Casi ciego, intento moverme de la silla donde he permanecido por horas. El vacío me espera. Con miedo me lanzó dando encontronazos a la mesa que me impide el paso.
El marco de la puerta me sostiene de cara a la calle. Está caliente, la resolana rebota en mi cara cual cuchillo filoso que lucha por penetrarme. Silencio de gente, silencio de almas. En la misma calle hace un par de décadas, alguien transitaba, alguien saludaba alegre rumbo al campo. Ahora mi oído, no escucha, no siente nada. Quizás alguna brisa.
Ana transita lenta por la cocina, entre el ruido de las ollas. Su voz cascada logra sacarme de mi sopor. Antiguamente la llamaba a grito pelado, hoy me limito a escucharla y a hacerle señas cuando siento sus pasos livianos de espíritu errante.
Ambos estamos en un mismo espacio. Somos los únicos. Los hijos se han ido, los hijos de todos se han ido. Quedamos los que no tenemos donde más ir, sin remedio ni opción.
Me devuelvo a mi lugar tanteando y espero lo único que siempre está.
Ana toca mi hombro y la imagino dulce y hermosa como hace 30 años, cuando teníamos la vida por delante. Le sonrío, ella y yo somos como antes, pero diferentes. Comemos en silencio como todos los días.
Afuera algunos pájaros ruidosos esperan las sobras del pan.
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