El sinsentido de la vida,
el hazmerreír de lo cotidiano,
el comitrágico de la vulgaridad,
el (des)consuelo de los nuevos – buenos – días.
Si acaso el quitarse la vida
no fuese un pecado,
no fuese una tragedia familiar,
no fuese una cobardía moral,
no fuese una injusticia social,
no fuese un despecho para el asesino,
no fuese, no fuese, no fuese.
Entonces uno podría dejar de sufrir,
como lo hacía Alejandra,
y podría dejar de suplicar,
como lo hacía Alejandra,
¡Tanta vida, Señor!
¿Para qué tanta vida?
El poco deseo por vivir
(¿Por qué tiemblas y lloras, palabra?)
y el sobredeseo por escapar
abdican a una analfabetizada concurrencia
de oraciones que se acuestan sobre mí
y mi recuerdo.
La catástrofe es esta realidad:
aún quedan muchos años por vivir.
Yocasta, la más vulgar de las madres,
la más efectiva en toma de decisiones,
la mejor de las amantes clandestinas,
la menor de las acongojadas
cuando un cuerpo deja de respirar.
Yocasta, la palabra muere porque
me quitan la niebla.
Yocasta, el velo ha caído.
Veo la vida y veo al mundo, Yocasta.
¡Pero no quiero verlo, Madre Yocasta!
¡No quiero verlo!
Quita esta visión de mí e inventa
una nueva canción para dormir.
¡Quiero la muerte, no quiero la vida,
quiero la muerte!
Un pájaro deja de volar
y se apodera de mi tormento.
¡Cómo deseo sus alas
sin esta jaula
que es mi diario vivir!
Mis palabras son un pájaro
que canta en la ventana
y luego echa a volar.
¡Cómo deseo tener su música
y su felicidad!
Pero no puedo ser pájaro
porque mis espaldas
vierten sangre caliente,
de amedrentamientos ajenos
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