Cuando eres niño no

comprendes que eres pobre, sólo lo sientes.

Yo sentía el frío en mis pies en invierno, y la humedad cuando llovía, porque las suelas de mis botas estaban gastadas y aunque mi hermano y yo metíamos papeles dentro, por el camino se iban empapando hasta convertirse en una pasta mojada y dura que nos hacía más difícil todavía caminar ligeros.

Íbamos todos juntos a la escuela – mi hermano, los vecinos y yo – saltando los charcos con carámbanos, y riéndonos del que resbalaba y se caía.

Me gustaban las tardes de los sábados. Observábamos a mi padre con su ritual en el baño: primero un poco de Patrick en el pelo, después unas gotas de Varón Dandy para desaparecer en su seat amarillo calle arriba.

Entonces, comenzaba nuestra fiesta: veíamos los dibujos animados de La Pantera Rosa merendando bombas de crema y hojaldres rellenos de miel, con colacao caliente. Después, Juan sacaba la caja de los indios y los vaqueros – yo siempre me pedía india- y jugábamos hasta la hora de la cena.

Mi madre mientras, asaba castañas en la cocina de carbón, sus mejillas sonrosadas, y la mirada puesta en la labor, remendando pantalones de trabajo.

Recuerdo a mi padre dándonos un beso al llegar a casa, su olor a serrín fresco de los pinos y los eucaliptos que talaba en el monte.

Mi primer año en la escuela fue lamentable: la profesora no me hacía ningún caso, yo no hablaba con nadie y me escapaba cuando ella no se daba cuenta. Cuando llegaba a casa, mi madre se quitaba el mandil, se calzaba los zapatos de la compra y recorríamos juntas y en silencio el camino de la escuela, devolviéndome a aquél suplicio de niños salvajes que nos levantaban las faldas, y de guerras de libros volando por el aire, mientras la maestra se entretenía en el pasillo con su amiga y vecina de aula.

Así que llegué a primero sin saber leer ni escribir.

Doña Aventura era vieja, y de mirada astuta, con una férrea disciplina para todo: nos hacía rezar firmes, al llegar a clase y antes de salir. El mandilón tenía que estar impecable, y no nos permitía ir al baño en mitad de la clase, así que había niñas que se meaban en el asiento y no decían nada, hasta que algún niño se chivaba al ver el círculo amarillo bajo la silla. Por supuesto, se lo hacía limpiar, lo mismo que si vomitabas.

El primer día escribió un enorme dictado en la pizarra y nos ordenó copiarlo.

Yo escribí las vocales – lo único que sabía hacer- y me entretuve mirando un barco bajar por la desembocadura del Nalón, hasta llegar al ancho mar turquesa, como el cielo de septiembre.

La niña de enfrente se enredaba el pelo largo y azabache, riéndose y gesticulando con las manos, animándome a que hiciera lo mismo.

Doña Ventura llegó hasta nuestra fila, y me cogió el cuaderno.

-Se puede saber por qué no has copiado el texto?- Me arrojó la libreta sobre la mesa.

Yo miré por la ventana, casi podía oler el salitre del mar y oír el murmullo de las olas batiéndose y deseaba con todas mis fuerzas ser una marinera entre redes y peces y no tener que ir ni un día más a la escuela.

Resultaba que el niño que se sentaba delante de mí – Jesús el Molu, gitano – tampoco sabía leer y Marian, la niña de los enredos sólo tenía tres renglones escritos.

Así que nos convertimos en inseparables a la fuerza, porque Doña Ventura nos mandaba todas las mañanas sentarnos en su mesa, y nos pasaban las horas sumando, restando y leyendo, todo sin levantar la cabeza, por miedo a que nos atizara con sus dedos retorcidos por la artrosis.

Jesús ocupaba las tardes dibujando caballos, que luego me regalaba:

-La yegua que ha parido un potrillo.

Los meses fueron cayendo del calendario, hasta que llegó diciembre, con sus guirnaldas doradas, el muñeco de nieve en la parte de atrás del colegio y las notas.

En mis notas, sólo había un gran sobresaliente vertical, cruzando todas las casillas, de arriba a abajo. No se las enseñé a nadie, esperé al final de la clase, y me acerqué a la mesa de la maestra.

Faltan notas, seño, debió de olvidarse- susurré.

Ay! Pero mira que eres inocente!! Eso es sobresaliente en todo!

Luego sacó del cajón un paquete envuelto en papel de regalo.

Para ti. No suelo hacer regalos a los niños, en fin, espero que te guste- casi vi una sonrisa en su mirada. “ Las aventuras de Tom Sawyer”.

El domingo me levanté temprano, y vi a mi padre ojeando el libro sentado junto a la ventana. Me pidió que le leyera algo. No sé si el niño le recordaba a él mismo en su infancia, un espíritu libre y valiente, o si le gustaba que yo le leyese, lo cierto, es que el siguiente sábado se quedó en casa y leímos juntos, y después salimos de paseo. Era una tarde soleada, caminamos por delante del huerto del médico, la casona ahora en ruinas y abandonada, con sus palmeras derechas y majestuosas, luego entramos en la zapatería Viesca, y salí con unas botas nuevas de piel y charol granates, y mi hermano con unas de montaña. Bordeamos el parque, con los árboles desnudos y los niños comiendo pipas sentados, y paramos en el escaparate de la librería de Ana Mary, que vendía libros, juguetes y figuras de porcelana. Llevamos un Jeep, una muñeca y un libro de Enid Blyton, todo apuntado, para ir pagando poco a poco.

El libro de Tom Sawyer, trajo un arco iris a mi casa, y yo sentía a aquella maestra y a aquéllos primeros amigos de la escuela, como parte de mi vida y de mi familia.

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