El Tercer Secreto

El Tercer Secreto

Rachel Ripley

07/10/2018

Aún no puedo creer lo que me está ocurriendo. Me gustaría pensar, como hicieron los demás, que mi superioridad me ha llevado a esta situación; sin embargo, ahora me doy cuenta de que ha sido mi propia estupidez la que ha hecho que me encuentre aquí, solo, esperando no sé bien qué, sin más compañía que una niña que aún no ha cumplido los once años. Cuando me mira, tengo la impresión de que sus ojos me acusan. No la culpo. Yo estoy aquí por voluntad propia, mientras que ella ha sido encerrada aquí con el único propósito de servir a los ególatras intereses de una especie en extinción. Al principio, me pareció una gran idea burlar al destino, pero ahora sólo desearía que ambos desapareciéramos. Pero existe un problema; mejor dicho, dos. El primero, no tengo forma de autodestruirme y el segundo, no soy un asesino y jamás podría hacerle daño a esta pobre criatura indefensa cuyo único pecado ha sido llegar al mundo en el peor momento posible.

Comenzaré por el principio.

Aquella mañana me levanté un poco más temprano que de costumbre, debido a que todos los medios de comunicación habían anunciado que aquel día, doce de agosto de dos mil veintitrés, el Papa desvelaría un secreto que la Humanidad ha deseado conocer desde que supo de su existencia. Si sólo se hubiera tratado de una cuestión religiosa, yo, debido a mi agnosticismo, no le hubiera prestado la menor atención, pero el Santo Padre hizo hincapié en que lo que iba a decir no era sólo importante para la cristiandad, sino para todos los hombres, independientemente de su religión o creencia. Por ello, con mi café y mis magdalenas, me dispuse a escuchar la revelación del gran secreto, aunque reconozco que me preocupaba más evitar que los pedazos húmedos de la magdalena a medio comer cayeran en el café, algo repugnante para mí, que lo que el Papa nos pudiese contar.

Por fin la televisión conectó con la ciudad de El Vaticano. El sucesor de Pedro aún no había aparecido, por lo que nos ofrecieron panorámicas variadas de la muchedumbre concentrada en la Plaza de San Pedro. Poco después, el Papa salió al balcón, provocando una ovación entre el gentío concentrado en la plaza. Alzó los brazos pidiendo silencio, carraspeó y se acercó al micrófono.

– Hermanos todos – comenzó – Gracias por acudir a mi llamada. Lo primero que quiero hacer es desmentir que esto sea una maniobra de la Iglesia para recuperar fieles. En absoluto. Si os he reunido aquí es para daros a conocer algo de lo que sólo hemos sido informados los sucesores de Pedro: la fecha del fin del mundo.

Sonreí con escepticismo. Habían pasado casi dos meses desde la última vez que se nos había anunciado el Apocalipsis y me sorprendió que la Iglesia participara también en aquel juego, pues solían ser los jefes de las diferentes sectas quienes anunciaban una y otra vez el fin del mundo. Por el revuelo y las risas que se oyeron, supe que no era yo el único que dudaba de la veracidad de aquella afirmación. La Iglesia ha jugado demasiadas veces con eso de «arrepentíos hermanos, que el fin está próximo» como para que ahora hiciéramos caso sin rechistar. El Papa esperó pacientemente a que se hiciera de nuevo el silencio antes de continuar hablando.

– Si os lo desvelo hoy no es por capricho – continuó – Existen instrucciones precisas sobre cuándo debía el sucesor de Pedro dar a conocer este mensaje. Según estas, quien fuera la cabeza de la Iglesia católica en este momento, debería revelarlo exactamente tres meses antes de que se produjera el acontecimiento. Por lo tanto, os lo repetiré tal y como se lo han ido transmitiendo mis antecesores en el cargo unos a otros: el fin del mundo tendrá lugar el trece de noviembre de dos mil veintitrés.

El Papa tuvo que hacer frente a una nueva ola de escepticismo y burla. Pidió calma para poder continuar.

– Para finalizar, os diré que ese día la Tierra no estallará en mil pedazos ni comenzará la tercera guerra mundial ni un cometa chocará contra nuestro planeta. Según reza el Tercer Secreto, ese día la Humanidad, simplemente, desaparecerá. Como hombre que soy, no sé qué pensar. Como cabeza de la Iglesia os aconsejo que os preparéis espiritualmente para lo que pueda acontecer, y así poder estar tranquilos y en paz cuando llegue el momento. También rogaría a los dirigentes de las naciones que tomen este aviso en serio, y preparen todo lo necesario para hacer frente a lo que está por llegar. No os puedo contar lo que ocurrirá exactamente porque no lo sé. Lo que sí os pido es que actuéis con calma, sin decisiones precipitadas, ya que, como sabéis, cuando dejemos esta vida, nos espera el juicio de Dios.

Dicho esto, el Papa desapareció del balcón. No pude reprimir una sonrisa burlona. Aquello me recordaba a un padre avisando a sus hijos de que, si no se portaban bien, vendría el hombre del saco. Me comí la última magdalena, me limpié las migajas de la corbata y me puse en movimiento para llegar al trabajo.

Sin embargo, el anuncio hecho por el Papa iba a tener más repercusión de la que yo había imaginado. En el fondo, el ser humano continúa sintiendo un terror atávico a la muerte, al más allá, a lo que le espera después; no en vano, todas las religiones tienen un Bien y un Mal, un Cielo y un Infierno, cada una en su estilo. Cuando se nos anuncia la muerte como próxima, aparece en nosotros la necesidad imperiosa de hacer balance y el temor a pensar en qué platillo caeremos. Por todo ello, la noticia comenzó a sembrar el temor en los corazones de los hombres; no sólo el miedo a la muerte de cada uno, sino también a la extinción total de la raza humana. Por más que no queramos reconocerlo, somos bastante más antropocéntricos que nuestros antepasados. Nos molesta la idea de que nuestra especie, en la cúspide de la pirámide, desaparezca. Lo que me resultó realmente difícil de comprender fue la reacción de los seguidores de otras confesiones religiosas; yo había supuesto que no creerían una palabra de lo que dijera el Papa; más aún, que lo utilizarían para criticar la decadencia de la religión cristiana. Pero, sorprendentemente, los líderes de las otras religiones confirmaron tal fecha como correcta, aunque nunca indicaron qué les había llevado a conocerla con tanta exactitud. Todo aquello provocó que nuestra vida se viese profundamente alterada y que, perplejos e indecisos, nos preguntáramos qué hacer. Supongo que estábamos esperando lo que siempre se espera que aparezca en los trances difíciles: un líder. Alguien que se haga cargo de la situación y nos muestre como resolverla. Curiosamente, ese líder apareció aquí, en España, una mañana en la que se invitó a los oyentes de una emisora a participar en una tertulia en torno al Tercer Secreto. Llamaron cientos de ellos, dando cada uno su opinión, a cuál más peregrina. Cuando faltaban pocos minutos para finalizar el programa intervino un oyente madrileño, a quien el locutor avisó de que tenía poco tiempo para hablar.

– Lo sé – repuso el hombre – Pero creo que deberían escucharme, porque he encontrado la solución a nuestro problema.

– Todos los anteriores que nos han llamado también – replicó secamente el locutor, un poco harto ya de oyentes iluminados.

– Sí – admitió el hombre – Pero convendrá usted conmigo en que ninguno ha dado una solución realista. Lo que yo propongo es muy sencillo y, lo más importante, es factible.

– Adelante, pues – le invitó el locutor.

– En primer lugar, creo que debo presentarme. Mi nombre es Sergio Fernández y llamo desde Madrid.

– Cuando quiera, Sergio – le invitó el locutor.

– Lo que yo propongo es una solución muy sencilla, que consta de tres puntos: en primer lugar, creo que deberíamos aceptar que, efectivamente, dentro de tres meses ya no estaremos aquí, por lo que deberíamos cambiar nuestro modo de vida. Amigos: nos quedan tres meses escasos de existencia, así que, en lugar de continuar con nuestra rutina habitual, hagamos lo que siempre hemos deseado hacer, cualquier cosa que se nos ocurra, siempre y cuando no dañemos a los demás, claro está. No es momento de madrugar ni de meterse en interminables atascos. Disfrutemos del tiempo que nos queda; de ese modo, abandonaremos la vida felices, habiendo realizado nuestros deseos, y sentiremos que nuestro tiempo en la tierra habrá merecido la pena.

– Un buen consejo – alabó el locutor.

– El segundo punto de mi disertación va dirigido a las naciones poderosas – prosiguió Sergio – Deben pensar una cosa: el mundo, tal y como lo conocemos ahora, sólo subsistirá durante tres meses, como ya sabemos. Pasado ese momento no existirá el capitalismo, el socialismo, la inflación ni el paro; por todo ello, pienso que es el momento idóneo de donar esa inmensa cantidad de excedentes que guardan las naciones desarrolladas y dárselo a los más desfavorecidos. Así, se conseguirá un doble efecto: por una parte, hacer justicia con esa pobre gente, y por otra, las conciencias se verán reconfortadas. Será una obra de caridad que, por seguro, será tenida en cuenta en el momento de presentarse ante Dios Nuestro Señor. Y, aunque sólo sea por un tiempo, esa gente podrá tener algo de lo que no ha gozado jamás: comida, bebida y medicinas abundantes. Yo creo que es una medida que nos favorecería a todos. Y lo último que quería decir, y con esto ya termino, es que, aunque la mayoría no sobrevivamos, sí podríamos evitar la extinción del Hombre. Por lo que dijo el Papa, podemos suponer que todo lo demás, la naturaleza, lo que nos rodea, continuará cómo ha sido hasta ahora. Yo parto de la base de que esa profecía fue formulada hace mucho tiempo, cuando el hombre había logrado poco más que asomarse al infinito mundo de posibilidades que la ciencia y la técnica le proporcionarían más tarde. Afortunadamente, hoy en día ya no es así. Mi propuesta consiste en diseñar un recinto donde un hombre y una mujer, previamente seleccionados, estén seguros hasta que llegue el fatídico día. Una vez haya pasado éste, ambos volverán al mundo y serán los padres de una nueva Humanidad.

La noticia de la intervención de Sergio Fernández corrió como la pólvora, primero por toda España para después extenderse a todos los confines del mundo. Los científicos la recibieron con entusiasmo y los estadistas decidieron que era políticamente correcta. Se organizaron convenciones científicas y políticas a las que Sergio Fernández asistió como invitado principal.

Desde un cierto punto de vista puede resultar cómico, pero a mí me pareció decepcionante que a alguien que lo único que hizo fue hablar utilizando el sentido común se le considerara una mente sumamente brillante. Supongo que se debió a que, por aquel entonces, los medios de comunicación habían logrado, casi por completo, hacer olvidar al ser humano que puede y debe pensar por sí mismo y formarse sus propias opiniones sobre los hechos que acontecen en sus vidas, en lugar de corear lo que vocean otros. Parecía que, finalmente, los dirigentes mundiales habían logrado hacer de los ciudadanos lo que siempre habían deseado: borregos incapaces de pensar.

Un mes después de que Sergio Fernández hablara en la radio, los habitantes de los países del Tercer Mundo se vieron inundados de alimentos, medicinas, ayuda económica y humanitaria como nunca hubieran podido imaginarse. Ellos, creo que por suerte, no tenían la menor idea de la proximidad del fin del mundo ni conocían a Sergio Fernández; simplemente, creyeron que, por fin, los países con recursos y los ciudadanos con sentimientos se habían conmovido verdaderamente de su situación. Las televisiones de todo el mundo difundían las imágenes de sonrientes niños esqueléticos que, por primera vez, saciaban su hambre y su sed. A la mayoría hubo que proporcionarles alimentos especiales, debido a la fuerte desnutrición que sufrían. Por primera vez, también, parecían felices.

Los científicos, por su parte, se pusieron a trabajar con la mayor celeridad posible. Habían comenzado la construcción de una cámara subterránea, totalmente acorazada para proteger a sus ocupantes de cualquier acontecimiento que tuviera lugar en el exterior. Su funcionamiento era bastante simple: a las 00:10:00 horas del trece de noviembre de dos mil ocho, es decir, diez minutos después de que hubiera terminado el día del juicio final, se abriría una compuerta que permitiría a las personas protegidas en el interior acceder a la superficie por un túnel preparado al efecto. Era sencillo, fácil de diseñar y de llevar a la práctica, por lo que la solución fue aceptada inmediatamente y, poco tiempo después, comenzó a construirse.

Entonces se planteó el mayor problema de todos: ¿Quiénes estarían en la cámara? ¿Quiénes cumplirían los requisitos para ser los nuevos Adán y Eva? El asunto era algo espinoso. Se decidió, en una muestra más del machismo que imperaba en nuestra sociedad que, al ser su misión primordial repoblar la tierra, la mujer que estuviera allí debería ser lo más joven posible. Se optó por una niña; de ese modo, el hombre que fuera su pareja tendría tiempo, mientras ella crecía, para construir un lugar apto para vivir y criar a sus hijos. El varón debería ser joven y fuerte. Ambos, bien parecidos, sin enfermedades ni taras físicas ni genéticas, inteligentes y con capacidad para solucionar los problemas que se les fueran presentando; con la información sobre todos los ciudadanos que podrían ser candidatos, los científicos hicieron una primera selección de cinco hombres y cinco niñas.

Yo fui uno de los cinco hombres.

En un primer momento no me hizo ninguna gracia. Dijeran lo que dijeran, reconstruir el mundo era una tarea que no me seducía en absoluto, por lo que me negué en redondo. Luego, tras conocerse mi negativa, comencé a recibir miles y miles de cartas rogándome que aceptara, diciéndome que sería recordado como un gran héroe, y que tendría en mis manos la oportunidad de construir un mundo mejor. Poco a poco mi vanidad superó mi reticencia. Quizá todo aquello era una segunda oportunidad, un nuevo comienzo a partir del cual nacería una nueva raza humana que viviría en armonía con la Naturaleza. Esta idea fue seduciéndome y, al poco, acepté. Me llevaron al Centro Superior de Investigaciones Científicas, donde me hicieron las últimas pruebas. Después de contrastarlas con los otros cuatro candidatos, yo resulté, entre casi tres mil millones, el único varón que reunía todos los requisitos exigidos. Una vez elegido, me presentaron a Claudia, una encantadora niña de once años, que sería mi futura compañera. Sus padres estaban muy orgullosos del destino de su hija. No pude evitar preguntarme si realmente lo hacían por su hija o por ellos mismos.

Era el tres de noviembre cuando los científicos nos llevaron a la cámara. Me mostraron los compartimentos donde estaba la comida, el agua, todo lo necesario para el cuidado de Claudia etc. Me aseguraron que no habían olvidado nada. Como no sabían si cuando yo saliera a la superficie habría o no electricidad, me proporcionaron un generador y una dínamo; así como máscaras de gas, pastillas potabilizadoras de agua… todo lo necesario para cualquier situación adversa que se presentara. Me mostraron cómo sabría que tenía el camino libre hacia la superficie. Confieso que en esos momentos me sentía un auténtico héroe, un hombre especial, con una misión casi divina. Podía ver la envidia reflejada en todos los rostros, tanto en los de quiénes me conocían como en los que no.

Nuestra entrada en la cámara fue retransmitida por todos los medios de comunicación y calificada como el acontecimiento más importante desde la aparición del Hombre sobre la faz de la tierra. Descendimos a la cámara y la cerraron. Ya sólo cabía esperar a las 00:10:00 del trece de noviembre, fecha de comienzo de nuestra gran misión. Me tiré en la cama y observé, sonriente, a Claudia durmiendo plácidamente.

Hoy es catorce de noviembre de dos mil ocho. Miro el reloj y lo acerco a mi oído para comprobar que funciona correctamente, ya que marca las 03:00:00 y aún no he escuchado el chasquido que me indica que podemos salir. Varias veces he intentado yo mismo abrir la compuerta que da a la superficie, pero no lo he conseguido. No tengo modo de saber si la Humanidad ha desaparecido o si, por el contrario, la vida en la Tierra no ha experimentado el menor cambio y, simplemente, se han olvidado de nosotros, ahora que no nos necesitan.

Estoy angustiado. Periódicamente golpeo las paredes y grito con todas mis fuerzas, esperando oír algo que nos dé alguna esperanza de salir de aquí. Miro a Claudia. Me aterra la idea de que tenga que crecer en este cubículo, pero me asusta aún más el hecho de tenerle que explicar el motivo por el que está aquí. ¿Cómo se le explica a una niña que fue encerrada de por vida con el consentimiento entusiasmado de sus padres, sólo por que formaba parte de un plan concebido, sin preguntarle a ella si quería formar parte de él o no? Cuando la miro, mis ojos se llenan de lágrimas. Mis manos, ensangrentadas de tanto golpear, a duras penas pueden ya cuidarla. Me pregunto qué será de nosotros. Temo que pronto perderé la razón. La idea de estar enterrado vivo me está volviendo loco.

Aún no puedo creer lo que me está ocurriendo. Me gustaría pensar, como hicieron los demás, que mi superioridad me ha llevado a esta situación; sin embargo, ahora me doy cuenta de que ha sido mi propia estupidez la que me ha traído hasta aquí. Soy el único hombre sobre la faz de la tierra que conoce su destino. He descubierto, demasiado tarde, que ésta es la mayor tortura que puede sufrir un ser humano.

II

Me desperté, sobresaltado. Agucé el oído, pero no escuché nada. En la cámara, la obscuridad era absoluta, solo rota por la luz de la pequeña lamparita azul que Eva encendía al irse a dormir. Cuando llegamos, fue una necesidad de niña asustada, pero, con el tiempo, se convirtió en una luz que nos confortaba a los dos, sacándonos de aquella oscuridad densa e interminable de las noches en la cámara, una luz que nos permitía soñar con la del alba, que ya casi teníamos olvidada.

Eva dormía en su cama, enrollada en la sábana, con un pie fuera, como había hecho siempre. Su pequeño perrito de peluche, del que no se separaba cuando entró, dormía ahora sobre la lámpara, dibujando sombras fantasmagóricas en las paredes. Respiraba tranquila. Volví la cabeza. No podía ver aquella carita sin que el sentimiento de culpa me inundara por dentro, haciéndome sentir un ser abominable al haber permitido que encerraran a aquella niña pequeña y temblorosa en la cámara. Si me hubiera negado, ella no estaría aquí. Estaría solo, pero sin el peso de una culpabilidad que me ahogaba.

Sentí cómo mi cuerpo era lanzado contra la pared, contra la que me estrellé y caí al suelo. Varias figuras negras se movían rápido, dispersándose por la cámara. Se comunicaban por señas o gruñidos con deje metálico, y rompían el silencio con el estruendo de su calzado al moverse por la cámara. Eva se despertó y, chilló, aterrada, buscándome con la mirada.

Me levanté para correr hacia ella, pero uno de aquellos seres se lanzó hacia mí, aplastándome contra la pared. Quise zafarme, pero era imposible, al ser mucho más fuerte que yo. Dos figuras negras se acercaron a la cama de la niña y el aire se llenó de crujidos, crepitaciones y ruidos de estática.

Una de ellas alargó los brazos con intención de cogerla, pero Eva, mucho más ágil, se escabulló, tirándose al suelo y desapareciendo entre as sombras. Sonreí para mí mismo. Había jugado al escondite con ella lo suficiente para saber que tenía una capacidad asombrosa para esconderse. Los seres negros, más pesados y lentos, intentaban atraparla, sin conseguirlo, mientras ella corría de un lado a otro, lanzando pequeños gritos cuando se veía casi atrapada.

– ¡Dejadla en paz, cabrones! – grité, furioso, intentando soltarme – ¡No la hagáis daño!

Se detuvieron unos segundos y se giraron a mirarme. Sentí un escalofrío. Aquellos seres no tenían rostro, o, si lo tenían estaba oculto tras un cristal negro que reflejaba lo que había a su alrededor. Uno de ellos dio una orden y el que me sujetaba me golpeó, haciéndome tambalear.

Un chillido prolongado y más fuerte de Eva me hizo saber que la habían capturado. Uno de ellos la sujetaba por un brazo mientras la alzaba para cargársela al hombro, intentando zafarse de las patadas y puñetazos que ella, en un intento de librarse, no dejaba de propinar.

– ¡Soltadla, por favor! – supliqué – es sólo una niña.

Un nuevo golpe me lanzó al suelo, mientras veía como se abría despacio la puerta de la cámara, esa misma que yo había golpeado sin cesar, para dejar salir por ella a los seres, y a una Eva asustada que aún pugnaba por librarse de su captor. Después, todo en torno a mí se volvió negro.

Abrí los ojos despacio, aturdido y mareado. Los cerré para evitar que el dolor de cabeza tan intenso que sentía se agudizara por la luz blanca que me rodeaba. Los abrí de nuevo, despacio.

El recuerdo de Eva desapareciendo a hombros de aquellas criaturas me vino de golpe. Traté de incorporarme, pero no pude. Me di cuenta entonces de que estaba tumbado sobre una mesa de metal, con las muñecas y los tobillos sujetos a ella por argollas. Tiré con todas mis fuerzas, que ya no eran muchas, pero lo único que logré fue hacerme daño. Me sentí impotente y asustando, por mí y por Eva, tanto, que poco faltó para que me echara a llorar.

También me dolía el antebrazo derecho, supuse que por alguno de los golpes recibidos. No podía pensar. Por más que intentaba tranquilizar a mi asustado cerebro, éste no paraba de chillar que iba a morir, de preguntarse qué habrían sido de Eva, de maldecir mi suerte, encerrado en aquella cámara para acabar siendo devorado por aquellas cosas negras.

Respiré hondo, intentando concentrarme en alguna idea productiva que me permitiera salir de allí. Me obligué a observar con atención lo que había a mi alrededor, pero, a parte de la mesa metálica a la que estaba atado, en aquella sala rodeada de cristales no había nada más.

Agucé el oído, esperando escuchar algún sonido que me llevara hasta Eva o al menos me permitiera saber que estaba allí conmigo, pero aquel lugar parecía desértico. Todo estaba en silencio.

Repasé una y otra vez lo ocurrido, intentando entenderlo. ¿De dónde habían salido aquellos seres? ¿Quiénes eran? Quizá alguien los había enviado para, por fin, sacarnos de la cámara, pero, si era así ¿por qué me habían atado? ¿Y por qué se habían llevado a Eva? ¿Quizá para confirmar que estaba bien?

– ¡Socorro! – grité – ¿Hay alguien? ¿Alguien puede oírme? ¡Necesito ayuda!

Mi voz retumbó tan fuerte sobre los cristales que me asusté. Poco a poco el eco se desvaneció, y el silencio me rodeó de nuevo. Esperé.

– ¿Qué queréis de mí? – me revolví furioso, intentando soltarme de las ataduras. La falta de respuestas, añadida a la incertidumbre me estaba volviendo loco.

Todos mis esfuerzos fueron en vano. Mi forma física era casi inexistente, y al poco de hacer fuerza aflojaba, los músculos totalmente doloridos.

– ¡Hijos de puta! – bramé – ¿De qué va esto?

Me callé en seco al escuchar un zumbido. Una de las puertas de cristal se abrió y uno de aquellos seres entró en la sala. Mediría más de dos metros y se movía despacio. Calzaba unas fuertes botas, con una suela de caucho de más de veinte centímetros de grosor, firmemente sujetas a la pierna con cordones negros, que desaparecían debajo de unos pantalones negros de un tejido que me recordó al neopreno. El torso lo llevaba cubierto por una especie de chaleco duro negro también, sobre el que se cruzaban un par de cananas. La cabeza aparecía cubierta por un casco de metal y la cara, estaba oculta detrás de una esfera de cristal opaco, como los cascos de los astronautas, de un cristal opaco, tras el cual él podría verme, pero yo a él no.

Dio un par de pasos que retumbaron sobre el suelo, acercándose a mí. Se detuvo, se cruzó de brazos y permaneció en silencio.

– ¿Quiénes sois? – grité – ¿Qué queréis? ¿Qué habéis hecho con Eva?

Nada más pronunciar esas palabras, el cristal que estaba frente a mí se iluminó con una luz totalmente blanca. Se oyeron de nuevo chirridos y crujidos metálicos, como si ajustaran el volumen de un micrófono.

– ¿Quién es usted y qué hacía en la cámara?

La voz robótica de la pregunta me sorprendió. Abrí la boca para responder, pero me detuve.

– ¿Qué hacía con una niña en esa cámara? Hemos comprobado que no es hija suya.

A punto estuve de preguntar cómo lo sabían, pero, de nuevo, me contuve.

– No diré nada hasta no saber cómo está la niña.

– ¿Quién es usted y qué hacía en la cámara?

Permanecí en silencio. La figura que había junto a mí se agachó y me acercó un aparato al brazo con el que me propinó una fuerte descarga eléctrica, que hizo tensarse y temblar todo mi cuerpo, aunque pude contener el grito de dolor que pugnaba por salir de mi garganta.

– ¿Quién es usted y qué hacía en la cámara?

La misma pregunta, el mismo tono de voz sin variar un ápice me hicieron temer que quienfuera que estaba al otro lado podía no ser humano. Le imité

– No diré nada hasta saber cómo estaba la niña.

Intenté sonar firme, pero sabía que, si había una nueva descarga, les daría hasta la clave de mi tarjeta de crédito. Nunca fui bueno soportando el dolor, pero allí solo, atado, a merced de no sabía quién, mi poca resistencia se había debilitado hasta volverse casi inexistente.

La figura se inclinó de nuevo hacia mí. Cerré los ojos, esperando la nueva descarga, que no llegó. Los abrí despacio. Uno de los cristales se tornó azulado y en él apareció la imagen de Eva sentada en una cama, leyendo un libro y comiendo lo que me parecieron galletas de chocolate. Estuve a punto de echarme a llorar del alivio que sentí al ver que estaba bien y que parecía estar tranquila. Fruncía ligeramente el ceño, como siempre que se concentraba en algo, pero su cuerpo aparecía relajado. Alargó entonces la mano y bebió lo que parecía ser leche. Se pasó la mano por el cabello castaño claro, para apartar el mechón que le había caído sobre la cara al girarse y limpió las migas que habían caído en el libro. Sonreí, con los ojos llenos de lágrimas. Siempre le habían molestado las miguitas, hasta el punto de enfadarse conmigo cuando, en la cámara, yo comía sobre un libro o documento sin preocuparme y ella me afeaba mi actitud, exasperada como una madre con un niño travieso.

– Ella está bien – informó la voz robótica – por ahora. ¿Quién es usted y qué hacía en esa cámara?

Suspiré. No tenía sentido continuar con aquel pulso absurdo, menos aún si podía tener consecuencias para Eva.

– Está bien – me rendí – les contaré quién soy.

III

Les conté todo lo ocurrido. El anuncio del fin del mundo, la sugerencia de Sergio Fernández, el proceso por el cual había sido elegido como el más apto para ocupar la cámara, el encuentro con los padres de Eva…

– ¿Los padres de Eva? – la voz robótica tenía ahora un asomo de dureza – ¿No es tu hija?

– Nunca dije que lo fuera.

– ¿Y la dejaron sola contigo?

– Cuando se anunció que se estaba buscando a la nueva Eva, cundió la locura. Millones de familias acudían con sus hijas pequeñas a las instalaciones que los gobiernos habían preparado al efecto. La idea de que sus hijas, su apellido, su sangre o yo qué sé qué perdurara para siempre les llevaba a someterlas a la selección sin ningún miramiento.

Sonreí para mí mismo.

– Lo más curioso es que nada de eso sucedió. Ni sangre, ni apellido, ni nada. Ni siquiera sé cuál es su nombre real. Los científicos que nos presentaron la llamaban Eva, y así la llamé yo. Le hicieron algo que le borró sus recuerdos anteriores. Dejó de ser la niña que era para ser Eva.

Hice una pausa.

– Al principio me alegré de no estar solo en aquella cámara. Su compañía, sus ocurrencias de niña… su vitalidad era contagiosa. Sin embargo, cuando la puerta de la cámara no se abrió, estar con ella se volvió una tortura. Me sentía culpable de que no poder salir de allí, de que la niña moriría allí por mi culpa, de que nunca tendría una vida de verdad. Yo, con treinta años, algo había vivido, pero aquella niña estaba condenada de por vida –bajé el tono – sin embargo fue ella la que me hizo salir adelante. Necesitaba cuidados, educación, compañía… – me pasé la mano por el labio inferior, en un gesto de angustia – recuerdo cómo me miraba cuando yo gritaba y aporreaba la puerta. Sus ojos grandes estaban aterrorizados, y cuando yo me acercaba a ella, huía. Entendí entonces que no podía seguir así.

– ¿Le hiciste daño?

– Nunca se lo haría. Jamás le he tocado un pelo. Era… es como mi hija. Dejé entonces la puerta y volví a nuestra vida normal, si se le puede llamar así. Le preparaba la comida, le leía cuentos, la hacía estudiar… al principio ella comía o escuchaba debajo de su cama, pero poco a poco volvió a mi lado. He tratado de educarla lo mejor posible, de enseñarle cómo era el mundo en el que vivíamos, de que tuviera una educación acorde con su edad…, no sé cómo lo habré hecho, pero…

-¿Y por qué una niña?

– ¿Qué?

– Por qué una niña. Un hombre y una niña. ¿Por qué?

Me sonrojé.

– El plan era comenzar a repoblar la tierra cuanto antes. Por ello, cuanto más joven fuera la mujer, más hijos podría tener, y más esperanza tendría la humanidad para sobrevivir.

– Asqueroso. Sólo se le podía haber ocurrido a un hombre. No te habrás acostado con ella, ¿verdad? Espero que ni se te haya pasado por la cabeza, porque…

– ¡Te he dicho que la considero como mi hija! ¡Nunca haría una cosa así!

Mi voz había dejado de ser un susurro para convertirse en un grito casi ensordecedor en aquel pequeño cuarto de cristal, pero que alguien insinuara que yo le había hecho daño a Eva era más de lo que estaba dispuesto a soportar.

– ¿Cómo sé que está bien? ¿Cómo sé que no la habéis hecho daño vosotros? – bramé.

Como respuesta, uno de los cristales se tornó azulado, dando paso a la imagen de Eva sentada en una cama. Tenía buen aspecto, la habían peinado y dado ropa nueva, algo necesario porque la que teníamos en la cámara ya no aguantaría mucho más. Estaba hojeando un libro y, de cuando en cuando, se llevaba una pequeña galleta de chocolate a la boca. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Parecía estar bien y, sobre todo, tranquila, algo no muy habitual en una niña tan asustadiza como ella.

– No ha dicho mucho desde que llegó – la voz robótica parecía más afable ahora – tan sólo pregunta por ti. Quiere saber dónde estás.

– Dejadme verla, por favor – supliqué – debe estar asustada.

– Ahora está más tranquila, pero nos ha costado mucho lograr que se calme.

Bajé la cabeza, abrumado.

– Es culpa mía. Cuando me di cuenta de que la maldita puerta no se abría, me volví loco, como he dicho. No dejaba de gritar, de aporrearla, de maldecir, me volví casi un animal, obsesionado sólo con el modo de abrirla. Desde entonces no ha vuelto a estar del todo tranquila. Pasado el tiempo, me seguía mirando de reojo, como si temiera que me volviera una bestia de nuevo.

– La tuya es una reacción comprensible, dadas las circunstancias.

– Lo que no entiendo es por qué no se abrió. Todo estaba perfectamente programado, me lo explicaron una y otra vez, me aseguraron que habían comprobado el mecanismo… pero no funcionó. No lo entiendo.

– La puerta no falló.

– Te estoy diciendo…

– Te he entendido. Quien no me entiende eres tú. La puerta no falló. Estaba programada para no abrirse.

– ¡Eso es imposible! – bramé – ¡Se abriría una vez pasada la catástrofe! ¡Me lo aseguraron!

– Te mintieron.

– ¿Y cómo sé que no mientes tú? ¿Quién coño eres? ¿Qué sabes tú de todo esto? – grité, airado. La puerta se abriría – murmuré, ya sin fuerzas… como intentando convencerme a mí mismo, pero, por mucho que lo intentara, no podía refutar el hecho de que no se había abierto.

Permanecí en silencio unos minutos, intentando asimilar la noticia. De repente, los grilletes que me sujetaban a la mesa se abrieron, y la figura que estaba a mi lado me tendió un brazo para ayudarme a bajar. Las piernas no me respondían y tuve que agarrarme a él. Se volvió y, tras el cristal que le ocultaba el rostro creí entrever una mirada de desprecio. Aquello me forzó a incorporarme. Una de las puertas de cristal se abrió y la figura me hizo señas de que la siguiera. Después, desapareció tras ella.

Le seguí, inquieto. Caminábamos en silencio, con rapidez, a través de un pasillo forrado con paneles blancos. De cuando en cuando, aparecía otra puerta de cristal, pero el interior estaba oscuro, y no era posible atisbar lo que había dentro. Nos detuvimos ante una de tantas. Mi acompañante alzó la mano y la puerta se abrió.

– ¡Víctor!

El grito de alegría de Eva me hizo reír. Corrió hacia mí y saltó a mis brazos. La abracé con fuerza, preguntándole si estaba bien. Ella asentía, aferrada a mí, tocándome la cara como si quisiera cerciorarse de que yo era real. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas al abrazar aquel cuerpecito tembloroso, aquella niña asustada de quien, en aquel momento, yo era el único consuelo.

Sin mediar palabra, nuestro acompañante reemprendió la marcha. Le seguí, sujetando bien a Eva. No permitiría que nos volvieran a separar.

De nuevo nos detuvimos ante otra puerta de cristal, detrás de la cual sí aparecía un resplandor azulado. Un movimiento de mano y, como antes, pudimos franquearla. Dentro, sentada ante un pequeño ordenador, otra figura enfundada en la misma armadura negra, tecleaba con rapidez. Si se había percatado de que estábamos allí o no, no era posible saberlo, ya que no había variado un ápice su postura. Unos minutos después se levantó, se llevó las manos a la nuca, y tiró del casco, que se abrió con un bisbiseo.

Miré sorprendido a la mujer pelirroja que nos observaba en silencio. Tendría unos treinta años, el cabello rojo, color fuego, el cutis pálido y sus inteligentes ojos verdes saltaban de Eva a mí. Para mi sorpresa, la niña la saludó efusivamente con la mano, a lo cual respondió la mujer con una sonrisa. La figura negra que nos había acompañado también se quitó el casco, dejando ver un hombre delgado y serio, de tez oscura y ojos negros, que me observaba como un entomólogo a un escarabajo.

– ¿Así que tú eres el «pringao» ese al que convencieron para entrar en la cámara? – se burló con voz profunda.

Los miré atónito. ¿Qué estaba ocurriendo?

– Siéntate – me invitó la mujer – me llamo Silvia. Creo que ha llegado el momento de que te enteres de la verdad.

– ¿Qué verdad?

– Cállate y escucha.

FIN PRIMERA PARTE

¡No te preocupes lector! Falta menos para saber el final…..

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS