Una neblina perenne de azufre se desparrama y apesta desde unos diez kilómetros de distancia del yacimiento. La pequeña Teresa y los vecinos de Las Minas de San Clemente no se acostumbran al hedor, pero qué van a hacer. Tampoco se amoldan al traqueteo de las vagonetas que cargan con el codiciado mineral ni a las explosiones de dinamita, ni mucho menos al bochorno que desprenden los hornos. A Teresa solo le obsesiona corretear por las calles polvorientas del pueblo y asir de la falda a su prima Carmencita –Cita, como ella la llama- para que la alce en brazos cuando esta regresa del cole.
Teresa vive con su tía y su prima desde que su madre falleciera al poco de nacer. El tío de la niña se desloma desde pequeño en las galerías de la mina. No conoce otro oficio que el de minero y entibador, como centenares de compañeros desplazados de otros pueblos, incluso de allende la provincia turolense. Un ferrocarril transporta hasta la carretera mercancías y azufre, pero también mineros que dormitan en pueblos aledaños. Las jornadas duran doce horas, ¡y pobre si no llegas en punto!, al día siguiente te quedas sin tajo y sin jornal. No hay excusas. No hay tormenta. No hay nieve que valga.
Por lo menos disfrutan de teatro, frontón, tascas y cafés. Incluso de barrio chino. En las fiestas de la Virgen de Agosto y para Santa Bárbara, patrona de los mineros, se arma un gran sarao. De los alrededores suben lugareños a jugar en los campeonatos de futbol que se celebran en la plaza, y a ligar y danzar en el baile que arranca al anochecer y que termina cuando la Guardia Civil se pone de mala luna.
Teresa cae enferma de anginas y fiebre alta. Una vez. Otra. Y otra. Cada vez con mayor intensidad y frecuencia. Su tía se asusta y se la envía de nuevo a su hermano.
-No, hermano, que un día de estos la cría se me muere.
Como un preludio, a los meses de partir Teresa, las minas cierran para siempre. El pueblo se esfuma cuando la calina de azufre que empapa sueño y vigilia de sus moradores se disipa.
Teresa recuerda toda la vida a Cita, pero jamás logra saber de ella. Tan solo que la familia emigró a Alemania. “¿Habrá sido feliz?”, se pregunta más de una vez.
Setenta años después Teresa camina de nuevo por Las Minas. No sabe ubicar la casita de Cita y los tíos. Unas pocas piedras que poco o nada desvelan a un lego descansan en terreno baldío. Bien podrían pertenecer a las ruinas de una cultura milenaria. O bien a los restos de la onda expansiva de un hongo nuclear. Este lugar desolado, olvidado de Cristo, una vez lideró la extracción de azufre en España. Ahora sus pedruscos y vigas levantan casas en otros lares.
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