El agua, turbia a causa de las últimas lluvias, forma un pequeño remanso en la represa antes de precipitarse a través de la cascada; junto a ella, en lo alto de varias escaleras, puede verse la fachada en ruinas de un molino. Si se suben los escalones se llega a un pequeño patio al que se abre la entrada del edificio, prácticamente cubierta de zarzas, y si se avanza un poco más (hasta llegar junto a un sendero de tierra batida) al otro lado del hueco donde antes hubo una ventana puede verse una pared interior.

Aún recuerdo el día que «descubrí» aquel lugar: fue una lejana tarde de otoño, varios años atrás. Por aquel entonces había decidido aceptar por segunda vez un trabajo al que me había prometido no regresar y, durante mis días libres, el único modo que había encontrado para evitar pensar en el lunes era la fotografía. Pese a que el cielo amenazaba lluvia, había decidido seguir un sendero que, según dicen, conduce a una cala cercana pero apenas había logrado llegar a medio camino cuando me topé con la fachada gris del edificio. Frente a él, medio ocultas por los árboles, aún están las ruinas un horno de cal, y a pocos pasos de allí pueden verse los dinteles de algunas casas, pero lo que más llamó mi atención fue el viejo molino.

Recuerdo que giré a su alrededor, tratando de encontrar un hueco por el que pasar a su interior, pero hacía años que el techo se había hundido haciendo que entrar fuera imposible. Miré a través de una ventana, y logré ver varias pinturas: una de ellas representaba un jarrón con flores y la otra mostraba un pueblo de contornos desvaídos por la lluvia y el tiempo. Aún no comprendo el motivo, pero aquel lugar no tardó en transformarse en uno de mis favoritos, tal vez por el pensamiento egoísta de que, al igual que aquel pequeño pueblo, mis problemas también llegarían a su fin, o tal vez por una morbosa curiosidad que me llevaba a sentarme en las escaleras del río e imaginar cómo habría sido la vida de sus antiguos habitantes: refrescándose junto al pequeño remanso formado por la represa, charlando sentados sobre el muro que rodeaba una casa cercana… De cuando en cuando miraba el dibujo de la pared y me gustaba pensar que representaba el pueblo cuando estaba lleno de vida… Hasta que un día las cosas cambiaron, supongo que para mejor y, con el tiempo, yo también acabé por olvidar el lugar que había sido mi pequeño refugio.

Ahora estoy aquí otra vez, mirando las aguas del río, sigo el camino de tierra y me detengo maquinalmente ante la ventana, pero ya no hay dibujo: las últimas lluvias han desprendido el enlucido dejando solo a la vista algunos ladrillos desnudos, como si, cansado de esperar el regreso de sus habitantes o tan solo a alguien que le preste atención, el pueblo hubiera decidido llevarse sus secretos para siempre.

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