Me senté en la piedra, pegada a la pared del tinao tal y como hacía mi abuelo cuando terminaba la faena del día. Sudoroso y calmado cogía su sitio, se limpiaba la frente y se liaba un cigarrillo. Después se unían en corrillo el mulero y Antonio el piconero. Cerré los ojos y aspiré el humo intenso, el olor a naranjo y a tierra recién regada.

En el horizonte, un paisaje diáfano, plano, con una leve elevación del terreno allá lejos y tres Casitas y un chozo dispersos entre los encinares.

Nunca fui más feliz que entonces cuando escuchaba al calor de una conversación de abuelos las historias del pastor de Tres Casitas, que tuvo que abandonar el lugar para limpiar la honra de una hija que servía en casa del médico, o la de las cuñadas que partieron una herencia en dos mitades exactamente iguales, incluida la bota del Cojo Tiranca.

Bajando hacia la plaza del pueblo huele a dulces, entre carteles de Se Vende alguna lagartija zigzaguea y se mimetiza con el muro.

La plaza conserva su iglesia, inmensa, como queriendo expandir su fuerza de tan recogida como se halla entre las casonas señoriales. Un reloj, lento y polvoriento y enfrente un escudo incrustado en una fachada ocre . Parece que oigo unas niñas saltando con voz cantarina una cuerda. El tiempo se para un momento.

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