La calle, el frío, la niebla.

La calle, el frío, la niebla.

José Gonzalez

25/09/2018

La infancia estuvo hecha de horas repetidas y espacios definidos. Correspondía a mi edad y mis costumbres recorrer cada mañana las calles de aquel pueblo en un camino que llegué a conocer en la peor forma de la memoria, aquella que se olvida de sí misma a costa de repetirse tanto.

Y aquel invierno me desperté sin pausas, me deslicé a la calle todavía aturdido, y me fui por el pueblo sin conocer sus calles. Sin encontrar esquinas. Era como un camino consumido en el frío, ya sin tropiezos, ya sin apuros bruscos.

El camino salía desde el portón de hierros mal pintados de aquella casa mía, cruzaba calles duras, rodeaba los ceibos resquebrajados, y en el tramo final se acomodaba bajo el duro perfil de un muro largo. Un muro largo que en los días de cosecha se ensuciaba de arañas e hilazas pálidas, y en los inviernos cobraba altura haciéndose parte de la llovizna pura.

Era primera hora y no llovía. La vereda era nomás un pasadizo gélido, y la niebla quedaba entre las casas. No había un alma en la calle. Todas las ventanas habían sido atrancadas.

Recuerdo que mi infancia se detuvo en la calle, recuerdo que el silencio crecía entre los árboles. Aquella vez primera, inaugurando el tiempo repetido de la experiencia humana, mi soledad salió para olisquear el aire y volvió lloriqueando a esconderse en mis hombros. Ni un gallo que cantase. Los arboles inmóviles. Aquella calle larga que no tuviese extremo. Solo la niebla, el frío, la ausencia de los otros se sintió tan completa.

Después vino la luz, el sol ordenó el tiempo. Después el pueblo entero se revolvió gruñendo, y salió a las calles, las voces que crecieron detrás de las ventanas, los perros contestaron a la distancia inquieta. Aquel día el mundo de los hombres regresó del silencio fiel y reconstruido, casi eterno.

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