María nació en un barrio pobre en las orillas de la ciudad de México, cuando había pocos habitantes, un aire limpio y transparente, muchos árboles y también mucha miseria. El hambre y la ignorancia eran enormes y los gobiernos no acababan con la injusticia y la pobreza. La iglesia ofrecía esperanza y consuelo y todo parecía estar en paz.
La noche del nacimiento, el viento se colaba por las paredes de madera y apagaba las velas que alumbraban los dolores de una madre temerosa de pujar para no gritar y molestar al marido, quien esperaba afuera, bebiendo y fumando para calmar su impaciencia.
La mujer no se esforzaba y el niño podía enredarse.
—O pujas o te quedas sola —se desesperó la partera.
Adentro, el piso era de tierra. Un cuarto sin ventanas, con una cama, una mesa y dos sillas, adornado con una virgen y un viejo calendario.
Afuera, el lote era terroso, lleno de piedras y botes de lámina con manzanilla y yerbabuena para el té; orégano y ruda para el dolor de cabeza, los corajes, el empacho o un susto marca diablo. También un par de chiquillos que espiaban el momento para entrar a dormir. Había un árbol chueco, con tres ramas pelonas, media luna y un frío intenso.
—¡Es una niña! —anunció la partera.
—¡Me lleva! —dijo, el marido, entró y se sentó a comer.
—Nació bonita.
—Que se llame María.
El lunes la niña dio sus primeros pasos. Sin tiempo para mimos, aprendió a jugar con piedras y a correr con los pies descalzos detrás de la gallina, para que su madre la matara e hiciera un caldo.
Cuando el padre se ahogaba en alcohol, nadie podía hacer ruido. De ese silencio recuerda las campanas de la iglesia, los ladridos de los perros, el grito del ropavejero y los cantos del dulcero anunciando trompadas y alegrías.
Al cumplir diez, se sentó en una piedra y le contó al perro viejo sus años de lavar ollas, partir leña y atender a sus hermanos. A los doce seguía sin amigas, sin escuela.
—Quién te manda nacer mujer.
Le dijo adiós a su infancia porque temprano empezaría a lavar ajeno. Antes de dormir recordó una muñeca pelona que encontró su hermano en la pepena y luego desapareció. Abría y cerraba los ojos.
El martes se hizo mujer y la llevaron a un expendio de pan para acomodar las chilindrinas, conchas, bolillos y corbatas, sin mirar a nadie, sin hablar, sin dejarse tocar. En casa la esperaban montones de ropa, más quehacer y otros hermanos qué atender.
Así fueron los días, hasta aquella tarde de marzo cuando se apareció la gachupina y le gustaron sus trenzas, sus moños y su cara limpia y bonita.
—Fíjate en esa chamaca —le dijo a su hijo.
Al señor le gustó la muchacha y le escribió tres cartas de amor. Ella no sabía las letras, pero sonrió. Él tenía plata, otros años y buenas intenciones. Mandó pedir su mano. El padre andaba muy necesitado y la entregó.
María empacó sus dos rebozos y antes de salir sembró una jacaranda chiquitita donde estaba el árbol chueco.
El señor quería una familia grande y alquiló una casa amplia, con agua y electricidad, ventanas, un jardín pequeño y paredes de verdad.
El miércoles, la joven mezcló su sangre y parió un hijo detrás del otro, hasta llegar a nueve, en un embarazo de varios años.
Los niños crecieron chapeados en un patio arbolado.
Temprano se marchaban a la escuela y a la una regresaban con hambre y tareas. Comían, jugaban y peleaban. Una tenía lombrices otra hervía de liendres. Una comía tierra y otra lloraba por nada. Madre y enfermera, curó dolores y sangrados, chichones e infecciones, desmayos y descalabros. Los cuidó en sus noches de fiebres y calenturas, atenta siempre de la pastilla, el jarabe o la inyección.
Había comida y muchos trastes, cobijas y muchas sábanas, mucho que lavar y tender. Las sirvientas huían de tanto trabajo y ella cocinaba, pegaba botones y remendaba los errores regañando, sin varas de membrillo.
El jueves hizo tortas el marido y ella preparó caldos. Abrieron una lonchería y luego un restaurante. Fue patrona y mesera, cocinera y panadera. Le salió bueno el hombre. Enérgico y trabajador, enseñó a los hijos a trabajar y se hizo viejo pronto.
Despidió a los hijos cuando empezaron a volar. Con una mano se secándose las lágrimas y con la otra dándoles la bendición.
Fue una abuela cariñosa y jovial, capaz de jugar con sus nietos. Creció la familia y agrandó la mesa. Las comidas dominicales fueron el ritual para dirimir conflictos, comentar las novedades y las desventuras, escuchar lo ocurrido y lo que estaba por ocurrir, hablando poco y escuchando mucho.
El viernes, después del terremoto, perdió al señor. Con todo el valor para decir adiós, se resignó y tomó la estafeta para guiar a la familia, enfrentándose a las modas de pelos largos y faldas cortas, sin reprimir, para nunca recordar a su padre y nunca aplicó castigos para el tufo a cigarro o alcohol.
El sábado sintió la soledad y buscó las amigas que nunca tuvo. Con su sonrisa hizo una lista larga y se dejó querer, por sencilla y franca, porque conoció el algodón y el petate, porque saboreó el filete y la tortilla quemada. Cruzó el atlántico y cuando vio la inmensidad se acordó de la pequeñez. A veces fue brava y altanera. Hizo bien, Hay que saber decir no. Pintó paisajes, intentó el piano y ya no hizo más porque sus manos se cansaron
El domingo, luego del festejo por sus ochenta y cinco años, revisó la última fotografía y se reconoció rodeada de toda la familia. Contó nueve hijos, veinte nietos y quince bisnietos.
Antes de la pastilla para dormir, recordó la jacaranda que sembró donde el árbol chueco y supo cómo creció, tan grande y frondosa que terminó destruyendo la casa donde vivió con su padre.
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