Nunca fue una aldea llena de vida. Aun cuando hubo niños jugando en los campos y misa los domingos, las amplias alas de la muerte se habían cernido sobre el espíritu de aquel pueblo. Era un secreto a voces que eran muy pocos los que quedaban, demasiado pocos para remontar. Aquel recóndito lugar estaba muerto desde hacía décadas, sólo que nadie quiso reconocerlo.

Morro temblaba agónico junto al hogar. El anciano dueño lo miraba sentado en el suelo a su lado, con expresión inescrutable difuminada por las sombras que danzaban a merced de un débil fuego que luchaba por sobrevivir. Era un perro viejo, pensó. Ambos lo eran, apuntó rumiando tabaco. Perros viejos, cosidos por las cicatrices de la caza, el campo, el pastoreo, la vida. Acarició con cuidado las orejas del animal, marcadas por mil alimañas con las que se había batido, su lomo cubierto de costurones. Era el último que quedaba de su camada. Como él mismo, pensó de nuevo. Ya sólo se tenían el uno al otro. Su mano tembló. Hacía muchos años que se habían quedado solos en aquella casa, su hogar.

Primero fueron los niños. No sólo los de los vecinos, los suyos también. Los jóvenes no querían ser marulos, querían oficinas, coches, ordenadores. Jaulas de hormigón donde olvidar sus raíces. Luego el pobre padre, que se mató en aquellas peligrosas carreteras yendo a dar extremaunción. La diócesis nunca mandó a nadie a substituirlo, ni se preocuparon cuando el campanario se vino abajo. Luego envejecieron todos, claro. Un mal día la chimenea deja de echar humo y llegan los herederos, hienas de ciudad, a ver que pueden afanar del difunto.

La última fue ella, tan generosa que incluso al marchar le dejó un regalo. No había visto a sus hijos en años, ni los volvería a ver desde el entierro. Decían que vivía demasiado lejos, le llamaban para ofrecerle asilos, tumbas donde aparcar a quien estorba. No. Él ya tenía su ataúd, llevaba casi una década viviendo dentro. Había nacido entre aquellas paredes y era donde iba a esperar, con Morro y su tabaco.

Pero el perro era viejo, el tiempo jugaba en su contra. Jugaba en su contra, menuda estupidez, pensó. El tiempo juega siempre en contra de todos. Pero el animal ya casi no se movía. No tardaría mucho en marchar y entonces sí estaría sólo. Notó una lágrima pasear por los surcos que la edad había tallado en sus mejillas. Se tumbó junto a Morro, su fiel lebrel ciego, sordo, gotoso, el último de su camada y lo abrazó. La muerte nunca había preocupado al anciano, pero ahora abrazaba al perro como un chiquillo asustado. No temía a la muerte, no. Temía a la soledad, a la espera, al olvido. A que era demasiado viejo para vivir sólo, pero demasiado joven para morir pronto. A los años que le quedaban sin Morro, dejado atrás por todos.

Entonces, con un crujido, el fuego se apagó. Y con él, Morro.

Ahora sólo quedaba esperar.

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