Tendría unos ocho o nueve años cuando vi “La gran familia”. Recuerdo que lloré muchísimo. Por Chencho y por su abuelo, pero sobre todo por mi madre y por mí. Esa misma tarde, mi madre iba a llevarme a la Plaza Mayor como cada Navidad. De pronto, me levanté del sofá, la abracé con tal fuerza que le hice perder el equilibrio y cayó sobre la mesa, cubierta de espumillón, bolas de colores y las figuritas del Belén, a las que estaba pasando el plumero, tras haberlas frotado previamente con una gamuza amarilla.

La había estado observando. Quería asegurarme de que no se enteraba de que estaba llorando. No quería que me viese llorar. Yo era el hombre de la casa. Así pues, me sorprendí a mí mismo con la cara pegada a la suya y las lágrimas escapándoseme de cinco en cinco, mientras le rogaba que nos quedáramos en casa o que, como mucho, bajásemos al Galeprix a comprar la estrella y las luces que se estropearon el año anterior. Esto último lo dije solo para minimizarle el disgusto después de darme cuenta de que a mi madre se le había puesto cara de preocupación, no porque en ese momento me importase en absoluto que los Reyes Magos pudieran pasar de largo sin dejarme regalos, despistados por no encontrarse las luces del árbol encendidas. Lo único que me importaba realmente era convencerla de no ir a la Plaza Mayor. “¿Y si yo me perdía como Chencho? O aún peor, ¿y si se perdía mi madre?”.

Hasta ese día, había soñado con tener una gran familia. Con un padre y siete hermanos como mi amigo Fermín. O mejor con quince y otro en camino, como en la película y con un padrino búfalo y pastelero. Aquella tarde, sin embargo, tuve la certeza de que era imposible que hubiera otra familia en el mundo más feliz que mi madre y yo, aunque solo nos tuviéramos el uno al otro, y a nadie más.

Hoy tengo cincuenta y siete años y he vuelto a ver a Chencho y a su abuelo, pero en esta ocasión no me avergonzaba llorar, sentado junto a Palmira, con las manos entrelazadas. A decir verdad, hemos llorado los dos.

Al poco de conocernos, decidimos que tendríamos una gran familia. Empezamos a llenar nuestros sueños de bolsas de pañales, habitaciones con literas y viajes en una furgoneta cargada de juguetes. Por lo visto, la vida se encaprichó de robarnos los planos de nuestros planes y pronto nos dejó instalados en un apartamento de sesenta metros, en el que vivimos cómodamente desde hace treinta años, ya que nunca ha habido necesidad de espacio para cochecitos de bebé, triciclos, ni mesas de estudio para adolescentes. Pese a todo, hoy igual que me ocurrió hace más o menos medio siglo, he sido consciente de que es imposible que haya en el mundo otra familia más feliz que Palmira y yo, aunque solo nos tengamos el uno al otro, y a nadie más.

En estas fechas seguimos yendo a la Plaza Mayor. Cada año que pasa estoy más seguro de que nunca nos perderemos. Si acaso, nos perderemos juntos.

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