Aquel otoño estábamos tan preocupados por el calentamiento global y por lo del periodista saudí que descuartizaron en el consulado en Estambul, que no olimos la podredumbre hasta que la policía no plantó su cordón y desfiló el cadáver frente a nuestra mirilla. En realidad, decir que estábamos preocupados por el cambio climático es una exageración: estábamos encantados con aquel noviembre abrasador.

La señora Munteanu, ¿se llamaba María?, vivía en el apartamento de al lado. Supongo que pagaba una renta antigua. A veces, cuando volvía del supermercado, me la cruzaba en el ascensor. Hablaba un alemán terrible, me costó entender que venía de un pueblo de Rumanía. Un pueblo que ya no existía, me dijo. Salió cuando su marido la abandonó: era un hombre guapo, no bueno, matizó. Primero se fue a Bucarest, creo que trabajó en una panadería, hasta que finalmente los vientos de la miseria la arrastraron hacia el oeste y, sin saber muy bien por qué, cuando llegó a Viena no tuvo fuerzas de seguir huyendo. Así que se quedó, con el mismo pesar que me invade a mí cada febrero, cuando se extinguen las luces de Navidad y la nieve de la ciudad se ensucia de pisadas idénticas. Sólo que a ella la nostalgia le duró hasta aquel otoño zalamero y se la llevó.

Llegó con sus hijos. Me contó que eran como el padre, malos y muy guapos, como si hubiesen crecido en el campo. Apenas la visitaban; sin embargo, poco después de su muerte, debieron ir a vaciar la casa porque, desde el otro lado, sentí el fárrago. No me gusta inmiscuirme, llegaría tarde a trabajar por no cruzarme sus miradas, quizás tristes, quién sabe. En un trance en que el orden impuso su silencio, salí al descansillo.

Junto a la puerta de mi extinta vecina, se amontonaban restos de una vida, comida descompuesta y, coronando aquella montaña de mierda, una foto. La conocía, la había visto una vez que María me invitó a su casa, cuando Chris tenía laringitis. Le había oído toser y quería darnos una infusión, un remedio casero. Juraría que nunca llegamos a bebérnoslo. Señalé la imagen por cortesía y se verbalizó su sonrisa. Ella y sus hijos, ¡cómo reían frente a aquella fachada de madera! Me explicó cómo se ataban el pañuelo, me enseñó sus faldas. Habían tenido un asno, una casa en la que se colaba la lluvia. Habían oído al lobo aullar por las noches y, haciéndose los sordos, habían sido felices. Imagino que aquella cámara en medio del bosque había sido un regalo excesivo de algún pariente urbano. No sé cómo revelarían las fotos, quizás amontonaron carretes hasta que emigraron a la capital. Quizás en aquella aldea, que a mí me parecía el fin del mundo, habían construido un cuarto oscuro.

Puede que fuese porque está de moda lo vintage y descolorido o porque, al final, todos venimos de un pueblo: envolviendo en clínex la instantánea, la metí en el bolso y salí corriendo.

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