Conocí La Tortuga un sábado cualquiera en la vida de aquellas personas. Se trataba de un “pueblito” pesquero, ignoto en la costa de Piura (Perú), las familias que aún vivían en él nunca habían salido de sus fronteras. Aquel refugio de la realidad, desconocido por sus compatriotas piuranos y por ende, por el resto del planeta.

Los voluntarios nos colamos en aquel lugar y pude ver como un grupo de niños corría hacía nosotros, hacía aquel vehículo que ellos llamaban combi. El conductor abrió la puerta, y aquellos locos bajitos, se apresuraron a subir y sentarse con nosotros. No nos conocían a la mayoría, sin embargo, eso no impidió que alzasen sus brazos buscando la más mínima muestra de cariño que pudiésemos darles.

La combi prosiguió su ruta a lo largo de aquel asentamiento humano, recogiendo a los churres. A cada metro que recorríamos, a cada segundo que el cristal me mostraba el reflejo del exterior, podía ver las casas en las que vivían. Paredes de adobe o caña, pinturas resquebrajadas por el tiempo, un zapato en una rama o los restos de un bote sin terminar. Una plaza central vacía, unos ojos que se asomaban tras una puerta de latón o tendederos que asiduamente hacían sus veces de letrinas.

De los grifos no salía agua, en sus manos únicamente había suciedad, pero los rostros de aquellos pequeños, llenos de churretes y aun con legañas en los ojos, solo nos devolvían la inocencia y la ilusión propias de la edad, y en sus labios se dibujaban tiernas sonrisas, mientras entonaban viejas cancioncillas infantiles.

Nos dirigíamos a la playa de “El Lobo”, donde los hombres salían a la mar día tras día, para poder alimentar a sus familias. Donde ellos bajaban a llevarles la comida junto con sus abuelas, madres o hermanas; viendo como sus padres se jugaban la vida para poder llevar un ceviche a la mesa, pues la mayoría no sabían nadar y aquellas embarcaciones compuestas por cinco leños atados con caña no aguantaban el menor temporal.

Durante aquel sábado, nos bañamos en el Pacífico con los churres, pues al igual que sus progenitores no sabían mantenerse a flote, jugamos haciendo carreras a “caballito”, saltando olas para no mojarnos. Sin móviles, sin pelotas, sin raquetas de playa, sin palas, ni rastrillos; solamente nosotros en aquel cachito de felicidad; compartiendo su ingenuidad ante los conflictos que azotan el mundo.

De vuelta a la ciudad, en aquella tartana, aun resonaban en mi cabeza, sus risas, sus voces, sus juegos. En mi memoria queda grabada aquella lección de vida que ellos fueron capaces de darme y de la que ni siquiera son conscientes. “Hasta Siempre Tortuga”.


Playa de «El Lobo» .


Embarcaciones de pesca.


La Tortuga.


Pescador piurano.

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