La ventana que habitualmente estaría cerrada si fuera un día normal, es decir, en tanto él se levantara a las cinco de la mañana para ir a la jefatura de policía, está abierta.

Hunde la cara en la almohada. No puede sacarse de la mente que lo descubrió mientras le sacaba fotografías. Jamás pensó que podía sorprenderlo. Sobre todo una señora de sesenta años. Una mujer que es idéntica a su madre que, curiosamente, solo conoció por medio de fotos y, que efectivamente, a lo largo de los años fue mutando y envejeciendo en sus inútiles e imbéciles entelequias.

Estira el brazo derecho y toma el celular. Son las nueve de la mañana. No tiene siquiera un nuevo mensaje. Nada. Nada de nada.

La ventana está abierta. El cielo se ve oscuro y en parte ceniciento. Ahora entra una «briza» que le hace meter los pies debajo de la colcha. Ciñe los dedos. El estertor es una ilógica melodía que apenas reconoce.

De un salto se pone de pie. Mira, girando bruscamente la cabeza, a su alrededor. Todo está impecable y limpio: “perfecto”.

Revisa nuevamente el celular. Lo desbloquea deslizando rápidamente el dedo índice. No tiene señal. Lo levanta tan alto como puede. No hay señal. Todo se ha ido.

Clava los ojos en la ventana; la ventana abierta. La cámara fotográfica está justo debajo y sobre un par de revistas de tejidos.

Toma la cámara y ajusta el teleobjetivo. Comienza su práctica panóptica: las ventanas, las puertas, las terrazas, las calles y un tramo de la autopista.

No ve a nadie.

A la vez que sonríe una larvática sensación le recorre la sangre.

Se pone una campera y las zapatillas. Baja las escaleras. Cinco pisos.

Cruza la calle en dirección a la panadería. Le mete mano a unas facturas con dulce de leche. Deja el dinero en el mostrador. Antes de salir piensa en R y en su olvido.

Se prepara el mate. Mientras espera el agua revisa las fotografías. Está convencido de que así hubiera lucido su madre de vieja.

No pudo pagar el boleto para que lo evacuaran al Pacífico. Es uno de los tantos millones de ellas y ellos.

No quiero pensar en escapar. La ciudad, las ciudades, AHORA son todas nuestras. Ya no se puede escapar. En dos o tres años todo colapsará y será el fin. No hay colonias, ni en la Luna ni en Marte.

No pienso hablar con él. Seguro que si me ve me confunde con su madre a los veinticinco años. Voy a vigilarlo unas horas más y nos vamos al norte. Mi mamá dice que podemos llegar a Jujuy si conseguimos combustible por el camino.

A veces me gustaría que fuera real. Intenté escribirlo lo más real que pude. El slogan es que lo perfecto solo es ficción.

Son las once de la mañana. Aún tenemos agua, pero no por mucho tiempo. Las tierras son las inmigrantes. Nosotros, nosotras, somos ya otra cosa.

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