Colgado de un barranco
Duerme mi pueblo blanco
Bajo un cielo que a fuerza
De no ver nunca el mar
Se olvidó de llorar”
Joan Manuel Serrat
Hoy vuelvo allí.
Me reciben con fuegos artificiales. Sé que no son para mí, odio los fuegos artificiales. Soy la única de mi familia. A mis hermanos siempre les han fascinado.
Solían subir al risco más alto del monte, para ver como los hombres más viejos del pueblo, con guantes gordos, tiesos como la cofia de Adela, encendían la mecha y el cohete subía y subía, para estallar en miles de círculos de luz dorada, que se comían unos a otros, como los peces más grandes a los más pequeños.
Esos días de fiesta siempre empezaban así.
Era el aviso para que toda la familia empezara sus propios rituales.
Mi abuela, que siempre tenía un pequeño tesoro de camafeos, mantillas cosidas a mano y broches dorados, como la arena de la playa que nunca llegó al pueblo, distribuía entre hijas y nietas sus reliquias para que fueran todas acicaladas a misa de doce.
Todos esos objetos, eran regalos que iba acumulando, ya que no aceptaba dinero por sus servicios.
Y es que la abuela María tenía un don. No adivinaba ni echaba las cartas, ni tenía una bola mágica. Solo tenía una caja, una caja antigua de metal pintado, con una piedra blanca en su interior. Una piedra blanca, plana, perfecta, que acurrucaba entre sus manos hasta templarla, y así, la pasaba lentamente, sobre la tez de las mujeres, niñas y ancianas.
Después pronunciaba unas palabras, que nunca llegamos a escuchar, de puro susurro.
Volvía a meter la piedra en su caja, y al cabo de unas semanas, desaparecían las verrugas, manchas o lunares de la niña, la mujer o la anciana.
Yo siempre elegía de entre sus adornos, una cinta azul, de terciopelo, que según pasabas el dedo, se volvía de otro tono y otro y otro.
Mi tía Martina, que era costurera, decía que era un terciopelo único, me advertía que nunca la perdiera, porque no encontraría una igual.
Mi tía Martina era costurera, he dicho. Esto es injusto.
Cosía despacio, en puro trance, abstraída en la tela que tuviese delante. No se le podía hablar, tocar, rozar siquiera, siquiera respirar a su lado, porque todos sabíamos que estaba creando una obra de arte.
Una vez, para las fiestas del pueblo, le tocó hacer el vestido a la cantante, era ella, “La más grande “, aunque todavía no tenía ese apodo, pero allá iba.
Y creo que es el vestido más hermoso que ha llevado nunca.
A mi padre no llegué a conocerle, pero mi madre valía por dos y hasta por cuatro.
Sus bofetones eran famosos entre los niños, familiares, y algún que otro concejal.
Hoy vuelvo con el recuerdo de mi madre, dura, como la piedra de mi abuela, y cálida como sus manos en mi pelo, creando trenzas inventadas solo para mí.
Vuelvo al pueblo, al que fue mi pueblo, y vuelvo a despedirme, de ella, para siempre.
-¡¡Has vuelto ¡¡
-Claro mami te he echado de menos
-¡¡Cuantos años y qué guapa estás ¡¡
-He salido a ti mami, ya lo sabes
– ¿Vienes a quedarte?
-Ya sabes que no, pero unos días, todos los que…
La miré a los ojos y las dos supimos que la había perdonado.
-Estoy muy contenta de que hayas vuelto.
Esta vez no habrá fiestas, ni fuegos artificiales, ni cintas azules, no para nosotros, no como la última vez…
La banda del pueblo acababa de finalizar y las muchachas solteras se apresuraban a acercarles vasos de limonada casera.
Los clarinetes, trompetas y trombones, yacían en el suelo como gatos desahuciados, mientras los chicos de la banda sudaban como camareros en un día de boda.
Las luces, como atravesando una nube, parpadearon un momento antes de apagarse, entonces empezaron a colocar los bancos.
Yo llevaba el vestido de los domingos, y el lazo azul en el pelo, o tal vez, ya no lo llevase…
La película ya no la recuerdo
Lo que sí recuerdo con toda claridad, es que ya, en los bancos del cine, tenía el vestido hecho por Martina mal abrochado, el ojal de arriba con el botón de abajo.
Por eso al llegar a casa mi madre me dio uno de sus sonoros bofetones, pensando que, otra vez, había estado bañándome con los niños en el río.
Pero él, no era un niño, tenía las manos grandes, violentas y toscas, por eso no supo abrocharme el vestido.
Antes de partir saqué la ajada cinta del bolso, la que encontré al regresar aquella noche colgada en la aldaba de mi puerta. Estaba sucia aunque se notaba algo mojada y restregada, como si hubiesen intentado limpiarla.
Me acerqué a la lumbre que ardía en el hogar y la dejé caer. El fuego la engulló con ansia hasta que no quedó nada.
FIN
Hechos ocurridos y algunos, solo inspirados, en un pequeño pueblo de Toledo con nombre de fruta.
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