A pesar de haber crecido oyendo historias del Marruecos colonial nunca antes de aquel verano habíamos oído hablar del Tangerino. La edad había convertido la cabeza de mi padre en escabeche, borrando de ella hasta la memoria de nuestros nombres, pero el alias de aquel personaje resistía a la devastación y aparecía últimamente en sus labios a toda hora junto a nombres de valles y montañas del Rif, algunas veces revuelto con nombres del presente y otras con los viejos nombres, mil veces oídos, de aquel pasado remoto y ya casi mítico.

El Tangerino se había vuelto tan omnipresente aquellos días que todos nos preguntábamos quién podría ser, aunque mi hermano Quique ya había sentenciado: ¨Sería algún moro de sus cacerías, no le deis más vueltas¨.

Mis otros hermanos, se lo tomaban con humor y añadían otro cubierto a la mesa, indicando, entre risas, que era posible que el misterioso moro se presentase a almorzar en cualquier momento.

Aquel verano yo acompañaba al viejo por las mañanas en la casa que habíamos alquilado en la provincia de Valencia. Mientras, el resto de la troupe dibujaba en el aire estampas de Sorolla en una playa cercana con toda su patulea de prole sedienta de sol y castillos de arena que se deshacían a golpe de ola.

Mi pretensión también era como alzar un castillo de arena, una quimérica reconstrucción del pasado usando sólo el adobe incierto de la memoria deslavazada de mi padre y un puñado de fotos que había traído conmigo para ayudarle a recordar. Sin embargo, por momentos, el viejo tenía fogonazos de lucidez y su recuerdo se volvía tan preciso como su viejo fusil mauser k98, que aún conservaba, como una reliquia, en nuestro domicilio madrileño.

—¿Papa, quién era el Tangerino?, ¿es alguno de estos?

Pero él volvía por sus fueros con sus historias de monterías.

—En la gaba el jalufo se encama al oler la rehala y se jode el gancho. Hay que esperar que cambie el aire y no pueda oler a la jauría.

—Ya, papá, pero yo no quiero aprender a cazar jabalís. ¿Está el Tangerino en esa foto?

Desoyendo mi pregunta posó el dedo sobre un joven al que un rayo de luz ocultaba casi por completo y dijo: “Azrur”.

—¿Quién era Azrur, papá?

—Azrur, mi secretario, era un muchacho dulce y delicado como el cuerno de gacela, con el que solía agasajarme.

—Nunca antes le habías mencionado que yo recuerde.

La casa estaba en un alto que dominaba el amplio valle de la Valldigna. Al final del cauce del río Vaca, que atravesaba amplias zonas de marjales y cultivos, se divisaba el mar. Vi a mi padre mirar al horizonte y pensé si esta zona tan abruptamente montañosa, cercana al mar, no guardaría un aire de secreto parentesco con esa otra orilla del Mediterráneo y los escarpes, colinas y valles que van de Saida a Tetuán.

No sabría decir si era el paisaje, mi insistencia o el cálido terral africano de esos días el que había convocado a aquellos fantasmas del pasado, pero mi padre se hallaba de nuevo de cacería en el Rif y jaleaba con voces en árabe a unos fantasmagóricos batidores bereberes.

—¡Lal- lah, lal-lah, Drab al hal-luf!

Al verle gritar, Elvin, su cuidador ecuatoriano, me reconvino: “No le conviene excitarse tanto, don Fernando”, pero yo insistía en seguir meciendo los cangilones del recuerdo para saciar mi curiosidad: “Tranquilo, Elvin, sólo conversamos”.

Proseguí por el lado de la caza, su debilidad.

—¿Era buen cazador el tangerino?

—¿Estás de broma? —respondió raudo—, la mejor escopeta de Tánger a Tetuán. Nada se resistía a su mauser 98.

—Ah, ¿tenía un mauser como el tuyo?, ¿cómo podía un moro poseer ese arma, papá?

—El tangerino era tan español como yo, un traficante de Tánger. —dijo de pronto con evidente desprecio.

No sé por qué había dado por hecho que se trataba de un marroquí. Comprendí que desconocía demasiado. Ese día no pude averiguar nada más, pues a partir de ese momento, su discurso, en el que volvían a repetirse los nombres de Azrur y del Tangerino, se volvió por completo ininteligible.

A la tarde regresaron todos con sus bromas y comencé a odiarles un poco por esas chanzas. Durante la inevitable barbacoa y las copas, los chistes se repetían. Deseaba que regresasen pronto a su vida de perpetuos domingueros para poder reanudar nuestros diálogos, si es que podían llamarse así.

Al día siguiente le mostré otra foto a esa hora de la mañana en la que el Sinemet le mantenía extrañamente enchufado.

— ¿Dónde es esto, papá?

—Kabila de Meserah, la montería del caíd. Ahí cayó el Tangerino.

—¿Cayó? —pregunté.

Pero ya no respondió, quedó adormecido y despertó al rato muy agitado.

— ¡Vamos, ial- lal!!

—¿A dónde, papá?

—Volvemos al aduar, hemos de dar cuenta del accidente, el Tangerino se me ha cruzado cuando iba a revolcar un guarro. El caíd tiene negocios con él, no le gustará ver su cadáver.

—¿Mataste al Tangerino?

Entonces se volvió hacia Elvin, que acababa de aparecer con un zumo, le miro con severidad y se dirigió a él muy serio como si hubiera sido él quien formulase la pregunta.

—¡Ya se lo he repetido mil veces, señor caíd, el Tangerino se cruzó. La bala procedía de su rifle porque era un regalo suyo, por nuestra amistad. Empiezo a estar harto de tantas preguntas, la administración del Alto Comisario ya se pronunció!

Elvin le miraba anonadado.

Entonces se volvió hacía mí y me susurró: “El Tangerino era un perro y no merecía otra cosa. No volverá a molestar a Azrur ni a intentar robarme sus dulces”.

Aquel fue el ultimo verano de mi padre, su demencia pronto derivó hacia un profundo mutismo. Aquellos seres volvieron al olvido, sólo el mauser, dormido en el desván, podría contar lo que sucedió de verdad en la montería del caíd y es sabido que los rifles rara vez hablan, salvo para poner punto final con la sequedad de su tos.

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