La venganza de los Pérez, cap. 30 «Zafarrancho de combate»

La venganza de los Pérez, cap. 30 «Zafarrancho de combate»

XXX

Zafarrancho de combate


Los niños carreteros se aproximaron al pueblo siguiendo la orilla del río. A su arribo, uno de los paisanos complotados le indicó al que parecía el mayor a qué rancho debían dirigirse. El niño condujo el carromato hasta un apartado, protegido con una tupida arboleda de sauces y eucaliptos, algunos ceibos elegantes se asomaban entre ellos.
Descendió veloz de la carreta y dio el aviso de su llegada con un gritito suave. Tres hombres llevaron en un ligero camastro a “La Reliquia”. Dormía serenamente. En el rancho habían dispuesto una habitación amplia que solía usarse como una especie de comedor para los festejos. Limpiada con esmero, el propietario, con anticipación, la pintó con cal viva para espantar bichos y otorgar mayor luminosidad al ambiente y darle al huésped una estancia modesta pero agradable.
—No sé si era lo que esperaba amigo. –Dijo el paisano, quien resultó ser el padre del mayor de los niños, mientras ayudaba a acomodar a “La Reliquia” en una especie de sillón algo reclinado que habían cedido unas viejas que lo usaban para pasar las tardes tomando mate y rezando el rosario.
—¡Pero cómo Don Ramiro! –Dijo Faustino entusiasmado con la amplitud del ambiente destinado a “La Reliquia”–. Está muy lindo el lugar, menos tuvo el hombre cuando estaba en batalla. –Allí permanecerían hasta proseguir el viaje.
A la vera del río, un paisano discutía con el jefe “Pérez”, el plan de fuga, el hombre proponía bajar por el río hasta un nuevo poblado donde refugiarse. El paisano, de nombre Victorio, movía la cabeza negativamente.
—Hay mucho alcahuete suelto, amigo. Mucho malandra. Hay gente que por unos pesos vendió a la madre. Y no estoy exagerando. No le digo lo que hicieron con sus hijas. No lo recomiendo, pero usted manda.
—Amigo –le dijo tomándolo de un brazo–, sin su ayuda y de otros lugareños de acá no salimos. Me avengo a lo que usted sugiera.
—No se olvide Don “Pérez” que esta gente hasta se propuso asesinar al general San Martín. Ya sé que aquellos murieron hace mucho, pero estos, los descendientes, son de peor laya. Esta gente no solo no tiene amor por la patria, tienen el corazón vacío de todo sentimiento, lo único que los conmueve es el dinero.
—Estoy de acuerdo. Usted disponga. Me avengo a lo que me recomiende.
—Yo creo que hay que retomar la ruta que el hombre hizo para la campaña del Paraguay. Ahí tenemos amigos, todos dispuestos a colaborar desinteresadamente. Siempre hacia el norte, hacia el sur, está la traición. Vamos a cruzar el Paraná en un paso muy por arriba de La Bajada. Ya veremos con los pescadores cuál es el más conveniente. Donde decidamos, nos van a esperar los paisanos con sus canoas. Serán como cien canoas, calculo. Allí estarán los sargentos Rosario y Evaristo, nuestros mejores baqueanos que pueden decidir caminos alternativos y seguros. Ellos nos van a recoger en la otra orilla y llevarnos hacia el interior. De ahí vamos hasta Curuzú Cuatiá. En los pueblos aledaños a Curuzú ya está arreglada la estadía en distintas casitas. Primero una, otra y otra. Nada de quedarse quietos. Ahí te hacen caer como un chorlito. Sus habitantes son gente silenciosa y muy patriota. Tranquilos nos vamos a San Jerónimo. De San Jerónimo cruzamos a Candelaria y luego al Campichuelo. Si hace falta vamos a Tacuarí. Tenemos muchos amigos en Paraguay que contactamos y ofrecieron con discreción su gran ayuda. No creo que sea necesario ir más al norte. Después, pero mucho más tarde, estudiamos cómo bajar al sur donde haya mayores comodidades. Ahora, me dicen los arrieros, todos los caminos a Buenos Aires y a la capital están tomados. Esperan que ustedes anden por ahí para matarlos.
El jefe tenía un asunto pendiente, debía resolverlo antes de empezar la marcha. El cordobés no estaba anoticiado de la muerte de Baldomero, su hermano. La superioridad dejó en sus manos informarlo, pero le sugirieron que despachara al muchacho a lugar seguro porque un Juez al servicio de la Agencia había pedido su captura nacional e internacional y todas las fuerzas de seguridad lo estaban buscando. Los perseguidores estaban demasiado cerca y los baquianos avisaron que se volvió muy complicado seguir confundiendo los rastros. El jefe debía tener en cuenta que si bien se había logrado frustrar la redada mandando a los federales en sentido contrario a donde estaban, esa ventaja ya se había acabado. Los malandras estaban enfurecidos por los fracasos y querían seguir en el hermano el castigo que empezaron con Baldomero, y ya se sabía que en cuestiones de crueldad eran implacables.
El jefe “Pérez” estaba realmente conmovido cuando supo la forma en que mataron a Bado. La información no abundaba en otros asuntos que, muerto el muchacho, ya no merecían la atención de nadie.
Con tono grave y rostro adusto llamó al cordobés, quien estaba al lado del General cubriendo uno de los turnos de guardia. El joven captó el tono sombrío del rostro de su jefe e intuyó una desgracia implacable. Aunque era un sentimiento que siempre estuvo presente, la certeza de la desgracia cambiaba las cosas irremediablemente. El hombre no quería adelantar en el gesto la mala noticia, pero tampoco sabía cómo gobernar su rostro para evitar la congoja que invadía su ánimo.
El prócer hacía varios días que dormía, no abrió los ojos durante todo el periplo hasta la ranchada donde pararon antes de cruzar el Paraná. El cordobés, apenas oyó que lo llamaba, se puso de pie mientras con una seña indicaba que otro se hiciera cargo de la custodia. En ese instante el General abrió los ojos y lo sorprendió por la expresión de la mirada. Desde que se integró al grupo de fugitivos nunca la percibió con esa fuerza. El General, desde el fondo de sus pupilas transparentes, miró al joven como nunca antes lo hizo con nadie durante los largos días del éxodo. Porque la mirada que le prodigaba a Amanda era como un galope de jazmín ebrio de encantos, y solo ella las recibió como un adorno que colgó de sus propios ojos hasta que la tormenta de luz de hierro azotó su cuerpo bajo la luna que rielaba en el acero duro de las vías del tren.
La mirada tenía algo de frío, de flecha, de viento, de extracto de hombre acudido al amor y al odio del guerrero que velaba la patria desde sus recuerdos acechados en pequeñas madrigueras invisibles. El cordobés apreció que en esa mirada se colaba algo de consuelo y lo asistió la razón cuando, contrariando lo habitual, “La Reliquia” puso su mano sobra la suya y le entregó palpitante un calor de sangres como no había sentido ni con su propia madre. Hubo como un beso taciturno, pero no de los labios, sino de las palabras que a través de la piel pedregosa de batallas se hacía ríspida pero amorosa al mismo tiempo.
Le dijo en voz muy baja “no tengo forma de entregar mi consuelo”. El cordobés vaciló si dejar su mano aferrada a la del prócer o salir escapando como un viento de humo tocado de relámpagos sombríos. Pero el prócer lo retuvo ni suplicante ni enérgico, transparente. “La vida es nada si la libertad se pierde”, dijo sereno. El cordobés quedó pensativo, ensimismado. Hubo un viento de armas y de látigos. Una ráfaga de sueños y un esplendor de verbos. Bado se le apareció como una llamarada compacta e ilimitada, sonriendo desde los martirios, repitiendo el nombre de Hipólito, el joven mártir, quien lo guiaba por un camino en el que no cabían los colmillos de los torturadores, ni sus sombras de puñales.
Baldomero no podía acariciarlo desde su muerte, pero podía reconfortarlo con su musical sonrisa, mientras seguía Hipólito a la morada de los héroes eternos.
Los ojos del héroe mirando desde profundidades bicentenarias, le dijeron de la voz, la piel, los ojos, la boca, la lengua inflamada, la sangre sin espinas, el amor esperado, allí donde el suspiro fue el último aliento cuando un golpe brutal como un aullido, le deshilachó sangrante el hígado de un golpe. Dicho de ese modo, el muchacho supo las cosas sin quedar lugar a duda alguna.
El último beso de hermano que al partir entregó a Bado regresó para siempre entre los labios. Y la llamarada se desvaneció como un humito de oro, una estrategia de luz que Hipólito empuñó hasta evaporarse hacia la morada indestructible de la Patria visceral, la Patria amada, la Patria americana.
Entonces “La Reliquia” volvió al cofre de su sueño, y descansó la espalda de artríticas dolencias sobre los plumosos cojines. Calló su boca de bandera, su discurso de espuela, su luto de consuelo; estaba todo dicho. Fueron palabras rumorosas, verbos y banderas, puñales y dominios que le dejó al muchacho entre las mismas manos con las que abrazó a su hermano por última vez. Quizás deseó una oración, pero imaginó mejor un estandarte que les diera cobijo a todos los muertos, incluido el muchacho llamado Baldomero. Hipólito lo acarició antes de irse desde su estirpe inca soberana y le encomendó el alma de Fernandito, que boyaba en el ojo de una tormenta como un aguijón de grito y pena centenaria.
El cordobés salió del rancho con el jefe que había adquirido hasta el humor de una estatua prudente. El muchacho dijo que era mejor no hablar, no lo deseaba, solo quería quedarse en el puro silencio del recuerdo del combatiente indestructible de esa llamarada vertical que lo consoló cariñosa. Así recordaría al hermano desde ese momento hasta el último respiro.
El jefe “Pérez” aceptó el silencio. Solo le dijo que a la mañana siguiente un baqueano lo sacaría rumbo a un lugar seguro. Cabecearon los dos, consolándose mutuamente y callaron.
Esa misma mañana, de un lugar del que se mantuvo en estricto secreto, un carretón salió de entre la arboleda hacia la orilla del río, y por un rumbo ignoto de la geografía extendida, otro al poniente donde el sol se hace solo hebras rojas antes de hundirse en el horizonte verde. El carretón del joven se perdió entre sombras fosforescentes de una altura indomable y escapó sigiloso de los perros de presa. El otro, donde iba el ilustre, superó una hondonada de inagotables pastos. Lo esperaban los pescadores que por decenas se hicieron en el lugar para la hazaña. Cientos de canoas obstruyeron el río, centenares de troncos de quebracho unidos uno al otro formando una cadena de poderosa madera, cerraba el paso al norte y al sur, dejando una avenida de unos cien metros que unía las orillas.
Las naves mercantes detuvieron su marcha. Por detrás de ellas, algunas patrullas trataban de pasar a como diera lugar. Menores en porte que los mercantes, no podían sobrepasar a los barcos que les impedían el paso.
Los capitanes, en guaraní, intercambiaron sus impresiones. Algunos giraron a estribor, otros, evitando roces, a babor, cruzando los barcos para impedir el paso de cualquier nave con intenciones de agresión. Jamás se pudo establecer si los capitanes estaban al corriente de los acontecimientos o si solo se solidarizaron con los pescadores en sus modestas canoas. Lo más probable es que supusieran una protesta y decidieron acompañarla con sus maniobras obstructivas. Como no se recabó ninguna de las conversaciones en guaraní, la incógnita quedará en suspenso.
A la vera de las naves, se extendía la cadena de quebracho. Y luego, más de un centenar de pequeñas canoas con dos hombres, algunas, tres, cada una.
De la orilla este, mirando al norte, se hizo evidente la amplia carreta que se aproximó hasta una balsa dispuesta cuidadosamente en la orilla. Era una jangada de gran porte. Allí cargaron lo que a simple vista parecía un cajón de dimensiones modestas. Sin embargo, de observarse de cerca, se comprobaría que se trataba de una especie de teatrillo, cerrado por detrás y en los laterales, abierto al frente, pero resguardado por un tul, de los que se usaban para evitar los mosquitos tan comunes en las orillas del Paraná.
A pesar de la humildad de los actores, sus sencillas embarcaciones y el gesto modesto con que acompañaban el tránsito de la balsa de una orilla a la otra, el paso de la sólida jangada adquirió solemnidad.
Algunos de sus espectadores, empezaron a considerar que se trataba de un rito funerario, que allí se estaba trasladando los restos de alguna ilustre personalidad de los lugareños. Ignorados de las grandes ciudades, muy lejos de los doscientos promocionados del sistema, centenares de héroes populares recibían admiración y veneración de sus comunes, y este bien podría ser el caso.
El cielo se limpió como no se lo había visto nunca. El sol atemperaba su calor, como advirtiendo que quien estaba siendo trasladado en ese altarcillo de maderas de guayacán, especialmente cedidas para la carpintería, no debía ser hostilizado por sus rayos. Hasta los pájaros dejaron sus cantos como rindiendo también su homenaje.
No llevó mucho tiempo el traslado. Al llegar a la otra orilla, mirando siempre al norte, como estaba convenido, los sargentos Rosario y Evaristo, los expertos baqueanos, recibieron a los viajeros para iniciar el ascenso por caminos desconocidos para la ley.
Antes de comenzar el largo periplo junto a Rudecindo y Faustino, fieles ayudantes que siguieron su tarea lamentando la ausencia definitiva del cordobesito, el jefe “Pérez” estampó una nota en el ancho tronco de un árbol enorme.
A Buenos Aires, la información del cruce del río llegó demasiado tarde. López Teghi no comprendía cómo pudo ocurrir aquel cruce si él mismo se había ocupado de advertir al coronel que comandaba las tropas de elite que “La Reliquia” y sus “secuaces” –así se refería López Teghi cada vez que hablaba de los custodios del General–, huían en dirección al noreste, es decir, manifestaban una clara voluntad de cruzar el río en alguna zona propicia para ello. La respuesta que el militar les devolvió en un mensaje también encriptado, “por aquí no escapó nadie. Ni hubo un rumor insolente de banderas”, enfureció a López Teghi, quien prometió el mayor de los castigos para el atrevido militar. Fuera por inoperante o, mucho peor, por cómplice, su desidia, creía el funcionario, fue decisiva en la fuga del subversivo sobre el que pesaba la orden de captura.
“La Reliquia” y sus “secuaces” habían sorteado el Paraná sobre una modesta jangada de regular tamaño. Los asistieron los pescadores, que en sus botes se desparramaron de una orilla a la otra tanto al norte como al sur del río. Sobre la cadena de troncos de quebracho que repetía la maniobra de la batalla de la Vuelta de Obligado para cerrar el paso a través del río, aún no tenían mención alguna.
López Teghi transmitió las malas noticias al ministerio. Y el ministro, que trataba de descansar luego de su participación en una cena con motivo del cumpleaños de un acaudalado banquero, maldijo en todos los idiomas.
—¡Otra vez se nos escapó! ¿Cómo puede ser?
—Los conspiradores tienen mejor operatoria que nosotros –dijo López Teghi con tono de lamento–. Fíjese ministro que fue nada más y nada menos que un coronel de la nación quien toleró la fuga. Pero aquí en mi despacho tengo información fresca que señala que el milico ese no habría actuado solo o por su sola iniciativa. Mis informantes me dicen que la comunicación, que estaba reservada a mi persona, fue filtrada a otra dependencia. ¿Cómo no creer que de ella salió el aviso para que los fugados ganaran tiempo en su huida?
El ministro guardó prudente silencio, sabiendo que su comunicación estaba siendo grabada y luego podría ser usada por un bando u otro en su contra.
—Les dije que hay una importante filtración, que hay quien manipula la información para perjudicarnos. –Sibilino insistió sobre la hipótesis de la traición del otro encumbrado jefe de quien no pronunciaba su nombre y a pesar de que este lo había puesto al tanto de la existencia de ese alcahuete–. Debería investigarse si todos los últimos fracasos no han resultado así producto de su intervención.
—Usted ya fue informado sobre el asunto. No insista buscando donde no hay –lo reprochó el ministro–. En breve le llegará un informe en el que usted será puesto al tanto de las novedades que tenemos sobre esa infiltración.
—El presidente sabe de mi lealtad.
—Sí, lo sabe. Pero de lo que se trata es de capturar a “La Reliquia”, matarla, y terminar con esta historia.
—Yo soy fiel al presidente.
—Su fidelidad no está en discusión. Pero es la segunda vez que se escapa por la razón que fuera. La tercera, si contamos la fuga del norte, donde murió el pelotudo, ese que se la pasaba cogiendo hasta con la hija. Con la fidelidad no alcanza para un carajo, ¿me entiende? Llévele éxitos al presidente que, le confieso, los necesita.
—Si señor ministro. –López Teghi adquirió un tono y una expresión obediente.
—Al presidente no le interesan las explicaciones, solo los éxitos, quiere eficiencia. Las virtudes se miden en éxitos, nunca en fracasos. Sea eficiente y será reconocido como un virtuoso, y estará a solo un paso de ingresar al círculo áulico que asesora al mandatario en temas trascendentes. Le dimos el cargo que quería, ya no está en condiciones de reclamar nada. Proceda con inteligencia.
—La información que recibí me dejó muy asombrado. Agentes liquidables, discrepantes, personas descartables. No pude todavía asimilar esos datos tan extraños con el que organizamos nuestro sistema de seguridad.
El ministro casi ni escuchó las últimas palabras de López Teghi, su secretario insistía para que descansara, al día siguiente, una agenda muy exigente, lo esperaba con temas de gran importancia para la marcha de la gestión, algunas inauguraciones y un encuentro con especuladores internacionales que festejaban con alborozo cada alza de la tasa de interés.
—Le voy a mandar una foto que nadie ha visto hasta ahora. Quiero que lo hable con “Pérez y Pérez”, él es el único que entiende este tipo de mensajes
—Espero la foto, señor ministro. –Cortó la comunicación sin despedirse.
La foto le llegó por un emisario desde el ministerio. Estaba guardada en un sobre especial, por dentro metalizado y por fuera de un grueso papel negro. López Teghi extrajo la fotografía, estaba solo en su despacho. Hacía varias noches que no iba a su casa a descansar. Se lo veía cansado y estaba malhumorado.
La foto era de un cartel manuscrito. En él se leía perfectamente una proclama. Se refería a una distribución de tierras. Leyó con cuidado el texto.
“A los naturales se les dará gratuitamente las propiedades de las suertes de tierra que se les señalen, que en el pueblo será de un tercio de cuadra, y en la campaña según las leguas y calidad de tierra que tuviere cada pueblo su suerte, que no haya de pasar de legua y media de frente y dos de fondo.
En atención a que nada se haría con repartir tierra a los naturales si no se les hacían anticipaciones así de instrumentos para la agricultura como de ganados para el fomento de las crías, ocurriré a la Excelentísima Junta para que se abra una suscripción para el primer objeto, y conceda los diezmos de la cuatropea de los partidos de Entre Ríos para el segundo; quedando en aplicar algunos fondos de los insurgentes, que permanecieron renitentes en contra de la causa de la Patria a objetos de tanta importancia; y que tal vez son habidos del sudor y sangre de los mismos naturales.”
En persona llamó a “Pérez y Pérez” por una línea telefónica reservada. Este le dijo que estaba esperando su llamado. López Teghi se sorprendió de su confesión. Sin dilaciones se refirió al envío del ministro.
—No sé qué es este texto. No entiendo qué tiene que ver con lo nuestro.
—Es la proclama a los pueblos de Misiones en la campaña al Paraguay. –Le respondió “Pérez y Pérez” casi con resignación. Detestaba tratar con alguien que no conocía la historia de su país. ¿Cómo iba a combatir a un enemigo que desconocía?
—¿Entonces? –dijo López Teghi, fastidiado.
—¿Entonces? ¿Cómo entonces? Piénselo, haga un esfuerzo López Teghi. ¡Haga un esfuerzo! –Exclamó recriminándole su ignorancia–. Piénselo con detenimiento, si encuentra la respuesta va a saber por qué “La Reliquia” sobrevivió hasta el día de hoy, a pesar de los trabajos que se tomaron nuestros antecesores y los que nos hemos tomado nosotros por eliminar sus ideales, sus legados, sus enseñanzas, y a pesar de energúmenos que nos han gobernado como si el gobierno solo fuera una simpática parranda. “La Reliquia” persiste muy a pesar nuestro. Y cuando yo muera, y cuando usted muera y no nos lo llore ni un pajarito de papel, ni nos recuerde una mosca, “La Reliquia” va a seguir existiendo. Piénselo. Si no va a ser un fracasado “doctor”. ¿Sabe de qué se trata, López Teghi?
—No alcanzo a comprender su enojo y sus críticas.—No son los árboles los que mueven el viento, López Teghi, no son los árboles. –“Pérez y Pérez” interrumpió la comunicación. López Teghi insistió repetidas veces para restablecer la comunicación, pero sus intentos no dieron frutos. Estaba claro que aquel no tenía el menor deseo de seguir la conversación.
Se disponía a llamar al ministro nuevamente. A pesar de que la prudencia le indicaba a viva voz que no lo hiciera. Su incomprensión de la foto lo instigaba a perturbar el descanso del funcionario quien, de todos modos, no hubiese atendido su llamado. Sus órdenes de no ser molestado hasta la mañana siguiente fueron terminantes.
Mientras observaba la foto buscando una explicación que no estaba en la imagen en sí misma, sino en el contenido de la “Proclama”, “Pérez y Pérez” que escuchaba sonar su teléfono repetidas veces, se dijo a sí mismo, que era imposible que López Teghi entendiera el asunto de la “Proclama…”, porque era un hombre que creía que el “campo era plano, como una chapa a veces verde y otra marrón”¸ y que no había manera de hacerlo entrar en una hoja de cálculo. Allí, en las coordenadas de sus fórmulas, “nunca se había visto cagar una vaca”. Y esa ignorancia supina sobre las verdaderas razones de la insatisfacción de millones de hombres, eran la razón de fondo para los repetidos fracasos que enardecían el ánimo de los integrantes de la Agencia.
Días más, días menos, todos sabrían cómo fueron los verdaderos sucesos que culminaron con la muerte de López Huidobro y de varios otros implicados en el asunto. La Agencia viviría su guerrilla intestina por esas revelaciones. Mientras tanto, la “Proclama…” que los relicarios colgaron de un frondoso árbol como un mensaje extraordinario, seguiría buscando el camino de su definitiva resolución.
La revolución no era una utopía desmentida por la posmodernidad, no era un sueño eterno. La revolución era una necesidad al alcance de la mano, y allí estaba, expectante, madurando, diciendo sus palabras colgada de un árbol en forma de proclama, impulsada por el partido de la Independencia. Mientras fuera así, el legado de la “La Reliquia” nunca sería recluido al pie de la pilastra derecha del arco central del frontispicio de una iglesia, junto al de los mejores patricios de la Junta gubernativa. “Ni amo viejo ni amo nuevo, ningún amo”, no sería jamás una expresión de atraso, una disrupción entre la realidad y el porvenir, una arrogancia originada en la ilusoria creencia de una nacionalidad abortada en los albores de su concepción, sino el puerto de llegada de los vientos que recorrían la América de norte a sur, de este a oeste, en la hazaña de su emancipación de todo dominio extranjero.

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