Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.26 «Vidas paralelas»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.26 «Vidas paralelas»

XXVI

Vidas paralelas


Mientras Amanda viajaba por rutas solo conocidas por baqueanos de la Agencia en dirección al destino donde prestaría servicios, por un corredor paralelo, sin que ella lo supiera, Jorge hacía lo propio escapando en el mismo sentido. A la primera oportunidad que se le presentó el muchacho levantó vuelo y se tomó el olivo. Tucumán, Salta, o Jujuy, cualquier de las tres, era su primera meta y allí se dirigía. Ir más lejos lo decidiría con el tiempo si es que tenía oportunidad de hacerlo.
Era el destino que imaginó desde el primer momento en que pensó en desertar de la escuela militar. Siempre quiso ir hasta los confines de la patria y eso que no tenía nada que lo referenciara a aquellos lugares. Soñaba con encontrarse con las estribaciones del altiplano cuando se lanza hacia las elevaciones de la Puna, hacia la frontera última donde los cerros se hacían montañas, las montañas quebradas y las quebradas rodeaban a los valles con su ancestral abrazo rocoso.
No escapó previendo los riesgos y tampoco imaginando algún éxito. Era demasiado joven tanto para tomar previsiones como para especular con laureles de una augusta victoria personal. Pedirle a alguien de la edad de un niño, un tanto mayor, que fuera previsor, era más que exagerar la nota, esa es tarea de hombres. Jorge, vaya paradoja, era un niño en el cuerpo de un hombre. Y muchas cosas las pensaba o imagina desde esa rara perspectiva. No se le hizo fácil al principio congeniar con esa exageración en el crecimiento que alteró definitivamente el curso de su vida.
En él todo era vertiginoso, estaba como apurado por crecer, por amar, por fumar, por beber. Y sus ideas se atolondraban en su cabeza. Así que los porrazos no eran difíciles de suponer. Y avanzaba en dirección a un rotundo fracaso sin interesarle demasiado las consecuencias. Todo era preferible antes que ese destino que se le quería imponer. Pero lo avisó en cuánta oportunidad tuvo: ni militar, ni pianista. Así de simple. Cuatro palabras fáciles de comprender. El que avisa no traiciona, dice el refrán popular. Ni militar, ni pianista. ¿Y entonces qué?
Cuando se hizo adulto y las cáscaras de la formalidad se desprendieron, apareció lo que larvó desde la infancia, un bohemio, una mezcla de poeta y místico aferrado a las profecías de las cartas astrales y los misterios de la astrología. Amante del póker y del ajedrez, juegos para los que tenía una extraordinaria habilidad y los que jugaría por dinero donde se presentara la ocasión. Entusiasta aficionado al billar, la madrugada lo podía encontrar en “La Academia” o en “Los treinta y tres billares”.
Amante sin escrúpulos, ¡ninguno! Altas o bajas, gordas o flacas, lindas o feas, santas o prostitutas, todas eran amables y a todas las amaba por igual. Nunca por dinero, solo por amor o como él entendía el amor.
Bebedor insaciable de ginebra a la mañana, vino rosado al mediodía y tinto a la noche. Riguroso orden para su alcoholismo y todo en cantidades abundantes. Era frugal para comer, pero que fuera carne asada y en especial, matambre.
Fumador empedernido de cigarrillos rubios solo encendidos con un caruzito que le regaló una mina. Si Amanda la hubiera conocido, habría recitado por ella.

Era una mina bien, era un gran coche,

era un packard placero, era una alhaja:

auto que siempre trabajó de noche

llevando siempre la bandera baja.1

Peronista rabioso. (Alguna vez pensó para sí: “Si la vieja gorila me hubiera escuchado cantar “Los muchachos peronistas”, ¡qué quilombo que se hubiera armado!”). Escapado se involucró en la resistencia peronista.
La fuga no le inspiraba miedos. ¿Qué podía perder? Si se quedaba, estaba condenado a la amargura constante. Si Jorge tuvo algo claro desde el inicio, es que él no había nacido para la tristeza. No era un ganador. ¡Cómo iba a serlo! La madre murió en su nacimiento; Miguel se ocupaba de recordárselo con frecuencia. “Mamá murió en el parto, mamá murió en el parto” ¸ escuchaba esas palabras, aunque nadie las dijera. Y su abuela sonreía entre las sombras.
Asmático hasta la asfixia, humillado por la medicina con sus inyecciones de orina y por una nigromante que le colgó un bicho canasto en el cogote solo por sacarle dinero a su abuela. Bajo el dominio de otro médico loco salido de un libro de la inquisición, quien llegaba hasta su cama portando un minúsculo martillo neumático que se lo ensartaba en los orificios nasales y lo atormentaba durante largos períodos. “Masajes, buenos. Masajes, ¡muy buenos!, repetía el aprendiz de brujo mientras a Jorge le sangraba la nariz hasta ulcerarse.
Impedido de jugar como cualquier niño y tratado como un lisiado. Durante años lo apodaron “Alpi”, y ¡guarda! con protestar porque venían las piñas.
Un triciclo era como una nave espacial, jugar al fútbol más complicado que viajar alrededor del mundo en un globo aerostático; correr algunos metros como escalar el Aconcagua. Meses y meses postrado en una cama a la que se lo mantuvo atado para que acatara el inútil remedio de las cosas prohibidas. Todo el tiempo el sonsonete de que eso no se puede, esto no se hace, aquello no te cura, lo otro te fatiga.
Separado de su hermana por caprichos que no podía comprender. Convencido de que su padre se alejaba de él como lo hizo de Amanda. Radicado en Brasil, dedujo con razón que no regresaría por mucho tiempo. En manos de su abuela sería tratado como un pelele de arcilla blanda, fácilmente maleable. Un botarate con uniforme militar y un pianito de juguete colgando del pescuezo mientras un bicho canasto sordo le dictaba la partitura: “carrera ¡march! ¡Cuerpo a tierra! Carrera ¡March! ¡Cuerpo a tierra! Si no cumplía con lo esperado, un maldito martillito neumático le perforaría la cabeza hasta la lobotomía.
Solo quedaba escapar. No había elección.
En la primera fuga, cuando escapó de la casa paterna y se refugió en lo de Amanda, un ensayo premeditado, escribió con un crayón negro en la pared del zaguán del palacete de su abuela: “Esta no es mi casa”, repitiendo las palabras de su hermana a las que recurría cada vez que él le mencionaba el asunto de su partida.
Eriseta borró la inscripción ella misma, para impedir que la servidumbre se anoticiara que el fracaso le correspondía a ella y no a Amanda o a Jorge. Si dos nietos se consideraban extraños en aquel lugar, ajenos a ella, era porque algo había fallado de entrada.
Eriseta primero y Miguel después, rompieron los vasos comunicantes por donde los sentimientos amorosos fluyen de un ser a otro para poner de manifiesto la gracia de estar juntos. Ni Amanda ni Jorge querían permanecer en un hogar vaciado de amor. Escribiría un interrogador con cabeza en forma de pepino: “clara influencia materna”. La vecina alemana diría: “lo que nace estrecho, muere estrecho”.
Con ese mismo crayón negro con el que escribió en el zaguán de la casa de su abuela y que conservó como una presea, escribió en la pared de un baño de la escuela: “No quiero ser militar. No quiero tocar el piano”. Pero para que nadie si hiciera el distraído con esas dos negaciones escritas en la pared, estampó su firma con letras grande y claras debajo del grafiti “Jorge Da Silva”, y agregó más abajo, “para que nadie dude que fui yo”. Última estación del tren de la expulsión.
Amanda presentía el derrotero de su hermano, no lo sabía pero lo presentía. Ese presentimiento le dio serenidad, porque que ambos marcharan en dirección al norte aún por caminos muy diferentes, era un albur extraordinario.
Ella siempre presintió a Jorge, desde que lo buscó en el maletín del médico cuando llegaba a la casa para atender el embarazo de Anita. Cuando lo tuvo en sus brazos por primera vez y él le acariciaba el rostro con sus pequeñas manos. Cuando esporádicamente Miguel la retiraba del internado y podían estar juntos más no fueran esos breves momentos. Cuando puso en sus manos la flor de tamarindo y él la abrazo para explicar su despedida.
No podía saber si Jorge sentía lo mismo que ella, pero eso, a Amanda, no le preocupaba. Viajando hacia su destino, lo percibía huyendo corrido por una palabra de apenas nueve letras.

¡Expulsión!
¡Expulsión!
¡Expulsión!

Expulsión, con su largo dedo índice, señalando al destinatario de la pena, como con ella, por un poco crencha engrasada en unos versos alucinantes.
Y la expulsión se hizo Verbo: Expulsar, y golpeó tres veces a la puerta del desierto. ¡Expulsar! ¡Expulsar! ¡Expulsar! ¡El éxodo había llegado! ¡A vagar por el desierto durante 28 años!
Expulsar: para Jorge, el nombre de una deidad confusa pero tangible. Adorable. Libertadora. “¡Santa Expulsión líbranos de todos los males!” Amén.
La invitación para presentar a la deidad en exclusiva misa pagana, la estamparon con tinta bien negra en un telegrama del Correo Argentino. “Por favor – punto – Concurrir urgente – punto – Reunión con director – punto – situación alumno Jorge Da Silva – punto final.
Salió de la escuela militar con la intensidad del vuelo de la piedra con la que el pequeño David derribó al inmenso Goliat.
Miguel aprovechó su viaje para sacarse el balurdo de encima y le encargó a su madre que fuera ella quien respondiera a la convocatoria. Había quedado como tutora de Jorge y en ausencia del padre, siendo huérfano de madre, tenía todas las responsabilidades sobre él. Celebró no tener que enfrentar a las autoridades de esa institución con la que le convenía mantener buenas relaciones. Eso, para él, era más importante que lo que ocurría con Jorge. Su hijo, estaba seguro, era un caso perdido. Como Amanda.
Por eso su madre, ejerciendo la tutoría, quedó a cargo del trámite. Pero ella no sospechaba el motivo real de la perentoria convocatoria.
Eriseta llegó en colectivo al campo militar. Por un capricho de esos que se le daba con regularidad, rechazó viajar en automóvil llevada por su chofer. Todos en su casa le señalaron lo poco atinada que parecía su decisión. Hasta las mosquitas que solían orbitar su cabeza desistieron del viaje. Lo bien que hicieron. Perderían para siempre ese huraño reducto del que se aprovechaban alegremente.
Regresaría casi de noche de un viaje de más de dos horas; sola, cansada, una mujer poco habituada a ese tipo de incursiones. Además, y eso preocupaba a las sirvientas más veteranas, seguía con esos achaques que se negaba a consultar con el médico familiar. Nada había en el mundo que dos aspirinas no pudieran arreglar. Antes de salir para la entrevista, disolvió dos en un vaso con un poco de agua y azúcar y lo bebió por completo. Sin embargo, el dolor, no menguaría.
Pero quería hacer el viaje de ese modo, tal vez porque necesitaba salir, distraerse, disfrutarlo como si fuera un paseo.
La reunión estaba convenida a las quince horas. El viaje le significó un esfuerzo desmedido. El colectivo tardó mucho más de dos horas en llegar desde las cercanías de su palacete de la calle Parral hasta el campo militar. Como era una mujer precavida salió con mucha antelación y eso evitó que llegara vergonzosamente retrasada. Nada peor en una institución militar que llegar fuera de horario. Lo dijo Perón, “al pedo, pero temprano”, al pedo, pero puntuales.
Luego del largo viaje en el colectivo, tuvo que caminar casi un kilómetro hasta la entrada de la escuela, y eso la cansó completamente. Hacía mucho tiempo que no caminaba. Se había habituado a viajar en automóvil con su chofer, de aquí para allá. Fueran distancias largas o cortas, siempre en auto. Caminar, poco y nada y cada vez menos.
Cuando llegó a la entrada del campo, se sorprendió porque aún le faltaba varios cientos de metros hasta el despacho del director.
Llegó extenuada. No tuvo dudas de que algo no andaba bien en su salud. Mujer vital y activa, esa fue la primera vez en que se sintió vencida. Pero iba dispuesta a pelear lo que fuera, estaba enfurecida contra esa institución militar que se demostraba incapaz, según ella, de apreciar las aptitudes de su nieto. No toleraría que una manga de borregos con uniforme de cartón echara a perder el porvenir de un seguro brillante oficial de las fuerzas armadas de la nación.
Por eso se esforzó en aparentar vitalidad, energía y determinación. Entró al despacho del director como si se tratara de un personaje que merecía especial consideración. En actitud soberbia, imaginándose gallarda, sin atender que, si bien podía sospecharse cierta naturaleza de una alcurnia pasada, si bien sus modales se podían asociar con el proceder de los aspirantes a integrar la oligarquía porteña, a ojos de alguien que no se dejara intimidar por su pavoneo, su comportamiento más podía asociarse con lo patético, lo pueril, y su porte con el del pavo antes de que le retuerzan el cogote para ser eviscerado.
Estaba dispuesta a defender el brillante futuro que ella imaginaba para su amado nieto, como si fuera a defender el destino de la patria entera.
Luego de invitarla a pasar y señalarle que se acomodara en una fina silla de estilo inglés decimonónico –regalo de un fulano para los festejos del centenario–, el secretario del director abandonó el despacho cerrando la puerta tras de sí. Habrá pensado “de la que me libré”, pero se ahorró los comentarios.
El delegado del director entró de inmediato. Saludó a Eriseta con suma cordialidad y caballerosidad, propia de un militar bien educado.
—Tenga usted muy buenas tardes, señora. –Tendió su mano a Eriseta y le sonrió amablemente.
—Eso está por verse. –Le respondió mientras apretó con fuerza la mano del militar para que tuviera una señal de cuál era su verdadero estado de ánimo.
—Estoy en representación del señor director, quien no pudo hacerse presente por estar comisionado por sus superiores a otra tarea.
—¡Qué despropósito! –Exclamó disgustada–. Me cita el director, pero manda a un subalterno.
—Soy quien preside el cuerpo docente, y por eso el señor director me solicitó, atendiendo a los antecedentes del caso, que fuera yo quien asistiera a esta entrevista cuando supo de su impostergable comisión.
El militar se quedó observándola con preocupación. Sabía de sobre que la conversación sería difícil y eso no lo inquietaba demasiado, pero la notó cansada y más avejentada de lo que él sospechaba. La conoció de vista en alguna actividad hípica del ejército. Recordaba que su esposo era un aficionado al hipismo, el que, si bien ya no practicaba, lo contaba entre uno de sus seguidores más entusiastas.
Era correcta la apreciación del hombre sobre Eriseta. Lucía más avejentada y parecía algo disminuida.
La curvatura de su espalda se había pronunciado arrastrada por el peso de sus enormes senos, los que debía sujetar cada vez con mayor esfuerzo en una faja corsé de estoicas ballenas de acero, que amenazaba estallar en cualquier instante.
Llevaba el cabello recién teñido del mismo color casi rojizo intenso que usaba desde hacía años y que un peluquero con exclusividad aplicaba con precisa regularidad. El tono rojizo de la cabellera contrastaba con la blancura del cuero cabelludo que dejaba ver unos surcos que iban desde la frente a la nuca, y que anunciaban una desagradable calvicie.
Su cara, redonda, estaba más maquillada que de costumbre. Esparció por toda ella, hasta las orejas, una gruesa capa de una pasta de color marrón artificial que le daba un aspecto de viejo maniquí como los que exhibía en sus vidrieras la pituca tienda de Harrods Gath & Chaves.
El color del afeite pronunciaba la nariz exagerando sus rasgos y su tamaño y que se ensanchaba de un modo singular hacia los pómulos, los que, mansamente, se deslizaban hacia las pequeñas orejas algo disimuladas por el cabello, cuyos lóbulos tumescentes brillaban reventones por la presión de los broches de los aros.
Los párpados de sus ojos lucían un color celeste pastel que competían con el color de sus ojos. Arriba, las cejas habían sido repintadas sin demasiada prolijidad y perdido ese aspecto de tajito insignificante. Una notable diferencia de grosor y de disposición entre una y otra llamaba la atención del anfitrión, quien podía apreciar sin demasiado esfuerzo que la ceja izquierda era más gorda y más alta que la de la derecha. Eso le daba un aspecto extraño, como si esa ceja hubiera quedado paralizada por algún interrogante que no había podido despejar desde que salió de su casa rumbo a la entrevista.
Los labios resaltaban por ese rabioso óleo rojo de aspecto graso que no invitaba al beso. De ellos huía Jorge, porque detestaba esos besos –como los detestó Amanda cuando los padeció–, cada vez que su abuela intentaba besuquearlo para demostrarle su amor, algo que al niño no le interesaba en lo más mínimo y promovía su rechazo hasta la insolencia de los insultos o incluso de algún manotazo que llegaba a buen destino las más de las veces. Ella, de todos modos, lo consentía hasta cuando era un grosero mano larga.
Su pescuezo lucía más arrugado que de costumbre, aunque tal vez se tratara solo de una ilusión óptica. El maquillaje se extendía justo hasta el límite que marcaba la mandíbula inferior, mientras el cuello carecía del emplaste del cosmético, lo que hacía destacar las arrugas de la flácida, pero, dese hacía un tiempo, abultada papadita que caía hasta casi la unión con el tórax.
Por encima de la camisa de fina seda, el tapado de visón llegaba hasta la cintura, justo por encima de la pollera de muselina de seda negra que no podía, a pesar de su esfuerzo, sostener con disimulo el abultamiento del prominente vientre.
Llevaba sobre los hombros una vistosa estola también de visón. Luego de rodear el cuello, se deslizaba por el pecho un largo collar de legítimas perlas que rodaba justo entre la comisura de sus grandes tetas, logrando distraer al hombre quien trataba de parecer más adusto de lo que en realidad era.
El representante del director de la escuela era un hombre de carácter afable. Oficial de ejército del arma de infantería, tenía cierta simpatía por el régimen depuesto, aunque nunca fue fanático y supo reservar muy bien sus opiniones. De no haber sido así, habría sido pasado a retiro.
Quedó consternado por el criminal bombardeo a la Plaza de Mayo. Lo consideró una brutalidad que las fuerzas militares no debieron haber cometido nunca contra los indefensos civiles que vitorearon el paso de los aviones, confundiéndolos con unos que desfilaban para su entretenimiento. Lamentó el golpe de Estado y consideraba, en conversaciones reservadas, que la ruptura del orden constitucional solo acarrearía desgracias a la Nación.
Rechazaba el mal trato con sus subordinados y mucho más contra sus cadetes. Consideraba desleal que un superior aprovechara su mayor jerarquía para humillar a los subalternos. Era muy respetuoso con los suboficiales, y, además, no permitía que los alumnos de los años superiores abusaran de los nuevos ingresantes.
Amaba su condición de militar, estaba orgulloso de ella. Se inspiraba en los próceres de la independencia como ejemplo a seguir.
Alto, de buen porte, de estado atlético, disfrutaba su trabajo como formador de futuros oficiales del ejército.
Viudo de manera temprana por una penosa enfermedad de su esposa, (se contaba que casi destroza a un tipo a trompadas cuando gritó “¡Viva el cáncer!” lo que le valió algunas semanas de detención), con cuatro hijos, todas sus preocupaciones giraban en torno a ellos y a sus alumnos. Aunque no se apreciaba como un sagaz psicólogo, descifró al instante el malhumor y la inocultable irritación de la visitante.
El delegado tosió tratando de llamar la atención de la mujer y a modo de prólogo de sus palabras.
—Lamento que no haya podido venir el padre. –Dijo esquivando la provocativa mirada de Eriseta.
—Mi hijo está de viaje. Mi nieto es huérfano de madre. Soy su tutora. –Respondió amenazadora.
—De todos modos, y no lo tome como una impertinencia, hubiera preferido transmitirle a él directamente las razones de nuestra convocatoria.
—Esas razones me las dirá a mí, porque para eso vine. Haga de cuenta que él mismo lo está escuchando. –Eriseta no dejó pasar la oportunidad de insistir en su tono pendenciero–. He criado ese niño desde que nació, es sangre de mi sangre. Usted sabe que su madre murió en el parto y desde ese mismo momento su crianza estuvo bajo mi responsabilidad. Nadie lo conoce como yo.
—Lo sé, lo sé. Y aunque no deseo parecer irrespetuoso, le reitero, la presencia del padre habría sido oportuna. Asuntos de hombres deben ser tratados por hombres.
—¡Asuntos de hombres! –Eriseta exclamó con furia, anunciando la tormenta–. ¡Asuntos de hombres! ¿Nos convocó por un asunto estudiantil o para saber si usted o mi hijo la tiene más larga?
El hombre quedó estupefacto. Se explicó, como pudo.
—¡Por favor, señora! ¡No lo tome de esa manera! –el militar quedó impactado por la franqueza brutal de la mujer–. Me disculpó por mis palabras. Nunca imaginé que podían interpretarse de ese modo. –Pero Eriseta fue indiferente a sus excusas.
—Mire señor. –le dijo Eriseta–. Para que no nos confundamos sobre eso de “asuntos de hombres, que deben ser tratados por hombres”. He criado cuatro hijos y atendí a mi esposo hasta su muerte. Limpié la ropa interior de todos ellos a mano, jamás le permití a ninguna mucama que rozara las intimidades de mis varones. No quisiera saber usted qué limpié de mi esposo durante su larga agonía. No conozco ningún hombre capaz de semejante cualidad samaritana.
Sin miedo a exagerar, puedo decirle que conozco todos los olores de los cuerpos de esos cinco varones, de mis cuatro hijos y de mi esposo, Dios lo tenga en la gloria. Sé la forma en que cada uno de ellos ensuciaba sus ropas, y el olor de sus transpiraciones, el olor y hasta el color de todos sus fluidos, porque cada uno excreta lo que es en su esencia.
Hasta el día de hoy, sepa señor, puedo identificar a cualquier de mis hijos con los ojos vendados por su olor, por su presencia, por su respiración. Sé si han pasado una buena o mala noche por el lívido de sus labios, por la expresión de sus rostros, por la sequedad de sus bocas. Y así como conocí en detalle a esos cinco varones que atendí hasta no hace mucho tiempo, conozco a mi nieto mejor que a cada uno de ellos. Nada de un hombre me es desconocido.
El representante del director estaba pasmado. Jamás hubiera predicho que aquel asunto del díscolo alumno pudiera derivar en la explicación de toda la genealogía de aquella familia, en sus densidades escatológicas y en la consistencia más o menos viscosas de los fluidos corporales de cada uno de los hijos.
Eriseta, siguió con su filípica:
—Sé lo que les preocupa a mis hijos sin entrar en confidencias. Ninguna de sus esposas podría imitarme, y aunque se esforzaran por descubrir lo que a cada uno de sus esposos le acontece, no podrían hacerlo.
Sé de asuntos masculinos más que los propios hombres. No se confunda conmigo, señor. Soy Doña Eriseta, y “doña” es un título nobiliario.
No soy “Doña” por vejestorio. Soy como la mujer de Rosas, Doña Encarnación, la última verdadera “Doña” de esta desgraciada tierra que espera aún verdadera restauración. Y eso que no soy rosista, porque no apoyaré en mi vida ninguna tiranía. –Eriseta se autoagitaba a cada instante ante la abrumada mirada del militar–. He hecho cosas que usted ni siquiera podría imaginar, –y dijo estas palabras alzando amonestador su artrítico dedo índice de la mano derecha–. Tengo rango, aunque no tenga jinetas. Conozco el submundo de la política y de las fuerzas militares. Mi esposo llegó al grado de general y compartió la mesa con Falcón, con Richieri, con Uriburu, con Justo. Compórtese conmigo, y, además, compórtese como un verdadero hombre de armas. Sea franco y yo seré franca. Se lo aseguro.
El hombre tardó un buen rato en recobrar la compostura. Nunca nadie le había hablado de ese modo, y menos una mujer. Si se hubiera tratado de un subordinado, le habría impuesto, sin que le temblara la mano, no menos de treinta días de arresto por la insolencia.
—Es usted, sin duda, una mujer de carácter… ¿Señora?
—Eriseta. Llámeme simplemente Doña Eriseta, de ese modo será suficiente.
—Como usted diga, señora Eriseta.
El hombre estiró su pescuezo buscando distender los músculos que se le habían contracturado por la ira, mientras releía la ficha de inscripción de Jorge, buscando recordar el apellido de la familia–. Tenía entendido que era su esposo el oficial de carrera.
—No se haga el gracioso conmigo y deje de buscar el apellido de mi nieto. Yo no soy Da Silva. No desciendo de pringosos portugueses.
—¡Por favor, señora! Usted malinterpreta mis palabras y malinterpreta mis acciones. Solo recordé que su esposo fue oficial del ejército. –Tomó aire para continuar con su explicación–. Revisé el formulario de inscripción porque en él se asientan todas las novedades.
—Mi esposo fue un alto oficial del ejército, un alto oficial de inteligencia, algo que parece que falta en los tiempos que corren. –Dijo y miró despectivamente al militar, quien ignoró la afrenta.
Ella siguió con su discurso.
—Hombre formado en la vieja escuela de la fuerza, la que heredó a Roca, “El zorro”, el genio, el fundador de la nación moderna, del que todo oficial debería aprender con humildad. Mi esposo, un oficial respetuoso de las tradiciones del ejército y respetuoso también de los valores morales del soldado argentino, –y mientras decía su discurso golpeaba cada vez con mayor fuerza en el escritorio del funcionario–. Ya le he dicho y le repito, fue amigo personal de Richieri, amigo personal de Falcón. Combatió a Yrigoyen. Fue Admirador de Uriburu y colaborador de Justo. Acompañó la revolución del cuatro de junio. Y desde que se encaramó en el poder, fue, hasta su muerte, enemigo de ese demagogo pervertido que huyó como un cobarde al Paraguay, con el que ahora, este inescrupuloso ha pactado para acceder a la presidencia.
—No es habitual, para nosotros, hacer ciertos comentarios, señora. Aquí las paredes oyen.
—Si oyen, que oigan, –y amagó con levantarse para que su voz se oyera con más claridad–. ¡Traidores! ¡Oportunistas! ¡Pactar con ese viejo verde! ¡Ese degenerado! –Exclamó exaltada, dirigiendo su boca en todas direcciones de la habitación–. No conozco un solo oficial bien nacido que esté conforme con este contubernio. Se salvó de chiripa el muy hijo de puta en junio del ‘55. ¡Huyó como rata por tirante por los túneles de la casa de gobierno! Todavía me cuesta creer que ni una sola bomba acertó a meterse en su melindroso trasero.
El oficial contuvo por un instante la respiración y exhaló el aire con resignación. Movía la cabeza de un lado al otro tratando de sostener cierta calma que le permitiera llevar la conversación al tema que los convocaba–. Y ahora este amigo de los comunistas vino a traicionar los valores de la Libertadora, pactando con el tirano depuesto.
—Le rogaría cuide sus expresiones cuando se refiere al presidente.
—No me corrija. Yo de política hablo lo que se me da la gana. En el ‘46 voté a la Unión Democrática porque soy democrática. Y este pelafustán se emboscó para simular ser opositor y ahora nos ha entregado en manos del tirano prófugo.
—Respeto sus opiniones, señora. Pero no los convoqué para hablar de política.
—Hable entonces de lo que tiene que hablar y no me haga perder más el tiempo, que el tiempo es oro.
El hombre alzó la vista buscando en el cielorraso la calma que no encontraba en sus palabras. Luego de un instante, revisando el formulario una vez más, habló sin buscar ningún atajo.
—Doña Eriseta, su nieto, detesta la escuela.
—Lo sabemos.
—Detesta la disciplina.
—También lo sabemos.
—No soporta el sacrificio.
—Ha sido un niño enfermo y muy mimado. Nunca le faltó nada. Para que se haga hombre, para que adquiera amor a la disciplina, amor al sacrificio, lo enviamos aquí para que lo eduquen en esos valores trascendentes. Al terminar este ciclo, ingresará al Colegio Militar y se transformará en un verdadero oficial de la Patria.
—Doña Eriseta, temo decirle que no tiene ninguna vocación militar, carece de vocación de servicio. Se pueden fraguar muchas cosas. Se pueden fraguar exámenes, falsificar firmas, mover influencias para alterar los registros de calificaciones, pero lo que no se puede, mi estimada señora, es fraguar el carácter, la voluntad, el deseo de ser militar. Ser militar es una vocación que no puede falsificarse. Tal vez su nieto pueda servir a la patria desde otra profesión. Aunque, le aseguro, también lo dudo.
—Sus opiniones no me interesan en lo más mínimo. Y guárdese mucho de querer insinuar que nosotros hemos falsificado algo en nuestras vidas. ¡Cómo va a dudar de nuestro legítimo amor a la patria! Lo que el niño necesita es disciplina, es aprender el arte del sacrificio, del esfuerzo diario, y ejercitar la vocación de servicio. Eso es lo que ustedes le tienen que inculcar. Para eso tienen los medios, los procedimientos y las personas necesarias para ello.
—En efecto, los tenemos, pero con eso no basta.
—¿Nos convocó para informarnos de sus limitaciones para educar a un muchachito?
—De ninguna manera. Lo hice para decirles que estamos decididos a expulsarlo de la institución.
—Voy a pasar por alto el comentario que acabo de escuchar.
—Señora, pase por alto lo que usted considere, pero nosotros le estamos informando una decisión, no un comentario.
—Le pido que usted y sus superiores pasen por alto también cualquier inconveniente que tengan con mi nieto y cumplan con su obligación de educarlo para servir a la patria.
—Con su nieto sospecho que hemos pasado por alto varias cosas, atentos a su familia, a la que respetamos por su trayectoria al servicio de la patria, atentos a las recomendaciones que nos llegaron oportunamente, y atentos al entusiasmo puesto de manifiesto por la familia. Pero lo que no podemos hacer es pasar por alto sus reiteradas indisciplinas y su falta de espíritu de cuerpo.
—¡Cómo se atreve! –Eriseta se puso de pie enfurecida.
—No es un atrevimiento, se lo aseguro. No se trata de una injusticia. El muchacho no quiere bajo ninguna consideración seguir en este establecimiento.
—¿Y usted cómo sabe eso?
—Porque lo ha dicho en cada oportunidad que tuvo. Me lo ha dicho a mí, en persona, sentado en la misma silla en la que usted está sentada ahora, luego de su última escapada. Y lo ha escrito con letras de este tamaño, en el baño de la escuela para que todo el alumnado se diera por enterado.
—Habrá sido otro, un desgraciadito envidioso para perjudicarlo.
—Debajo de la inscripción, puso su firma. Escribió, ya le digo –buscó un papel en su carpeta–, “No quiero ser militar. No quiero tocar el piano”. y debajo, “Jorge Da Silva, para que nadie dude que fui yo”.
—¡Imposible! ¿Una escapada? ¡Cosa de niño! Usted exagera. –A Eriseta se le iba torciendo la boca, arrastrados hacia abajo sus labios por el enfado.
—No exagero, señora.
—Una escapada es cosa de niño.
—No se trata de una escapada, Doña Eriseta. Si fuera una no los hubiésemos convocado. A veces ocurre que la muchachada joven y vigorosa necesita una escapada hasta los burdeles que rodean la escuela. Somos hombres y entendemos las cosas de hombres, sin necesidad de andar metiendo nuestras narices en los escrotos de los adolescentes. Usted, que ha cuidado sus varones y criado cuatro hijos, sabe mejor que yo de qué hablo.
Pero su nieto, Doña Eriseta, ¡todas las noches se escapa! ¡Todas! ¡Todas! Sin excepción. Se ha vinculado a un grupo de estudiantes que ya han sido expulsados por inconducta. Y aprovechando esas amistades se fuga todas las noches de la escuela.
—¿Y cómo carajo un niño de su edad puede fugarse de este establecimiento? ¿Puede explicármelo antes de que presente una queja a sus superiores?
—No, Doña Eriseta, no puedo explicárselo. Simplemente se escabulle. Y nadie sabe cómo lo hace. Redoblamos las guardias, tapiamos las ventanas, cerramos con candados todas las puertas. Pero siempre encuentra el modo de escaparse. Acá le dicen Houdini, por su habilidad para escapar de todos los lugares y abrir todas las cerraduras.
—¡Qué inoperancia! Sus superiores serán informados de esta situación.
—Doña Eriseta, los primeros que desean expulsar a su nieto de la escuela son justamente mis superiores. Le aseguro que ellos están muy bien informados de la situación. Hemos tenido en cuenta quien fue su esposo y también quien es su hijo. Y, a partir de hoy, también tendremos en cuenta su patriótico espíritu y su encendido carácter, se lo aseguro. Pero mis superiores están más hartos del comportamiento de su nieto que incluso yo mismo, y eso que soy quien padece sus escapadas, sus pesadas bromas, sus desfachateces, cada día, todos los días.
—No puedo salir de mi asombro. Tiene que haber una solución. Él debe ser militar, y tocar el piano, dignificar la familia sirviendo al ejército.
—Tampoco quiere tocar el piano. Supongo que está al tanto de que odia la música.
—¡Le compré un piano para que pudiera estudiar!
—Acá usa el de la institución para esconder los cigarrillos.
—¿Los cigarrillos? ¿Fuma? ¡Si es asmático!
—Fuma cigarrillos Montanares, señora.
—¿Montanares? La marca que fuma Perón. ¡Qué desgracia!
—No sabía que el General Perón fumaba cigarrillos Montanares. Usted, señora, sí que está bien informada.
—¡Usar un piano para guardar cigarrillos! ¡No es para tanto!
—Si fueran solo los cigarrillos lo disculparía. No es correcto que un niño fume, pero no es un pecado capital. Pero debo decirle que no solo usa el piano para guardar cigarrillos.
—¿Qué otra cosa guarda en el piano?
—Profilácticos. Los que, por otra parte, vende entre los demás estudiantes.
—¡Cómo se atreve!
—Se atreve a peores cosas, Doña Eriseta. Se lo aseguro.
—Estoy diciendo cómo usted se atreve a decir semejante cosa.
—¿Por los profilácticos?
—¡Desde ya!
—No me parece mal que los muchachos usen profilácticos para precaverse de enfermedades venéreas. Es más, señora, se lo recomendamos. Aquí los jóvenes frecuentan prostitutas.
—Eso no se lo voy a permitir.
—Creo que es algo tarde para ello, señora. Su nieto siempre está primero en la fila donde prestan servicio las mujerzuelas.
—¡A usted, no le voy a permitir que diga esas mentiras de mi nieto! ¡Apenas en su niño!
—Es un niño, como usted dice, pero de un metro ochenta o más, ya no lo sé. Un niño que creció de golpe, como si hubiera comido la habichuela mágica del cuento de Jack. –Eriseta no podía controlar las sincinesias que gobernaban su rostro y ponían en evidencia su ira y su descontrol. El dolor en su cabeza iba en franco aumento–. Quiero que recapacite sobre este asunto: todo crece en proporción, –el representante con sus manos trató de representar una medida–. No solo se agrandó su espalda, sus pies y sus manos. También se agrandó su miembro. Y él observa ese extraordinario cambio todos los días. Y parece muy dispuesto a disfrutarlo.
Es muy probable que haya un conflicto entre su edad, su madurez intelectual y su tamaño. Pero en el tema que estamos tratando, la edad y la capacidad intelectual no tiene mayor incidencia, en cambio, el tamaño de su pene, sí. ¿Me comprende… Doña?
—¿Cómo va a andar por los burdeles revolcándose con putas como un compadrito del arrabal? ¡Mentiras! ¡Sus palabras son mentiras!
—¿Mentiras? ¡Doña Eriseta! ¿Para qué querría mentirle sobre este asunto!
—¡Mentiras! ¡Usted miente descaradamente! ¡Quiere difamar a mi nieto! ¡Porque odia a los liberales como yo!
—No mezcle las cosas, señora. Aquí los liberales no tienen arte ni parte. Yo no necesito difamarla a usted ni a su nieto, se lo aseguro. Él lo hace mejor que nadie. En eso y otros asuntos nos supera a todos nosotros con holgura. Con su grupete de amigos hicieron entrar una prostituta al cuarto de los alumnos de quinto año. Quisiera no tener que entrar en detalles, si usted me exime de mayores explicaciones. ¿Comprende por qué prefería que fuera el padre quien estuviera aquí, sosteniendo esta conversación?
—¿Una prostituta? ¿Trajo una prostituta? ¿Él solito trajo una prostituta? ¡Explíquese! ¡Y no ande con remilgos conmigo!
—Como usted ordene, señora.
El militar aceptó la orden de Eriseta y decidió no ocultar ningún detalle.
—Solito, no, por supuesto que no trajo la prostituta él solito. La trajo con sus amigotes. Pero en realidad no fue una, sino dos. Una para el grupo en el que participa su nieto y otra para todos los alumnos del quinto año. Hubo un alboroto por el orden con que la mujerzuela debía prestar sus servicios a esos alumnos. Y el alboroto mayor se produjo porque empezaron a discutir los alumnos con la prostituta por dónde debía prestar esos servicios. ¿Me comprende? Mucha demanda, poca oferta. La mujer gritaba que a ella le pagaron por varias simples, pero ninguna completa. Y los muchachos, exaltados, gritaban a coro “¡com-pleee-ta! ¡com-pleee-ta! ¡com-pleee-ta!” ¿Es necesario que explique a qué se referían? –Eriseta movió negativamente su cabeza.
—El oficial de guardia, que fue quien escuchó el griterío, los pescó a todos en plena disputa. La mujer aún está detenida en la seccional correspondiente, algo exaltada. Hubo que prestarle unas ropas porque los muchachos, en represalia por su negativa a satisfacer sus exigencias, le robaron toda la suya. Acusa a los estudiantes de la escuela de haberla querido violar. Y ese, señora, es un cargo muy grave. Aunque si, en verdad, eso hubiera ocurrido realmente, le aseguro que lo más probable es que no hubiera sobrevivido. Basta ver la horda de muchachos de la que estamos hablando y la catarata de testosterona que expelen. Si desea le hago presentar a la prostituta para que despeje sus dudas.
—¿Mi nieto estaba entre esos pervertidos?
—No con esos, por supuesto. Él es apenas de primer año, no podía involucrarse nunca con los de los cursos superiores porque están en alas diferentes del edificio.
Él estaba con su grupo de amigos, encerrados en el despacho de Imaginaria, donde escondieron a la mujer dentro de un cofre, de donde lo sacamos… Excúseme de explicar en qué situación lo encontraron. Había pagado un servicio especial y quería sacarle todo el provecho posible. Nunca hay que malgastar el dinero.
—¿Dinero? ¿Y de dónde sacó el dinero para pagarle a esas prostitutas?
—No podría asegurarlo, ¿ustedes le facilitan alguna suma por mes?
—No, jamás, imposible. Somos muy severos en ese asunto; los menores de edad no deben manejar efectivo, para eso tienen su libreta de ahorro.
—Habrá retirado sus ahorros.
—Yo tengo su libreta, imposible.
—Entonces ha de ser cierto lo que comentan. –Intrigante, el representante del director soltó sus palabras solo por mortificar a Eriseta.
—Y qué se comenta, ¡quiero saber!
—Que lo ganó jugando al póker.
—¿Al póker? ¡Si él no sabe ni jugar a la casita robada!
—Me temo que está equivocada, Doña Eriseta. Dicen que es muy buen jugador, por lo menos ese es el comentario que circula entre los estudiantes.
Los malandrines que van a los prostíbulos a pasar el rato bebiendo y carteando, lo repiten en todos lados. Y hablan de él como si fuera el Mesías. De lo que le pueda dar fe, es que aquí no hay nadie que le gane al truco. Ni al chinchón. Ni a la casita robada. Lo han visto mis subordinados, posee la prodigiosa habilidad de saber qué cartas tiene cada contrincante en sus manos, recuerda el juego desde el inicio al fin. Asombra a todos con esa rara capacidad. No quiero ser atrevido, pero tal vez deberían considerar seriamente explotar tal prodigioso dominio de los juegos de carta.
—Creo que me voy a descomponer. –Eriseta llevó sus manos al pecho– ¡Mi presión! ¡Mi presión! –Sintió su corazón latir cada vez con más fuerza y su cerebro estallar.
—Si quiere llamo al oficial médico, él puede atender su malestar.
—¡Quiero que llame al desgraciado de mi nieto! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
—¿Ahora mismo?
—¡Sí! ¡Ahora mismo!
—No será posible, Doña Eriseta.
—¿Y por qué? ¿Puedo saberlo? ¿Qué se lo impide? –Gritó desencajada.
—Porque no está. Se escapó anoche y sospecho que no va a regresar jamás. No tenemos idea dónde pudo meterse. Creemos que se enteró de que habíamos citado a su padre para expulsarlo. Un paisano que colabora con la Escuela cree haberlo visto en un burdel algo más alejado del que es habitué. Lo fuimos a buscar con una patrulla que registró el lugar, pero no estaba.
—¿Cómo pudo ocurrirme esto? ¡Es nuestra sangre! ¿Cómo pudo ocurrirme esto?
—A usted no le pasa nada, señora. Al que le pasa es al muchacho.
—¡No! ¡No! Yo sé qué ocurre. ¡Es la sangre de esa madre de mierda! ¡Esa zorra que se embarazó para joder a mi hijo!
—¡Señora! ¡Por favor! No tiene nada que ver con la sangre. Deje en paz a la muerta. El hombre que ha de ser militar nace, no se hace. Aunque usted lo desee más que nada en el mundo, ese muchacho no va a ser militar, porque no nació para eso. Y él se ha ocupado de hacérnoslo saber en toda oportunidad que le dimos. Tal vez ustedes no supieron o no quisieron escucharlo.
—Así que no nació para ser militar. –Preguntó Eriseta indignada.
—No, señora. No nació para ser militar y no lo será nunca.
—¿Y para qué nació, quiere decirme usted que parece saberlo todo?
—Eso no le puedo responder, aunque quisiera. Pero sí le puedo decir que, así como no va a ser militar, tampoco va a ser pianista. De eso estoy completamente seguro. Olvídese del uniforme y venda su piano, Doña Eriseta. Para guardar cigarrillos y forros, basta con un bonito roperito o una linda mesita de noche.

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