¡Al piano!

Era a finales de los cincuenta cuando retorné de una gira por Argentina, Uruguay y Chile; solamente me faltaba algo: tocar el piano en casa. Melinda organizó para mí un recital y a tiempo había hecho circular el Programa, el que contenía como último número, la imponente Polonesa heroica de Chopin, compositor amado por todos. Así que esa noche, no había espacio disponible en el teatro.

Edgar, mi único hermano, brilló por su ausencia. Después de larga estancia en los Estados Unidos, había regresado, pero decían que el junior era tan poco esforzado, que aprender el idioma, había sido lo único que había podido lograr. Estaba resultando para mis padres una verdadera carga. Pero, lo amaba y entristecí al no verlo en tan importante evento.

El telón se abrió y dejó ver la hermosa figura del Blüthner negro colocado en el centro del escenario. Los invitados esperaban ansiosamente, porque con veintidos años, me presentaría por primera vez en México, después de mi estancia en el extranjero.

El recinto oscureció y fue cobijado por un sepulcral silencio, al tiempo que la iluminación de un solo reflector brillaba en el escenario, esperando mi aparición. Minutos de estupor fueron para mis padres, Federico y Casandra, que ya sentados en primera fila, se sentían nerviosos.

Detrás de bambalinas, Melinda, era un verdadero manojo de nervios; desde que tuve cinco años, me instruyó en todo lo que sobre el piano habría podido enseñarme, lo que por cierto, había sido mucho. Mi firmeza y esfuerzo en el seguimiento de una clara vocación musical fue tan contundente, que se convirtió en bastión para que ella depositara su confianza en mí.

Ingresé a escena. Un hermoso vestido color durazno y confeccionado en organza, hacía lucir mi personalidad, la que, según Melinda, era decidida y valiente. Caminé nerviosa; al llegar al piano, moví hacia mí el banquillo y me senté. Los aplausos de recepción no se hicieron esperar y al terminar, unos cuantos segundos de silencio bastaron para concentrarme en la próxima ejecución, que se esperaba magistral.

Mis manos dieron los primeros golpeteos al teclado recreando el Claro de Luna de Beethoven y conforme avanzaba la noche, la secuencia de composiciones de Weber, Mendelsshon, Debussy y Chopin, se convertía en verdadero deleite musical, producido por la divina combinación de la delicadeza de estos grandes clásicos y mi espíritu, temperamento y destreza musical. Entre piezas, solía levantar la mirada más allá de la partitura y me encontraba con los ojos de Melinda que me observaban seria y tensamente y, al mismo tiempo, con un ánimo indescriptible, que surgía de su corazón entusiasta. Al concluir, no quedó a los presentes más que aplaudir con insistencia, encantado y agradecido de haber participado en tan extraordinaria experiencia. Me levanté; un paso al frente y sonreí al público que me prodigaba sin cesar aplausos apasionados; eso me confirmó el dulce éxito de la noche, que ya empezaba a saborear. Miles de flores inundaron el escenario y cuando pude abandonarlo, no pude más que abrazar amorosamente a Melinda, porque el logro era de ambas. En ese momento, ella puso en mi mano una nota, la que guardaba celosamente en su elegante vestido. Apretándola con fuerza para no extraviarla, entré de nuevo a escena; la gente me pedía con insistencia y a gritos un encore, así que interpreté En Route de Palmgren y, cuando percibí que se sentía satisfecha, interrumpí la ejecución para abandonar el recinto, no sin antes disfrutar de aplausos interminables.

Ya en casa, leí la nota:

“Esta noche hermosa, lo es aún más, porque ha sido embellecida con tu interpretación, pasión y amor. Agradezco infinitamente hayas pasado por estas manos y este corazón. Alumna intrépida, dedicada, apasionada y valiente, predilecta de mi alma musical. Toca, toca siempre, querida Fiorella, hasta morir, como lo haré yo”.

Entonces, recordé el día, unos años antes, en el que supe que Melinda había gestionado una beca para mí. Había tomado el teléfono y marcado su número; era mucho lo que yo tenía que agradecer a esta alma noble y generosa, que tanta fe tenía en mí. Pero, el teléfono sonó y sonó y ella no contestó. Fui entonces a visitarla.

-Fiorella, ¿qué haces aquí?

-Llamé y no contestaste.

-Justo regreso ahora….

-Quiero agradecerte lo que has hecho conmigo, con el piano….

-Ya tienes una beca… para Austria.

-¿Sí? Mi papá no me apoyará…

-¿No?

-No.

-Hablaré con Federico.

Y cumplió su promesa.

-Fiorella ganó una beca para continuar en Austria.

– ¿?

-¿Por qué no? Es talentosa.

-Ha de permanecer aquí. Estará mejor.

-Eres egoísta Federico. No puedo hacer más por ella; debe salir.

– Lo siento.

– Fiorella necesita salir; puede lograr más– mi mamá intervino.

– Lo siento. Ella está mejor aquí.

Frustrada, lloré.

-Fiorella, lo siento.

-Sí

-¿Qué harás?

-Continuar tocando… como hasta ahora.

-Podrías tomar la beca. No falta mucho para tus 18.

-Sí.

-¿Entonces?

-En marzo cumpliré 18… lo haré.

Hoy, sobre mis 70, mis padres han muerto y el descarado y flojo de Edgar, abusando de su confianza, se ha convertido a la mala en el único heredero de sus bienes; yo he vivido sin protección, tal cual extraña. -¡Es que es tan incapaz y tú tan meritoria. Con eso debe bastarte!- algunos lo han justificado, como si mi esfuerzo fuera el culpable de la negación de mis derechos.

Como por casualidad, acabo de encontrar la empolvada nota de Melinda en mi álbum de recuerdos y la he releído; he tomado el teléfono y la he llamado y, como entonces, tampoco ha contestado. En su casa, ha sido la nana Engracia quien me ha recibido. Su cara desencajada, me ha dicho todo.

-¿Qué pasó?

– Lo siento- lloraba amargamente.

Pasé a la habitación y la vi dormir como un ángel.

– Si niña, duerme, duerme ya.

Aun espero justicia, por mí y por mi familia, y continúo al piano…, sí… hasta morir.

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