Las tres muertes de mi abuelo

Las tres muertes de mi abuelo

Paulina Bouzas

13/12/2016

Cuentan mis tías que mi abuelo murió tres veces. Durante aquellas comidas familiares de los domingos, sabíamos que el que mi abuelo estuviera sentado en la cabecera de la mesa era un milagro. Iba bien arreglado y feliz, con una copa de vino en la mano y listo para cantar incluso sin música.

Aunque jamás fui muy cercana a él, siempre sentí curiosidad por su vida. Supe que estudió ingeniería química, se graduó con honores, se casó con mi abuela, tuvo cinco hijos y después abandonó a su familia. Tuvo otras cuatro esposas, otros cinco hijos, hizo una fortuna vendiendo sus propios productos, y después lo perdió todo. El alcoholismo lo llevó a vender sus propiedades, quedar endeudado y ebrio. Mis tías se encargaron de internarlo en clínicas de rehabilitación y hospitales, de sacarlo inconsciente de restaurantes, de pagar deudas a agencias de viajes y de conciliar sus disputas maritales.

Primera muerte

Con su adicción avanzando a pasados agigantados, mis tías decidieron llevarlo a una clínica en donde lo podrían cuidar todo el día. Así aseguraban que se mantuviera sano; sin embargo, debido a su delicado estado de salud, la mayoría de las clínicas lo rechazaron. Finalmente lo pudieron internar en un lugar de calidad cuestionable donde aceptaban a toda clase de personas.

Pasaron meses en los que mi abuelo vivió en ese lugar y lo íbamos a visitar los fines de semana. A veces me tocaba a mí quedarme con él mientras mis tías platicaban con las encargadas acerca de las necesidades de su padre. En esos momentos que pasábamos a solas, mi abuelo me contaba de los productos que había inventado y vendido por mucho dinero. Me contó de sus días en las costas europeas, su tiempo viviendo en España y de la calidad del jamón serrano en diferentes restaurantes españoles.

Meses después de que lo internaron llamó la encargada a mi casa para informarle a mi madre que mi abuelo se había escapado. Sin idea de por dónde empezar a buscar mis tías llamaron a las autoridades, buscaron en sus restaurantes favoritos, visitaron a sus conocidos, su antigua casa, los bancos y los casinos. Mi mamá estaba convencida de que se había emborrachado, lo habían atropellado y el cuerpo se encontraba tirado en algún lugar sin ser reclamado. Pasaron días y semanas sin tener noticia alguna. Mis tías pretendían no angustiarse pero yo sabía que en realidad cada una pensaba que su padre había muerto.

Pocos días después llegó una tarjeta postal a la casa. Mi abuelo escribía desde Noruega, a donde se había fugado con la cocinera de la clínica en México. El motivo de la carta no era reportarse, sino comunicar que los restaurantes noruegos eran maravillosos e informar que necesitaba que le enviaran dinero porque ya no le alcanzaba para comprar un boleto de regreso. Todos nos preguntamos lo mismo: ¿cómo le hizo para viajar hasta Noruega?

Cuando mis tías fueron a hablar con los encargados de la clínica, les explicaron que mi abuelo había estado haciendo negocios con los otros huéspedes. Ese dinero, junto con lo que le quedaba en el banco, lo utilizó para comprar dos boletos a Noruega y así fue como se fugó.

Segunda Muerte

Con mi abuelo de regreso en México, mi familia continuó las actividades cotidianas hasta el Día del Padre del siguiente año. Cuando cada una de mis tías trató de llamarlo para felicitarlo, ninguna tuvo éxito. De nuevo se emprendió una expedición a su casa, los bancos, los casinos, sus restuarantes favoritos y nada. Finalmente volvieron a llamar a las autoridades pero esta vez les respondieron que un señor con esas mismas características había sido atropellado cerca del domicilio que reportaron y que debían irlo a identificar a la morgue. La pesadilla de mi madre parecía hacerse realidad. En un mar de llanto las hijas de mi abuelo se preparaban para lo peor. Dado que ninguna quiso ser la responsable de reconocer el cuerpo de su padre en la morgue, fue el esposo de mi tía Gaby, Fernando, quien fue a identificarlo.

En cuanto entró al cuarto helado en donde le presentaron a un cadáver sin identificación en el pie, Fernando se sintió mareado. Hizo su mejor esfuerzo por acercarse al cuerpo y sin mirar dos veces confirmo que sí, se trataba de Heliodoro Monroy. Sus grandes anillos, manos bien cuidadas, chamarra de cuero y cabello pintado lo hacían inconfundible. Una vez identificado mi tío avisó al resto de la familia que era tiempo de ir arreglando el funeral.

Afortunadamente, antes de que se sacara al supuesto Heliodoro Monroy de la morgue, mi abuelo llamó a mi tía Gloria. Había recibido su llamada en la mañana y apenas había tenido tiempo de responder; había invitado a una nueva novia a la playa de Acapulco. Cuando le contaron lo ocurrido rió como no había reído en mucho tiempo y sugirió no corregir a las autoridades, enterrar al cadáver y así se terminarían sus deudas bancarias. Mis tías, indignadas y a la vez aliviadas de que su papá se encontraba en otro viaje romántico, corrigieron el error en la morgue y cenaron juntas para celebrar aquel Día del Padre.

Tercera Muerte

En sus últimos años mi abuelo logró estabilizarse. Una vez por semana comía en mi casa, limitándose a una copa de vino. Tenía una relación estable, hablaba frecuentemente con todos sus hijos y con mi abuela llevaba una relación pacífica. Fue hasta varios años después cuando mi mamá recibió una llamada diciendo que mi abuelo se había caído en el baño. Era domingo en la mañana y cuando mi mamá llegó al departamento de mi abuelo, lo encontró inconsciente en el piso del baño.

Horas después de esa llamada mi abuelo murió en el hospital. Su corazón dejó de latir de la misma manera inesperada y sorprendente como había sido su vida. A su velorio asistimos todos: nietos, hijos, ex esposas, amigos, colegas y todas aquellas personas que lo conocieron en los buenos y malos momentos.

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