Ensoñación

Chuang Tzu soñó que era una mariposa.

Al despertar ignoraba si era Tzu que había

soñado que era una mariposa o si era una

mariposa y estaba soñando que era Tzu.


Se despertó. La noche cubrió el cuerpo del joven que tiritaba pálido y no era debido al frío. La pesadilla había sido espantosa. Como ocurre en la mayoría de las ensoñaciones los escenarios cambiaron con frecuencia, los personajes no fueron estables y los diálogos se presentaron difusos e incomprensibles.

Un semicapro de facciones desfiguradas lo perseguía por una callejuela. Erguido en sus patas traseras y con pisadas sonoras, lo seguía sin descanso. Sus muslos fornidos, tonificados por las carnes de los pectorales de sus víctimas (y sobre todo por el corazón, que era su alimento predilecto) se mecían trémulos durante la marcha, al tiempo que sus brazos se agitaban con tal lentitud que remarcaban su desproporción. Con el cuerpo plagado de vellos oscuros, sus cuernos de macho cabrío y sus dientes babeantes, aquel espécimen solo podía ser el producto de una ilusión onírica.

El joven dobló una esquina casi interminable para percatarse de que en esta nueva ocasión se encontraba en una llanura, un páramo en el cual el sol era un punto lejano e inmóvil, que empezó a carcomerle la dermis con su intensidad de carbón encendido. La arena candente le tornaba más lenta la huida. El monstruo lo acosaba con las fauces despernancadas y con su extraña fisonomía semihumana. Agotado, el joven se desplomó en la arena y por un instante creyó ser devorado por el anómalo ser, híbrido y contranatural. Esta imagen terrible atormentó su mente por un intervalo de tiempo corto, hasta que al fin se atrevió a abrir los ojos amodorrados por el temor y observó con satisfacción que estaba de bruces sobre una banqueta de un parque del cual, por más que lo intentó, no le llegó recuerdos. Abrió las vistas con asombro, atento a cualquier esperanza de escondite. Intentó refugiarse tras un monumento: una escultura que delataba marcas, roída quizá por garras desquiciadas y colmillos poderosos. La antigua efigie era una especie de minotauro, pero a diferencia de las descripciones clásicas, el cuerpo se presentaba revestido de grandes plumas similares a las que usualmente observamos en las representaciones de Quetzalcóatl en el Códice Borbónico azteca. En la parte inferior logró divisar una escritura que en principio reconoció como extraña. Con vacilación, aunque también con un poco de aterrador deleite, logró descifrar aquel lenguaje ajeno envuelto en la insólita facultad de interpretación que se apoderó de él.

La leyenda narraba la lucha que enfrentó el primero de los valerosos minotauros en un laberinto construido por encargo de los dioses. El endriago había sido encerrado con el propósito de que llevara una vida tranquila, para resguardo de su propia seguridad, para que no se contaminara con la maldad de la raza humana. Pero las personas empezaron a fustigarlo con el látigo de su intromisión. Ingresaban con candelabros e incendiaban, con el líquido combustible que encontraban a mano, las paredes de murales lúgubres de las que estaba compuesta la laberíntica ciudad. En otras ocasiones introducían insectos venenosos, serpientes y toda clase de alimañas. Los humanos empezaron a ingresar a las profundidades, atravesando caminos de ramificaciones en apariencia interminables con la intención de lastimar al apacible engendro. Para aquella intrincada labor, concibieron una idea peculiar: desde la entrada comenzaban a desenredar una madeja de un hilo muy resistente que como es de imaginar (ya tenemos rasgos de esta audacia en las leyendas clásicas) les brindaba seguridad. En su itinerario de verdugos hambrientos de muerte, los caballeros, con cobardía, iban armados de lanzas cuyos extremos de cuchillas de hierro puntiagudo habían plagado con el más letal veneno, una emulsión de sustancias tóxicas provenientes de hongos, plantas y animales, y no en pocos casos también de aquellos minerales que solo los más intrépidos osaban buscar. En más de una ocasión habían herido a la bestia con éxito, pero la fortaleza del minotauro soportaba las toxinas, no sin pasar algunos días en estado de postración.

El joven se saltó un par de líneas, al comprender que carecían de relevancia, y su mirada se hundió en el párrafo conclusivo. Aquel día habían acudido trece hombres a la cacería semanal, y se habían adentrado con la madeja del fortísimo hilo. Pero el héroe de apariencia semihumana ya había previsto, con la agudeza que otorga la experiencia, que aquella tarde sería decisiva y de sangre. El astuto engendro, por conocer a la perfección los recovecos de la compleja madriguera, se desplazó por pasadizos desconocidos por los exploradores, logrando de esta forma apoderarse del hilo que yacía en la entrada del laberinto. Lo condujo por caminos escabrosos, con la evidente intención de obligar a elegir caminos erráticos a quien perdiera buscar la salida. De esta manera el minotauro logró, en medio del caos producido por la desesperación de los desorientados, ir devorando a uno por día y acabar de esta forma con las molestas intrusiones en su vida apacible.

En este punto culminaba la historia. El joven incorporó la vista y se fijó nuevamente en el horrendo monumento, el cual ya no conservaba la cualidad de estatua inmóvil, sino que empezó a resquebrajarse, como si de él estuviera emergiendo un ser metamorfoseado y como si la imagen quiescente percatada hace pocos segundos no hubiese sido más que una placentera crisálida. El semicabrón no había dejado nunca de perseguirlo, por el contrario, había aguardado con paciencia el descuido del joven y ahora se encontraba a un cuarto de metro de probar sus carnes. La reacción natural del joven (desde luego, comprendiendo la expresión natural desde una acepción no onírica) hubiese sido del estupor más paralizante, no obstante, la carrera ya había sido emprendida. Escapaba por un boscaje de árboles sedientos que incitaban a formular la imagen de un lugar de soledad. En la escapatoria no se había apercibido del acecho del perseguidor, y lo había perdido de vista. Caminaba con cautela, asentando con mesura las plantas lascadas de sus zapatos. Quizás estés soñando, retumbó una voz en los ecos lejanos, y el joven atribuyó el sonido a sus pensamientos. Quizás estés soñando, volvieron a manifestarse las palabras proféticas antes de presenciar un intervalo de silencio que fue interrumpido por el canto atronador de un pájaro colorido y enorme que se posó frente al camino del joven. Quizás estés soñando, dijo con claridad la mayúscula ave que tenía la deformidad de una golondrina agrandada y la boreal luminiscencia de un pavo real. No puede ser un sueño, pues lo siento real, le replicó el joven, temeroso y atontando por la presencia del animal estrambótico. Los sueños son así, mi querido amigo, quizá yo aún me encuentro en mi nido, soñando que converso con un humano del tamaño de una cucaracha, pues sé que te sorprende verme tan grande, del mismo modo que a mí me sorprende verte tan pequeño. El joven no reparó en la lógica de la frase y tampoco se percató que los árboles inmensos que se levantaban ante sus ojos, bien hubiesen podido ser pequeños arbustos tal como llevaba a pensar la argumentación del que a su vista era un pájaro gigante. Su mente estaba extraviada en pensamientos más neurálgicos, al presentir que de las entrañas de la enorme ave surgiría la silueta macabra de un macho cabrío con la complexión de un ser humano embadurnado por las viscosidades de las vísceras y bañado en un torrente de sangre.

En estas cavilaciones se encontraba cuando sus facultades lograron asimilar lo que había acontecido: el amigo animalesco se había esfumado junto con el boscaje de árboles sedientos y ahora se encontraba parado en medio de un escenario muy diferente y mucho más reconocible que aquellos lugares insólitos.

Las ventanas abiertas permitían que irrumpiera el aire que ventilaba el ambiente; los sillones cómodos, forrados de cuero, otorgaban a la sala un aspecto de recepción; los cuadros de temáticas coloridas motivaban a contemplarlos con deleite. La escalera entorchada llevaba a las dos habitaciones que el joven conocía a la perfección: era su propia casa. Volvió a examinar uno de los cuadros, y se paró frente al simulacro de arte con desmesurada contemplación. Lo escrutó con meticulosidad. Desde las imponentes montañas hasta los indiferentes animalillos que asomaban por los alrededores de las praderas. Casi en el centro se podía observar un camino que se perdía entre las montañas. Por lo demás el cuadro reflejaba una pálida intención artística, a excepción de algo inaudito que le otorgó la magia que necesitaba. Desde lo lejano del camino sinuoso empezó a dibujarse la silueta de una persona. La figura, con el transcurso de una aceleración pausada y frontal, similar a una caminata, se empezó a agrandar. Poco fue el trayecto que tuvo que recorrer para que el joven comprendiera que se trataba de una mujer. La extraña peregrina, al estar al límite del cuadro, manifestó su descontento. Qué cansada estoy. El joven no se inmutó. Recordó las palabras del pájaro de arcoíris y empezó a deliberar, con mayor seriedad, la posibilidad de estar dentro de un sueño. Quizás esté soñado, se jactó de su raciocinio, pero perdió la noción de estar en sus cabales cuando captó nuevamente una voz, esta vez de entonación delicada y que pertenecía a aquella hermosa dama que estaba dentro de la pintura. Sí, quizás estés soñando, o tal vez estés soñando que sueñas. El joven no comprendió la envergadura de la sentencia, pero rememoró lo sucedido con el pájaro y creyó necesario estar atento a cada palabra de la damisela. No te entiendo, explícate, imploró el joven. Ella lo miró una vez más y dijo: Sucede a veces: que soñamos que soñamos. El joven habló de nuevo: ¿Me estás queriendo decir que este es un sueño pero que si despierto aún estaré soñando? La damisela elevó un rictus de complacencia: Noto que ya lo estás entendiendo. Pasa muy a menudo con personas que acuden a esta dimensión en sus intentos desesperados por escapar de sus temores. Aquí se pueden escudar. Ningún temor ha sido lo suficientemente fuerte para penetrar esta fortaleza. Hizo una pausa que el joven aprovechó para lanzar una nueva interrogación: Entonces puedo suponer que estoy a salvo. ¿Y dices que a muchas personas les ocurre lo mismo? La mujer miró hacia sus pies, acomodando un desperfecto en su calzado mientras estregaba ambos zapatos. Luego miró de manera fija al muchacho: Sí, muchísimas. Sueñan que sueñan. Sueñan que no sueñan. Sueñan que sueñan que no sueñan. Sueñan que sueñan que sueñan, tres sueños a escala. Sueñan que no sueñan que sueñan. Sueñan que sueñan con el sueño de otro. Sueñan que otro sueña y ese sueño es el propio, es decir que sueñan lo mismo que otro está soñando. Sueñan que no sueñan con el sueño de otro sino con dos. Sueñan que sueñan un sueño ajeno mezclado con el propio. Algunas son personas lúcidas que les encanta soñar; otras, enfermas que les encanta soñar que sueñan. El muchacho se sintió seguro: Aquí aguardaré a que culmine mi sueño… o hasta que culmine el sueño de mi sueño. Casi no avanzó a sentenciar su pensamiento y deseo, cuando vio con horror que la mujer de deleitable beldad, mucho más hermosa que las montañas o que las praderas verdes, estaba tendida sobre el camino y era devorada por la monstruosidad que lo acechaba desde hace tiempo.

El muchacho, como es de esperar, corrió despavorido, con la idea de que el semicapro ya había emergido del cuadro y que en ese momento se encontraba cerca de él. Eligió como refugio sus habitaciones. Intentó ascender por la escalera y luego frenó con violencia: el anómalo ser bajaba a toda velocidad.

El horror se reflejaba en su rostro blanqueado. Logró abrir la puerta de salida con velocidad y continuó corriendo hasta que su cuerpo pudo soportarse. Cayó de rodillas y con las manos asentadas en el piso, agotado por el delirio de la persecución. Volteó la mirada y la casa ya no estaba. Creyó que la huida la había realizado con tanta desesperación que se había alejado excesivamente de aquel edificio que estuvo a punto de ser su mausoleo. Miró a su alrededor, con timidez, queriendo comprender en qué lugar se encontraba. Era una calle ancha y oscura, cuyo horizonte parecía no tener fin. Por ambos lados habitaba la penumbra y solo se alcanzaba a divisar la larga franja del suelo grisáceo de duro asfalto, como si en aquella tiniebla la luna fuese una anoréxica línea orbital que envolviese el planeta y que los afortunados en tener su delgada luz fuesen él y la dichosa carretera. Caminó con letargo, inspeccionando, como si hubiese podido hacerlo, cada rasgo de oscuridad. Se encontraba temeroso al imaginar que de aquellas sombras pudiera emerger la figura de la bestia de la que tanto había huido. Pero el silencio era su única compañía. Se escucharon murmullos en un idioma incomprensible. Llamar lenguaje a aquel galimatías podría ser un error, pues el joven ni siquiera pudo tener indicios de que aquellos seres, al proferir las incomprensibles cacofonías, hubiesen exteriorizados señales de entendimiento. Las manifestaciones físicas son imprescindibles en ciertos casos y ya está siendo demostrado que el lenguaje mímico es tan importante como el lenguaje oral y el escrito.

Los ruidos desaparecieron como un fantasma en medio de la neblina. El silencio volvió a caer. Los pasos del muchacho continuaron inquietos y temerosos. De improviso, su pensamiento procesó la sentencia reveladora que tiempo atrás le había declarado la hermosa dama del cuadro: Pasa muy a menudo con personas que acuden a esta dimensión en sus intentos desesperados por escapar de sus temores. Recapacitó: Estoy huyendo de mis temores que se han manifestado en la forma de aquella bestia. Una voz saltona interfirió desde la penumbra, rompiendo el razonamiento: Quizás la bestia sea tus temores, pero quizás no estés soñando. El joven quiso responder, pero la voz misteriosa (¿sería acaso la voz de las propias sombras?) lo detuvo por nueva ocasión: Quizá estés en una pesadilla y es el sueño en que sueñas que nunca más volverás a soñar o que nunca más volverás a despertar. Esta vez, al contrario de lo que realizó con los vaticinios emitidos por el pájaro enorme y por la hermosa damisela, el muchacho tomó desapercibidas las palabras de profecías macabras que le eran reveladas desde las manchas de sombras, al alegar que si nadie daba la cara no debían ser escuchadas.

En ese instante una voz interceptó su pensamiento: Tienes razón, debo dar la cara. Quizás debas soñar que estás dormido, sería una buena forma de escapar; o quizás debas soñar que estás despierto, sería otra muy buena forma. El joven inspeccionó la sonrisa que se dibujaba de oreja a oreja en el rostro marchito del duende. No medía más de medio metro, su ropa era pulcra, de gabardina gris, y portaba un sombrero de igual color. ¿Quién eres?, interrogó presuroso el chico. El duende continuó con sus razones sin fijarse en el interrogante. Quizás debas soñar que estás dentro de dos sueños. Empezó, paso a paso, a circundar al muchacho, sin dejar de explorarlo con la mirada de pies a cabeza. Quizás debas soñar que los sueños no son sueños sino estados de experiencia. El chico también lo seguía con las vistas fijas mientras el diminuto ser giraba a su alrededor, y por un momento proyectaron la idea vaga de que se encontraban envueltos en una danza o en la algarabía de algún carrusel. Quizás debas soñar que los demás no sueñan y que solo tú sueñas que puedes soñarlo. Quizás debas soñar que los demás sueñan con que tú sueñas. Quizás este sea el sueño de la bestia que te persigue y tú eres solo un espejismo. Al manifestar esto, los ojos del duende, que hasta el momento habían reflejado un pálido color verduzco cargados de melancolía, empezaron a transformarse en dos pepas negras, los hombros chupados comenzaron a crecer de manera descomunal, y los dientes empezaron a tomar filo mientras despedía a borbotones una baba espumosa similar a las manifestaciones de la enfermedad de la rabia que se suelen observar generalmente en los caninos. Hasta aquí llegó a presenciar el joven aquella evolución espontánea pues emprendió la huida por la carretera iluminada y tropezó en medio de la nada y fue a parar al medio de la nada, a un espacio etéreo por el que se empezaron a deslizar percepciones fugaces y continuas que formaban fractales interminables, eran voces, rostros, sonidos agudos y graves, cuerpos, olores fétidos, diversos colores y formas, estruendos, fragancias deleitables, edificios largos, televisores, hombres y mujeres y niños y ancianos, fríos y calores, era lo blanco y lo negro, algunas eran recuerdos perdidos, otras eran retrospecciones extrañas e incomprensibles, cada una ocupando su lugar. Estoy soñando con los sueños de todas las personas, espetó el muchacho y volvió a musitar: Estoy soñando con las personas de todos los sueños. La voz se le apagaba cada vez más. Masculló: Estoy soñando con los sueños de las personas de los sueños. Ya no habló, solo pensó: Estoy soñando con los objetos y sensaciones de los sueños de las personas de los sueños.

Se despertó. La noche cubrió el cuerpo del joven que tiritaba pálido y no era debido al frío. La pesadilla había sido espantosa. La pesadilla había sido tan real que aún despierto sobre su cama creyó que continuaba soñando. Se tranquilizó un instante, ejercitando la respiración con inhalaciones profundas. Notó la ventana de su habitación abierta. El frío le calaba los huesos y estimulaba su temor. Oyó los pasos que ascendían hasta el dormitorio. No avanzó a inquirir acerca de la procedencia de las huellas sonoras, pues el semicapro apareció vehemente por la puerta, agitado.

La reacción del joven fue de terror, y en aquel momento de sobresalto se lanzó por la ventana abierta y cayó sobre los arbustos del exterior. Cerró los ojos y se entregó a la muerte. No se escuchó el golpe que hubiese sido natural y el chico no sintió dolor por ningún lugar de su anatomía. Entreabrió los párpados y se fijó en el sitio en el que se encontraba. Era una ciudad desolada y de casas derruidas. Y luego, en una acción casi sobresensorial, como en aquellos instantes en que sentimos que alguien nos observa, el muchacho giró la mirada para percatarse de la figura fornida que ostentaba la bestia. Empezó a correr. El joven dobló una esquina casi interminable para percatarse de que en esta nueva ocasión se encontraba en una llanura. Volvió a atravesar el desierto, volvió a aparecer acostado sobre una dura banca, volvió a contarse la leyenda del minotauro héroe, volvió a toparse con el pájaro inmenso, a estar en su casa, a observar los cuadros y conversar con la damisela, el semicapro la volvió a devorar, volvió a la callejuela de sombras y el duende de traje y sombrero apareció con sus parlamentos, volvió a percibir las sensaciones propias y ajenas de los sueños propios y ajenos, volvió a creer que estaba despierto sobre su confortable cama. El sueño era un laberinto circular del cual no había escapes, quizás la única salida era enfrentar sus temores.


El relato Ensoñación ha sido originalmente publicado en la revista Teoría Ómicron, escrito por Diego Maenza y obtenido de www.teoriaomicron.com.

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