival, parecemos dos aviones que se cruzan…

—No es mi culpa que vengas tan tarde, te he estado esperando hace cinco meses—añadió Gabriel—, puede ser que te haya esperado toda mi vida… Pensándolo mejor: no es culpa de nadie.

Caminaban como una nueva pareja, aunque nadie habría dicho que no eran novios recurrentes.

— ¿Por qué no me has besado? —preguntó Lena, y se alejó un poco más de él.

Gabriel la tomó del codo y la haló hacia su cuerpo. Fue un beso de una duración media de dos minutos. Lena sintió los brazos firmes de Gabriel, su respiración entrecortada, mientras pasaban los autos por el puente Román. Se escuchó el sonido de una potente bocina, entraba a la bahía de Manga una embarcación de gran tamaño.

—Tenemos menos de siete horas antes de las cinco de la mañana, que es cuando, supongo, tendrás que irte al aeropuerto—apuntó ella. Caminaba con los brazos cruzados.

—Supones bien, puede que un poco menos, debo ir por la maleta y darme una ducha; pero no quiero apurarte de ningún modo.

— ¿De qué estás hablando, Gabriel? Tenemos muy pocas horas—dijo Lena—. Y luego… ¿Regresarás de Alemania? Si es que vuelves…

—Reloj, no marques las horas…—canturreó él.

Lena le tomó del brazo y lo puso alrededor de su cintura, al tiempo que avanzaban por la Calle Larga. Gabriel se excitó con el roce unánime del cuerpo de Lena. Estaba apenas maquillada. Su acento era el mismo, en su tono de voz se podía percibir que había llorado recién, y sin embargo el peso de su consciencia iba cediendo a la brisa. Mientras caminaban, fijándose que nadie les viera desde los autos, Gabriel Duarte le acarició muy suavemente el trasero, como quien frota una lámpara de los deseos.

Entraron a un bar que conocía muy bien Gabriel. Era un patio antiguo del barrio Getsemaní. Un lugar austero pero acogedor. Tenía en las paredes cuadros de fotografías antiquísimas de las murallas, caras de extraños, las fotos de Bernardo Machado, un artista que Gabriel había entrevistado en su época de reportero. El maestro Machado pintaba sus imágenes con un proceso químico que sólo él conocía pero a la manera de los artesanos; a Gabriel Duarte le gustaba el trabajo y la pose con que Bernardo Machado aparecía en un autorretrato, le recordaba al caballero de la triste figura. Lena pidió una cerveza, Gabriel un whisky doble.

Empezaron a acariciarse bajo la mesa, con las puntas de los dedos como plumas en los pies. Charlaban sobre su época de universitarios, cuando habían vivido un interés fugaz por el otro, todavía el mundo no era tan serio ni las responsabilidades habían acaecido sobre la espalda cansada de Sísifo. Un planeta extinto. Lena tenía un vestido largo de flores y sandalias cómodas. Habían acordado tácitamente no hablar de sus amores respectivos, ni de sus frustraciones y renuncias. Nadie más tenía el derecho de meterse entre sus contados minutos.

—He estado preguntándome toda la noche qué oculta tu vestido—dijo él.

—Yo he estado esperando que te lo preguntes—dijo ella.

La música funk del lugar era suave, casi imperceptible. Una ráfaga de viento refrescó la frente de ambos. Se besaron. Sus alientos se intercambiaron y confundieron. El mesero, un chico moreno muy delgado de Chinú, Córdoba, discreto, se alejó de la pareja, les dio la espalda y salió a la puerta del bar a llamar a los transeúntes. Eran los únicos dentro del sitio, además del barman.

—Conozco un lugar—dijo él—, lo acaba de inaugurar un amigo irlandés; se llama Casa Venita, no está mal.

—Lo importante no es que no esté mal, sino que no esté lejos—dijo ella.

—Yo te enseñaré qué es lo importante, cariño.

—Espero que sí—rió ella.

Julian Colbert estaba sentado frente a su computador portátil. La luz LED de la pantalla le iluminaba la cara. Se alegró de un salto cuando vio entrar a Gabriel. El irlandés intercambió saludos haciendo uso de un castellano fluido. Hacía tres años tampoco Julian veía a su amigo. Lena se colgó del brazo izquierdo de Gabriel. Julian hubiera querido invitarles una cerveza, pero algo había en el ambiente que percibió: una suerte de premura. En los ojos de la pareja se abrigaba una urgencia. De manera que le entregó con disimulo una llave, la número seis.

Subieron once escalones y entraron a la habitación. Era rústica, tenía una cama doble y una litera pequeña, sobre una mesa de mimbre se apoyaba una neverita con varios tipos de licores en su interior, al fondo una cómoda con un espejo. Tenía el cuarto una apariencia minimalista y limpia.

Gabriel empezó a acariciar los hombros de Lena. Uno de los tirantes del vestido había caído a un lado. Ella desabotonaba la camisa blanca de él. El sexo masculino y palpitante era una evidencia mayor. Lena cerró los ojos para palparlo con el corazón y la imaginación. Para entonces el vestido de satén era presa de la gravedad. Estaba ella en puntas de pie, besándolo, con su sostén medio abierto, una finísima tanga negra empezaba a hacer aguas. Un cuerpazo espléndido, confirmó él. Gabriel la tomó por la cintura, le dio la vuelta rápida y toscamente para tenderla boca abajo sobre la cama. Ella rió. Ahora el culo de Lena estaba a su disposición. Aquello parecía un ensueño, pero no había tiempo para el romanticismo. Sin reflexionarlo Gabriel sacó su miembro y empezó a rozarlo contra la tela oscura de Lena. Ella gimió de placer, tocándose los senos que hacía un rato asomaban libres, los pezones firmes eran otro signo del apetito. Gabriel apartó muy suavemente la tanga negra, comprobando que el cuerpo de Lena ansiaba la penetración, era un cuerpo ávido de besos, también un alma para acariciar, pero sobre todo un cuerpo ávido de lujuria. La vagina de Lena se estremeció con la primera embestida. Olían sus cuellos a saliva y alcohol. Ella apoyaba sus manos contra la cabecera de la cama. Varios gemidos lívidos, uno tras otro, se tomaron el cuarto. Gabriel masajeaba las tetas de su amante al ritmo de un compás sostenido por el goce. Lena hundía sus manos en su propio pelo, despeinándose; deseaba la mujer la boca de su pareja temporal. Giró para tenerlo de frente. Lo besó mientras guiaba con su mano la verga insoslayable de Gabriel a su segundo asalto. La madrugada empezaba a urdirse entre las sábanas metódicamente deshechas. Los ojos de Lena se habían vuelto atrevidos, devoraban con la vista la carne tibia, disfrutaba en especial cada embate. Cada instante y forcejeo parecía el último. Y la noción de pérdida de aquello que se ama… volvía al placer una especie de herida mal curada que no se puede dejar de lamer. Lena Lloret dejó que Gabriel probara su sexo de uva salada. Estaba húmedo, y, sobre cualquier otra cosa, disponible, entregado únicamente para él por unas horas más.

—Espera—dijo ella, poniéndose a cuatro patas—. Métemelo por detrás.

El primer orgasmo de Lena no pasó desapercibido. Tenía una bella manera de enarcar las cejas. Su cabello parecía líquido. Sus pómulos se habían sonrosado, casi tanto como su vagina enhiesta. Gabriel la tomó de la mano y la llevó a la ducha, apagaron las luces. Se bañaron en silencio, abrazándose, frotándose lo más que podían. El agua caía como una promesa. Lena se puso de rodillas, los muslos fuertes y plegados. Bordeó con su cara el sexo de Gabriel, luego usó sus dos manos. Entonces lo agarró con fuerza con la palma derecha y lo puso suavemente en su boca. Cuando lo tuvo por fin asegurado abrazó las piernas de Gabriel sin desocuparse de deglutir su anatomía masculina. Las gotas que se estrellaban contra las baldosas de la ducha de alguna forma los excitaron más a ambos. Las uñas de los pies y las manos pintadas de verde olivo relampagueaban a contraluz. Querían que durase. Gabriel no pudo aguantar más y derramó su esperma sobre el arranque de los senos de Lena, que para entonces seguían tan firmes como su propia voluntad complacida. Lo hicieron de pie, contra el espejo, en el piso, sobre la nevera. Cada vez que el sexo de Gabriel entraba en el cuerpo de Lena era distinto, confortable, parecía como si La Providencia les otorgara un renovado gozo, como si sus cuerpos fueran instantáneamente disimiles y generosos; el miembro erecto cambiaba de intensidad pero parecía hecho a la medida de los contornos de su amante. El hermoso culo de Lena desdibujaba tantos otros encuentros fallidos que ambos habían querido concretar. Estaban desnudos y felices. Comprobaban el deseo en su forma más pura, como los adolescentes que no eran. Lena cabalgó suavemente el asta a media máquina de Gabriel, lo habían hecho tres veces seguidas, mas había un recambio de cuerpos enlazados y exhaustos en el ambiente. Conforme avanzaba la madrugada, ella encima de él, iba sintiendo como sus poros se abrían, su respiración mejoraba, Lena quería devorar los labios de Gabriel con sus dientes, con su amilasa salival, con todo lo que podía permitirle su cuerpo ardiente que se oponía al paso del tiempo. Después la vida haría lo que mejor sabe hacer: volverlo todo olvido.

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