Fragmento vacío

Fragmento vacío

Alejandra Rey

15/10/2018

La vereda desértica, tal cual unos minutos atrás. El sol seguía ganando terreno en lo alto del cielo y ardía cada vez más fuerte. Estaba más caluroso de lo que imaginé al salir de casa, y al tercer paso sentí que me sobraba el abrigo. Los días previos al verano suelen ser poco predecibles a la hora de elegir cómo vestirse cuando se va a estar fuera a lo largo de toda la jornada. Acostumbrada a llevar la precaución en la mano, me quité la campera.

El puesto de diarios de la esquina estaba cerrado; y si el diariero aún dormía, era probable que la prisa del amanecer fuese aún mayor de lo que imaginé asomada a la ventana. Por unos minutos pensé en volver a casa y tomar otro café, esta vez más pausado; pero recordé que a unas cuatro cuadras habían inaugurado un bar, dos semanas atrás, que permanecía abierto toda la noche.

Caminé despacio, creo que disfruté esa pausa en los típicos sonidos que me acompañaban cada mañana camino al trabajo. Tal vez porque algo extraño presentía en las ausencias que impregnaban el paisaje, llevé el mentón pegado al pecho, siguiendo con los ojos el ritmo de mis pisadas.

Al llegar a la avenida principal, justo en la mitad del trayecto, alcé la cabeza en dirección al semáforo. Titilaba en amarillo. También era de madrugada allí, para los autos, para los colectivos y para la gente. Esta desolación debería haberme alertado, pero el silencio me había atrapado tanto, pasos atrás, que crucé como si aquella situación de abandono fuera usual.

Llegué al bar con el desconsuelo de saber que el café no podría acompañarlo más que de espera. El diario tampoco habría de haber llegado allí. Aposté porque el mozo estuviese tan o más solo que yo, y ensayé, junto a mis últimos pasos, algunas frases interesantes que me asegurasen una charla amena y continuada con él, al menos hasta la hora normal del despertar.

Todo lo que había pasado casi inadvertido hasta ese momento, de golpe me estalló en la cara, como punto del signo de interrogación, cuando intenté abrir la puerta del bar inútilmente. La rudeza con que ese viejo pórtico me respondió me giró la cabeza descontroladamente. Miré con frenesí todo a mi alrededor. Ni gente, ni autos, ni aves, ni colectivos, ni brisa que meneara las hojas de los árboles. Nada. No había ni una sola luz saliendo de alguna ventana, ni nada que evidenciara movimiento en ningún lugar fuera de mis zapatos. Todo estaba quieto; como inmovilizado.

Ágilmente un calor comenzó a colarse por entre mis dedos hasta convertir el miedo en sudor. Temblando, moví mis pies para saberlos vivos, y caminé. El eco de mi existencia transformó el miedo en terror; sea lo que fuese que estuviese sucediendo, sabía que no quería ser parte de esa quietud y comencé a correr.

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