Entré en clase y leí en la pizarra: «Soy la persona que imparte el taller y estoy oculta entre ustedes. Redacten un escrito indicando quién creen que soy y por qué». Eché un vistazo y aposté por una chica de treinta, con gafas y semblante distraído. A mí también me observaban, claro.

Tres días después llegó una carta a mi casa. «La mayoría de estudiantes piensa que es usted el profesor. Enhorabuena».

El lunes siguiente, algo inseguro, comencé a escribir en la pizarra el decálogo de Monterroso.

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