El primer golpe que nos dio la violencia se llevó a mi papá. No, miento, años antes mis abuelos fueron masacrados a machete por los gobiernistas. A Samarcanda, la parcela en que vivían mis viejos, una islita en el mar de tierras del alcalde, la alegraba un nacimiento de agua que él quería; tenía todo planeado para apropiársela, pero no lo logró: el mismo día, en un ataque sorpresivo, los insurgentes lograron lo impensable, lo mataron.

Mi padre tenía diecisiete años, estaba en la ciudad vendiendo cebolla al Instituto Rosa Purísima, albergue estatal para huérfanas. Allí lo deslumbraron los quince años de mi madre. Verse y enamorarse sugirió vivir felices para siempre. El Instituto le agradeció liberarse de una niña hambrienta. Mi papá lloró y enterró a sus muertos; después se casaron.

Vivieron en Samarcanda. Ahí nacimos en orden Lucero, mi hermana mayor; Gilberto, este servidor; Liver, mi hermanito y Rosita Purísima, la menor. Durante unos años hubo paz, hasta prosperidad: llegamos a tener una vaca, varias gallinas, tres cerdos, una radio, un cafetal, el cultivo de cebolla… Un domingo, terminada la emisión radial de la Santa Misa, apareció un grupo uniformado: «Entreguen la vaca para la Revolución», ordenaron. Mi papá pidió que no nos quitaran la vaca. Le dispararon por la espalda, una sola bala de fusil en la cabeza. «Hablaba mucho -se rieron- ¿alguien más tiene algo qué decir?». Los cinco estábamos muy asustados; recuerdo que la sangre de Padre, en el piso, hizo un charco oscuro que no reflejaba ni los rostros, ni las cosas, ni la angustia, nada.

Luego rodearon a mi madre, «Está buena», dijeron. «Sí -pensé yo- Madre es muy buena». La tumbaron, todos la golpeaban y le hicieron lo que alguna vez Lucero y yo vimos que, entre risas, le hacía mi padre, pero ahora mi mamá lloraba, nos pedía que no miráramos. Cuando el último hombre se levantó, ella no se movía. «¡No te hagas la muerta!», le gritó, y le pegó una patada en la cabeza. Madre nunca volvió a moverse.

Nos dejaron ir por el cafetal abajo, Lucero y yo cargando a nuestros hermanitos. Nadie nos siguió. Solo conocíamos un camino y un sitio. Mendigamos en la ciudad, cerca del Rosa Purísima, que no nos recibió; dormíamos bajo el puente, lo llamábamos Samarcanda. Allí murió mi hermanito, el río se lo llevó mientras jugaba en la orilla. A nosotros la policía nos salvó de la creciente y esa misma policía tomó nuestra finquita; el alcalde, hijo del otro alcalde, prometió devolvérnosla cuando creciéramos; internó a mis hermanas en el Instituto y a mí, no se por qué, me mandó a la Correccional de Varones. Para él nunca dejaremos de ser niños. Trato de aprender tres cosas: lectura, escritura, olvido. Las dos primeras las hago a medias; la última, nunca podré.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS