Puede que no lleváramos ni media hora en el pueblo cuando mi hijo me pidió la clave del WiFi. Me dio la risa mientras levantaba persianas, abría ventanas y desentumecía la casa de mis padres después de sus más de dos años de letargo. El suelo de madera protestaba con nuestros pasos y el polvo se había adueñado de muebles y objetos. Por lo demás todo seguía tan intacto como en mis recuerdos. El hogar de mi infancia era una cápsula del tiempo y regresar allí suponía reencontrarme con la primera versión de mí mismo. O mi versión 1.0, como diría mi hijo.

Poco le importaban a él mis cavilaciones mientras adecentaba un poco el hogar en el que pasaríamos el mes. Eso sí, me seguía de estancia en estancia blandiendo el dichoso smartphone que le acababa de regalar el novio de su madre por su cumpleaños. Su cara era un poema cuando le conté que allí no había WiFi. Que por no haber, no había ni cobertura. Y que si quería hablar con algún amigo tendría que escribirle una carta y echarla al buzón, que de eso sí había y bien grande además, en la plaza del pueblo.

– Luego si quieres vamos a verlo, le dije.

Me miró como si me estuviera perdonando la vida y ahí comenzaron sus cinco etapas del duelo por la desaparecida conexión a la red. La de la negación la pasó rastreando señales de Internet mientras dábamos un paseo por el pueblo. Se resistía a creer en mi palabra y parecía un buscador de metales de los que se ven por la playa en agosto, solo que en el aire. Mientras, yo saludaba y besaba a los escasos vecinos, todos ancianos. Que el hijo de los difuntos Mauro y Adela hubiera vuelto era trending topic.

– Aquí no quiere venir la juventud, me decían.

– No hay modernidades, se aburren.

– El pueblo morirá cuando muera el último de nosotros.

– No, hombre, no exageréis, les dije. Yo volveré cada año a airear la casa y a airearme yo, de paso.

– ¿Y el chiquillo?, me preguntaron.

Todos miramos entonces a mi hijo, que ya había pasado por la ira y la negociación, intentando embaucarme para que fuéramos a una gasolinera cercana en busca de signos de civilización; la depresión, llorando por ser el único niño incomunicado del planeta: y ahora había llegado, y mira que yo no hubiera dado un duro, a la aceptación. Porque mi retoño había dejado por fin el móvil de lado y se entretenía junto con Basilio pescando renacuajos en el abrevadero del pueblo.

– ¡Claro que volverá!, dijo el anciano. ¡Si es un hacha cogiendo ranillas!

Mi hijo sonrío y siguió a lo suyo, por lo que todos entendimos que aquello había sido una aceptación tácita y una promesa de prórroga para la vida del pueblo. Así que ya sabéis, #HayEsperanza.

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