El cuarto de las ratas de los tíos

El cuarto de las ratas de los tíos

Mar Caballero

16/10/2016

Viven en una casa terrera con un jardín, el garaje y el “cuarto de las ratas”. Elegí este día para hablar sobre nosotros porque hoy los visito. Son Irene y Eulogio. La que escribe es Marina. Antes de ir a pasar el fin de semana les he llamado por teléfono. Mi tío descolgó.

—¿Diga…?

—Tío, qué alegría escucharte, ¿cómo estás? Soy Marina.

—Muy bien sobrina, ¿y tú?

—Bien… , ¿y la tía?

—Está en el club, jugando a las cartas.

—Había pensado ir mañana a pasar unos días, ¿qué te parece?

—Estupendo. Se lo digo a la tía cuando llegue. Te esperamos. Muchos besos. Adiós, adiós…

Irene es la única hermana de mi madre. Cumplió 82 años. Mi tío Eulogio está a punto de estrenar los 95. Yo rozo los 50 y el miedo no se ha ido.

Al día siguiente cogí el AVE, llegué a Segovia y sobre las 12 de la mañana tocaba al timbre. Dudé en llamar por el patio, pero el recuerdo del “cuarto de las ratas” me hizo desistir. Esperé. Siempre hay que esperar. Mi tío camina despacio y, con la cabeza encorvada hacia abajo, te mira de reojo a través de unas gafas con cristales llenos de motas de polvo y huellas de dedos. La vida ya es opaca para él. Trabajaba como mecánico en la única fábrica que existía en la ciudad. Recuerdo el sonido de la sirena de la fábrica. Sonrío pensando en mi tío joven y ágil con sus manos de obrero cualificado manchadas de grasa y de los artilugios inventados con los que pasaba horas y horas en el garaje. El cenicero hecho con bujías de coche y otros elementos que, en mi entendimiento de niña, me parecían maravillosos. Vacíe de colillas ese cenicero miles de veces sin saber que el tabaco le pondría una zancadilla 40 años después. Mi tía abre la puerta.

—¡Tía… !

—Te estaba esperando para que me acompañaras a la compra.

No contesto. A la tía no se le replica. Los tíos me abrazan y, sin mediar muchas palabras más, marcho con Irene. Es un día de primavera y el cielo se muestra azul, engañoso. Me abrocho el abrigo y ajusto la bufanda al cuello. La tía se engancha a mi brazo, hace fuerza como cuando era una niña. Puedo sentir su peso como entonces. En el camino a la carnicería saludo a los vecinos. Irene no para de hablar alto diciendo lo feliz que está de ir a la compra con la hija de su única hermana. Explica que vivo en Madrid y que soy arquitecto. Sonrojada, me dedico a escuchar.

—¿Y estás casada? —pregunta Dolores, la vecina de dos calles más arriba—, ¿cuántos nietos tienes?, ¿no los has traído?…

Respondo con monosílabos. Nunca he soportado a Dolores ni tampoco a sus hijos; por culpa de ellos me enviaban al “cuarto de las ratas”.

Mi tía no escucha nunca lo que dices, no es que no quiera hacerlo, es que no puede. Los años han mermado su capacidad auditiva. Llegamos a la carnicería y nos saluda Aquilino, el hijo del carnicero. La tía, sin contestar, dice:

—Quiero chuletas. Que estén buenas… La última vez me engañaste.

—¿Cómo iba a engañarla, señora Irene?…

Aquilino me observa. No se atreve a preguntar. La tía no deja que termine la frase y el siseo de su voz se hace patente.

—Tu padre sí que las traía de buena calidad. Tú sólo piensas en ponerlas cada vez más caras. Venga, venga, no me cuentes tonterías. Quiero 2 kilos. Esta niña está muy flaca…

—Pero tía, por favor…

—¿Qué dices Marina?…, ¿prefieres chuletas de palo?… Aquilino, ya lo oíste, Marina quiere las de palo… ¿Tienes huevos hoy? Voy dentro mientras me sirves a echar un vistazo.

—Claro, señora Irene.

Mi tía camina decidida hacia la casa. La carnicería está construida en la propia vivienda. Silencio de miradas entre Aquilino y yo. El olor en la zona del corral inunda mi nariz. Retrocedo al pasado. Correteo con Aquilino por el monte hacia el río. Tropiezo en una piedra de la vereda del camino. Caigo. Aquilino ríe a carcajadas. Tirada, con un rasguño en la rodilla, observo con alegría su sonrisa contrastada con el azul del cielo tras su cabeza. Ese azul sí es cálido. Aquilino me besa. Introduce su lengua en mi boca. Con manos torpes nos acariciamos… La voz de mi tía me devuelve al presente. La emoción extendida por todo mi cuerpo desaparece.

—Marina, ya lo tengo todo. Vamos para casa.

Intento pagar. No me deja. Protesto. No sirve. Con malicia apunto si me castigará en el “cuarto de las ratas”. La tía no me oye. Habla sobre mi madre, mi hermana, los hijos… sobre mi padre que en paz descanse; él sí que era simpático. Llegamos a casa. La tía abre con la llave la puerta que ahora pesa más que hace apenas una hora. Cada vez más difícil dice, sin darse cuenta que la casa se cae a pedazos, sin darse cuenta que ella ya no es joven, sin imaginar siquiera, que sigo teniendo miedo al “cuarto de las ratas”.

Ya dentro, el tío nos recibe arrastrando los pies. Viste un batín de lana dos tallas más grande, testigo silencioso del Eulogio que fue. Le acompaño al cuarto de estar. Observo sus manos. Tiemblan. Intenta atornillar un artilugio. No sé si ayudarle o quedarme quieta. Me desesperó. La vida transcurre sin prisa sentado a la espera, a la espera del fin… El momento difícil pasa. Deja el objeto y me mira. Pregunta por mi marido y los niños. Contesto. Intento ir más allá de las palabras, pero la tía irrumpe.

—¿Será suficiente con las chuletas y un poco de ensalada?… El tío no se sale de la dieta desde el infarto.

Desvío los ojos hacia Eulogio que está mirando hacia la mesa. No soy capaz de entender esa tristeza, la aceptación de que todo ha acabado. Incurro en el error de querer comparar mi grito con el suyo. La tía protesta. Eulogioooooooo, no te duermas, que la comida está a punto.

El cielo deja el azul de lado. Las nubes asoman. Intuyo tormenta. Eulogio cabecea. Le arropo con una manta y voy a la cocina para ayudar a la tía. Ordena como siempre ha hecho: “Ve cortando la lechuga, en trozos pequeños…” Ya llevo dos horas en Segovia y parece que son dos días. Pienso que no ha sido tan buena idea la visita. Decido dar una vuelta por el jardín y el garaje. Dejo a la tía con los platos y al tío arropado.

Los espacios rebosan vivencias. Me siento en la piedra de granito traída por mi padre y el tío que está bajo la ventana de la cocina. Apoyo la espalda en la pared. Miro hacia la parra. Sólo queda el tronco retorcido y los sarmientos secos. No hay hojas ni uvas para madurar, ni avispas, ni mariposas. El patio está agonizante. El garaje ocupa un gran espacio y molesta con su inexistencia. Años atrás era el cuartel general del tío Eulogio. Allí gastaba las horas. Añoro aquella voz risueña del cigarro sempiterno en los labios vestida con el mono azul del trabajo que decía: “Sobrina, sujétame el torno, aprieta, da otra vuelta, perfecto. Ahora coge el alambre del suelo, el grueso…” Querido tío, ¿por qué estás tan abatido? La vida avanza con un movimiento lento que no percibes.

—Marinaaaaaa, a comer…

Entro. Coloco el mantel, los cubiertos, los vasos. Mi tío está ligero como si fuera un niño. La tía me pide que le anude el babero. Avergonzada lo hago con extrema delicadeza. Nos sentamos y comemos con la televisión encendida sin sonido. Ahora es la radio la que llena el comedor. Son las necrológicas. Tras las noticias de los hechos fatídicos, el brillo cegador del monitor de la televisión nos devuelve a la realidad. La tía apaga la radio y prende el volumen. Entre sorbo y sorbo de sopa, la vida se escapa sin esfuerzo. Recojo del suelo el tenedor del tío. La tía no para de hablar, su conversación se mezcla con las noticias y el silencio atronador de Eulogio. Pienso en mi padre, en los veranos… La tormenta y aquel rayo cerca de la casa. El colchón de lana en el suelo, la sirena que no escuchó la tía, la ambulancia que se llevó al tío, el “cuarto de las ratas”.

Miro al vaso lleno de agua en la mesa. Pienso que me gustaría que fuera vino y beber valentía. Sopeso la situación y, casi como un susurro, pregunto:

—¿Puedo levantarme?, ya acabé…

La tía asiente. Me dice que el tío siempre acaba tarde. Ella le acompañará. Salgo. Estoy otra vez en el patio y fumo un cigarrillo. Me queda explorar el miedo. Titubeo unos minutos entre calada y calada. Regreso a la casa. Deshago la maleta en la habitación de mi primo pequeño. Me tumbo en la cama exhausta. Duermo. Pasan las horas. Ha anochecido. No hay conversación en la casa. Estoy segura que la tía andará con las amigas en el club jugando a la brisca. Permanezco callada y me incorporo. Es mi oportunidad. No puedo quedarme aquí si no consigo entrar. La irrealidad desde lejos es difícil. Me acerco. Alargo la mano y toco la madera. El vacío que acompaña mi viaje se expande a través de mi piel. Tiemblo. Abro la puerta y busco la luz. Aprieto el interruptor. El reflejo tropieza en la pared y atraviesa mi cuerpo inmóvil. Parpadeo un instante y compruebo que siguen estando allí todos los peligros, todos los castigos, todos los miedos…todos los veranos perdidos. Estoy demasiado cansada y acepto la inmovilidad del tiempo.

La tía llega y me pregunta qué estoy haciendo. Contesto, con una risa breve, muy viva y hasta burlona, que nada. Me mira sin lograr escucharme. Entramos. Eulogio no está. De pronto no quiero saber nada más.

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