Lo que queda en pie

Lo que queda en pie

Deja el coche a la sombra, junto a lo que antiguamente era la venta. Al activar el cierre automático, el bip del mando a distancia resuena con una estridencia casi impúdica, grotescamente moderna en la soledad reseca del páramo. Se da cuenta de que es un gesto inútil: nadie va a venir a robarlo.

En ese momento empieza a arrepentirse.

Echa a andar. Pasa junto a la fuente donde los mozos refrescaban sus borracheras las noches de fiesta. Ahora está seca, dentro sólo hay hojas muertas.

Enfila la calle mayor. Camina por la calzada de tierra suelta. Sus zapatos levantan pequeñas nubes de polvo crujiente, áspero. Es la misma calle donde jugaban al escondite y a las canicas y a policías y ladrones, donde engullían sin parar de correr el pan y chocolate de la merienda. Allí, en ese portal, acarició a su primera novia con sus manos de uñas roídas.

Es la misma calle, pero no es la misma. Ahora no vive aquí más que el silencio.

Las paredes de las casas están desconchadas, llenas de grietas. Muchos tejados se han venido abajo. Por los cristales rotos de algunas ventanas asoman malezas pardas, ralas; es lo que crece en estas tierras. Hay puertas abiertas como bocas, que enseñan la penumbra vacía de lo que fue el hogar de tal o cual vecino. Él recuerda sus nombres, los repasa en voz baja.

Qué pena, qué pena, se dice a cada paso.

Siente un peso de plomo en la garganta. No debió haber venido.

Llega ante la casa de sus padres. Temía encontrársela hundida, pero sigue obstinadamente en pie, rotunda y leal como una iglesia románica.

Respira hondo. Saca la llave del bolsillo, la mete en la cerradura. Gira con dificultad. La puerta no se abre. Apoya el hombro en la madera cuarteada y empuja con fuerza. Por fin cede.

El interior exuda un olor húmedo y rancio, de aire quieto. En los rayos de sol que se filtran por las ranuras de los postigos cerrados bailan motas de polvo como hadas diminutas. Sólo alcanza a percibir la silueta de los muebles que quedaron allí, restos despreciados de otra vida. Sin necesidad de verlos bien reconoce el espejo labrado, el perchero, las sillas. La mecedora de su madre.

Vino decidido a entrar, pero no entra. Se queda agarrado al quicio de la puerta, igual de quieto que la casa misma. Luego cierra lentamente, como quien sale de un velatorio o de la habitación de un enfermo. Echa la llave, la guarda en el bolsillo y deshace sus pasos camino del coche.

No, no debió venir. Él, que se fue de los primeros. Hay que dejar el olvido al olvido.

Esta vez el bip del mando a distancia le produce casi alivio. Se sienta en el sitio del conductor, arranca. Los neumáticos sacan chasquidos secos de la gravilla. El rugido del motor rueda por el llano hasta que lo engulle el silencio.

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