Recuerdo bien la figura alta y severa de mi abuelo. De pocas palabras, casi nunca hablaba de su infancia. Yo pensaba entonces que, al contrario de la mía, su infancia había sido muy triste. Reconstruyo esta historia a través de comentarios familiares y de la expresión de horror de mi abuela cuando en una conversación casual se pronunció la palabra “pogrom”.
Bessarabia, Rusia (actual República de Moldavia), marzo de 1898
José recordaría durante el resto de su vida aquella noche de horror, sangre y fuego. Los gritos de “muerte a los judíos” atronaban las calles. Los cosacos entraron a todo galope en la aldea, seguidos por los soldados del ejército zarista. Con hachas rompieron vidrieras y destrozaron paredes de madera; invadieron las casas, tiraron afuera muebles, ropas y colchones; tajearon acolchados y almohadas, llenando el aire de plumas blancas que flotaban como copos de nieve. Sacaron a los moradores a empujones, para después, en la calle, pegarles con palos o acuchillarlos con sus sables; arrastraron a las mujeres por los pelos, a muchas las violaron antes de matarlas; viejos y niños aterrorizados trataban de huir y eran golpeados sin piedad por la turba llena de alcohol y de odio. La sangre de muertos y heridos tiñó la tierra.
Esa mañana José se había levantado muy temprano. Una claridad grisácea bañaba los tejados y dejaba entrever las siluetas de los transeúntes. La nieve comenzaba a derretirse y el barro cubría las calles de la aldea. Chapoteaban caballos y carruajes, y los peatones caminaban con dificultad.
Se vistió, tomó una taza del té que su madre había dejado preparado en el samovar, y comió un trozo de pan. El magro desayuno debía alcanzarle para toda la jornada escolar, pero él sabía que pocas horas después el hambre se haría sentir, y no tendría nada para echar a su estómago.
Tomó los libros y se dirigió a la escuela. Mientras marchaba, pensó preocupado que no había aprendido bien la lección para ese día; la tarde anterior se distrajo vagabundeando con sus compañeros, y al volver a casa debió ayudar a su madre, por lo que sólo dio un vistazo apresurado a los textos antes de que le ordenaran apagar la vela. El maestro los obligaba a rezar y a recitar de memoria pasajes enteros de la Biblia y de los libros sagrados. Cuando se equivocaban, los castigaba. Debían extender las manos, y el maestro les pegaba con una regla. Los dedos helados, morados por los sabañones, dolían con cada uno de los golpes.
En su casa también sabrían que no había estudiado. La madre trataría de protegerlo, como siempre lo hacía, pero la reacción de su padre le inspiraba todavía más temor que los castigos del maestro.
Para apartar pensamientos tan negros, se dijo que ya tenía catorce años, y que ese era su último curso en la escuela judía de la aldea. Su sueño era viajar a la ciudad para seguir estudiando, o para trabajar en lo que fuera. No le asustaba el trabajo duro, y quería conocer la ciudad y el mundo.
Al llegar a la escuela percibió un ambiente raro. Los maestros hablaban entre sí en voz baja; comentaban que había terminado la festividad de la Pascua Rusa, y que el mismísimo Patriarca había llamado a sus fieles a realizar un “pogrom”. El año anterior, en aldeas vecinas, hubo ataques y saqueos contra los judíos. Su madre le había explicado lo mejor que pudo el significado de la palabra: pogrom significaba devastación.
Por fortuna, el maestro no estuvo muy atento a las lecciones, y José suspiró aliviado cuando, cerca del mediodía, les dijo que podían volver a sus casas. Les recomendó que no se distrajeran, y envió un mensaje a los padres: no salgan, permanezcan todos en sus hogares.
Al volver a casa, notó el pueblo muy silencioso; las pocas personas que transitaban iban arrebujadas en sus abrigos, y caminaban apuradas con la vista baja.
Encontró a la madre trajinando en la cocina. El padre y el hermano mayor no habían vuelto aún del campo. Las hermanas ayudaban a su madre lo mejor que podían; eran pequeñas aún, y no resultaban de mucha utilidad para trabajos pesados.
José advirtió a su madre:
—Mamá, en la escuela dijeron que habrá un pogrom. Que después de la Pascua vendrán a atacarnos. ¿Quieres que le avise a mi padre?
—Hijo, será que Dios así lo quiere. Quédate en casa con nosotras, tu padre debe estar por llegar.
De modo que José cortó leña, acarreó agua, y paleó la nieve de la entrada lo mejor que pudo. El padre y el hermano no volvieron, y caía la noche cuando vieron las antorchas y escucharon el galopar de los caballos.
Durante el ataque, José y su familia permanecieron ocultos temblando y rezando en una habitación trasera de la vivienda, hasta que los descubrieron y los arrastraron a la calle junto a los demás vecinos.
A él lo vieron alto y fuerte, y recibió la mayor parte de los golpes tratando de proteger a sus hermanas y a su madre. Quizás porque su Dios se apiadó de ellos pudieron salvarse de la muerte o de la violación. Su hogar quedó destruido, las pocas cosas de valor robadas, y el resto de los muebles y enseres destrozados en la calle.
El saqueo duró varias horas, y a medianoche comenzaron los incendios. La aldea entera se convirtió en una gigantesca llamarada. Mientras los agresores huían con su botín, los sobrevivientes comenzaron a contar sus muertos y a prestar asistencia a los heridos.
El padre y el hermano llegaron por la madrugada; contaron que al acercarse a la aldea vieron el pogrom y no pudieron volver a casa.
Con mucho esfuerzo los aldeanos comenzaron a reconstruir sus viviendas y a retomar sus tareas. El maestro continuó dando clases, los campesinos volvieron a arar y a sembrar, los granjeros recuperaron los pocos animales que se habían salvado del saqueo o de las llamas. Con porfía, la vida siguió.
OPINIONES Y COMENTARIOS