El anciano cierra sus cansados ojos y furtivas lágrimas comienzan a deslizarse por sus mejillas, secas como hojas de otoño. ¡Cuántos recuerdos guardados bajo cerrojo! No, no quiere recordar…recordarla, sin embargo…

Villa Epecuén, 1954

Corrían tiempos de prosperidad en aquel pueblito anclado al oeste de la provincia de Buenos Aires.

Pensiones, hoteles y comercios competían por recibir la atención de cientos de turistas.

A pesar de mis rezongos, verano tras verano acompañaba a mi abuela para que tomara baños en la laguna. La pobre sufría de reumatismo y esas aguas salinas eran milagrosas para su dolencia.

A los catorce años prefería estar en Mar del Plata con mis amigos y no con una anciana de setenta que no dejaba de darme consejos.

Mi fastidio hacia Epecuén terminó la tarde en que la conocí.

Esa tarde de enero, salí a caminar. Me dirigí sin pensar hacia la laguna y entonces la vi. Estaba en el espigón. Me cautivó su cabello cobrizo que el viento despeinaba con rebeldía. Un ramito de violetas lo adornaba.Y su mirada, ¡ay, su mirada!… perdida en un horizonte imaginario que yo no alcanzaba a divisar.

Me acerqué y conversamos. Ella era lugareña y amaba a su pueblo. Y yo… yo la amaba a ella. Lo supe en el instante que la miré a los ojos. Nos volvimos inseparables.

Cada fin de temporada nos despedíamos con besos tímidos que con el tiempo maduraron en besos osados. Cuando estábamos lejos uno del otro, la correspondencia nos encadenaba deseando el momento del reencuentro.

Y entonces sucedió. La mañana del 14 de noviembre de 1957 el terraplén de piedra que contenía a la laguna se quebró y el pueblo quedó cinco metros bajo el agua. Todo devastado. Innumerables muertos y desaparecidos.

Creí morir al enterarme. “¿Y ella?, ¿qué fue de ella?”, pensé aterrorizado.

Mis padres me impidieron viajar a Epecuén. “Es imposible. La policía no permite el paso. Hay que esperar que baje el agua”.

Y cuando el agua se retiró dejando al descubierto el esqueleto de la ciudad, una carta terminó por destruir mi esperanza.

“Está muerta”, dos palabras, una sentencia.

Años después regresé. A la entrada del pueblo, en la puerta de un rancho destartalado, me encontré con un hombre.

_ ¿Qué lo trae por estos pagos, joven?

_ Fantasmas _ me brotó responder.

_ Tiene razón, mi amigo, aquí sólo quedan fantasmas. Las escasas familias que quedaron de a poco se fueron.

_ Y usted, ¿por qué se quedó?

_ Por la querencia.

Juntos deambulamos por las calles solitarias confundiéndonos con las sombras. Pasamos por el cementerio. Y entonces la ví. Era ella, caminado entre las tumbas. De repente se detuvo y fijó su mirada en mí. Me sonrió y luego…desapareció.

El anciano abre sus ojos cansados. Recordar…recordarla es un bálsamo.

Una fragancia a violetas lo trasporta al pueblo donde conoció el amor… un pueblo de fantasmas y desolación. Unos versos resuenan en su memoria:

“No lavaré de mis manos las huellas de tu perfume”, Aleksander Blok.

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