Lo anunciaron las altas cumbres. Los Alpes lo vienen susurrando hace años. Nosotros no quisimos escuchar. Nuestro pueblo cosecha, no escucha. Acá importaba sobrevivir, muy pocos se dieron cuenta de lo que vendría, pero también nos enteramos, o reaccionamos, tarde. Dios ya lo tenía decidido. Nosotros diez, estábamos salpicados por las empinadas hectáreas de maíz, agachados, arando con las herramientas que teníamos. El calor goteaba en las fuentes de todos. Un mudo viento hizo bostezar a las montañas en coro hacia nuestro pueblo. El aire antediluviano despertó de las lejanas tumbas y criptas rocosas de las alturas.
Llevaban un mensaje, pero en un idioma que falleció en el olvido. Para nosotros, sólo viento, para los demás, un alma que entraba a los obtusos cultivos y nos llamaba por nuestros nombres. Nuestras orejas tapadas de tierra, casi enterradas, impedían desviar la atención del maíz. Luego se hizo realidad. Comenzó a nevar y nunca pensaría en detenerse. Nunca se detuvo. Era la primera vez que nevaba, y nevaría por siempre. Nos tuvimos que alejar y refugiar…
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