El Jacinto, como se le conocía a ese flacucho, siempre desgarbado, medio desfajado y medio sucio obrero mal pagado y peor tratado, no tenía estudios. Ni siquiera había concluido la primaria. Tenía, eso sí, una especie de sexto sentido para saber en dónde arriesgar, y en dónde no, sus escasos centavitos pero para desgracia suya se había casado, merced a una calentura pasajera de borrachera, con La Zenaida, mujerzuela regordeta de muchos estrógenos, ninguna educación, principios, ni sentido de la vida. El caso es que la tal Zenaida, que sepa el diablo cómo demonios, fue a cruzarse con la vida de “El Jacinto” no tardó ni tres meses en lucir semejante panzota que, bien a bien, nadie sabe de dónde adquirió porque El Jacinto, según cuentan las malas lenguas, que por cierto tienen muy buena vista, no fue el único en gozar de sus amores durante aquella peda. No obstante El Jacinto, no era de los que se rajaban así como así ¡No! Nada de eso, apechugó con la situación, con el hijo y con la Zenaida. Él soñaba con adquirir, a crédito, of course, una casita de esas que mal construye por doquier el Infonavit. La Zenaida, ni tarda ni perezosa rápidamente dio con un conjunto nuevo, y según ella muy bonito, que acababa de construirse en lo que otrora fueran unos hermosos maizales en la carretera México Pachuca. Uno de los graves problemas de no tener estudios, y de no leer, es que con frecuencia se cometen más pendejadas que de costumbre, y en efecto, con muchos trabajos logró conseguir la documentación para el mentado crédito, dar algunos anticipos para el enganche y hacerse de una de esas “hermosas casitas”. Lo que nunca pensaron fue que El Jacinto trabajaba hasta Santa Clara, en el Estado de México ¡Púchale! Del otro lado del pinche mundo. Los transportes para él, y su familia, cuestan un dineral y mucho tiempo. Quienes algo hemos leído, como sin querer queriendo, como diría La Chilindrina, personaje televisivo mexicano del famoso “Chavo del Ocho”, sabemos que siempre resulta más caro ser pobre que ser rico. Hecho, que, El Jacinto, su flamante esposa y muchas otras familias más no tardaron en descubrir ya que al no haber tuberías tenían que comprar el agua en pipas, al del gas había que darle propina extra para que se dignara a surtirles hasta allá. No contaban con tiendas ni misceláneas y así sucesivamente en todos y cada uno de los aspectos de la vida cotidiana. Así las cosas, la familia de El Jacinto optó por ya no continuar pagando ese maldito crédito y arrimarse con sus suegros en Santa Clara abandonando, al igual que las otras cuatrocientas noventa y nueve familias, esas pinches casitas de mierda que no habían sido mas que una maldita y descarada estafa, ahora sí, que, en despoblado. Todos los alrededores de la Ciudad de México están plagados de conjuntos fantasma, de historias de robo al más pendejo y más fregado. ¡Qué pinche negociazo!
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