Como familia compartimos muchos eventos, en la mía, decir demasiados sería decir pocos, tomando en cuenta que somos una familia enorme. Los cumpleaños, las bienvenidas, las despedidas, navidad, bautizos, bodas, las fiestas de XV años, funerales, y la más temida de todas: La primera comunión.
No sé ustedes, pero atreviéndome a tomar la palabra por los primos que participaron en este magno evento junto conmigo, les puedo decir que primera comunión era sinónimo de pánico escénico de proporciones épicas. Claro que los festivales de la escuela no se quedan atrás en este rubro, pero cuando Dios está sentado en la primera fila, y tu alma corre el riesgo de ir a parar al infierno, el temor resulta mayúsculo.
Sin dar mayor explicación al respecto, se nos comunica a la tierna edad de ocho años, que es nuestro deber hacer la primera comunión. Como buena niña vanidosa que solía ser, lo primero que me viene a la mente en ese momento fue un vestido majestuoso, así, tan gigantesco que no quepa por la puerta, al que despiadadamente le añaden un armazón de alambre para hacerlo más voluptuoso aún, y con el que se hace un desfiguro monumental a la hora de sentarse. Capas y capas de holanes de un blanco inmaculado, acompañado con un bello tocado y velo al tono. No dormía pensando en el vestido más hermoso del mundo con el cual iba a tomar la comunión por primera vez.
Al paso de los días me dicen que para hacerme merecedora de ese vestido, tengo que asistir al catecismo. Y ¿qué es eso?, pregunté yo, un coscorrón fue el precio que tuve que pagar para enterarme que el catecismo es la escuela en donde nos enseñan a conocer a Dios. Ahí nos hablan de las cosas fantásticas que hizo, de sus súper poderes para convertir el agua en vino, multiplicar los peces y los panes, y el más impresionante de todos, el poder de revivir a los muertos; a partir de ese momento comencé a intercalar en mis sueños la figura de un zombi llamado Lázaro, que me perseguía tratando de ensuciar mi hermoso vestido. En esa escuela también había que aprenderse, de memoria y rapidito, una serie de oraciones y artículos legales llamados mandamientos.
En la famosa escuelita de Dios, una despiadada monja nos hace repetir las oraciones incansablemente. Con toda la intención de hacernos caer en el error, pregunta los mandamientos en desorden. El primero, el quinto, el noveno, el temido sexto con que muchos se iban castigados por preguntar ¿qué significa fornicar? Por fortuna, mi prima Lidia me advirtió y preferí quedarme con la duda que formular la pecaminosa pregunta.
El examen final consistía en una confesión, en una reunión familiar previa nos enteramos que Alfredito había mojado la cama una noche antes de presentarse a confesar sus pecados. Todos estábamos muy nerviosos, la monja afirmaba que Dios es despiadado con los que mienten y no dicen la verdad. Así que temblando de miedo y con el vestido en mente, me arrodillé en el confesionario con un entrecortado: “Bendígame padre porque he pecado”. Después de cinco minutos, tres delitos menores, que incluían el pelear a mi hermana, no hacer la tarea de “mate” y peinar al perro con el cepillo de mi madre, tuve que confesar que el jarrón de la abuela lo rompí yo, y no el peinado perro. El sacerdote nunca dijo “aprobada”, pero asumí que “yo te absuelvo” era algo así como pasar de panzazo. Me recetó una condena de un padre nuestro y tres aves Marías, más nunca mencionó que debía de extender la confesión al resto de la familia, lo que me resultó muy conveniente.
Lo más difícil había pasado, ahora todo era cuestión de aprenderse la coreografía de la entrada, quién va a la derecha, quién a la izquierda, caminar derechito y sin caerse, llevando en una mano vela y en la otra libro y rosario. Para mi desgracia de aquella época y fortuna del día de hoy, mi santa madre se negó a comprarme el vestido que describí con lujo de detalles, y por el que estaba dispuesta a tirarme al suelo y patalear, sino es que se le ocurre advertirme que eso, era pecado. En cambio recibí, sí un lindo, pero medianamente discreto vestido, mismo que utilizaron mis tres hermanas menores para el mismo acto, no por una cuestión de tradición familiar, sino por razones económicas.
Con el palpitar acelerado y las manos sudorosas seis primos y yo comenzamos el recorrido de un largo pasillo que terminaba en un reclinatorio frente al sacerdote. A lo largo de la ceremonia, el sacerdote fue lanzando preguntas que los debutantes debían responder, por más que evité el contacto visual como me recomendó Tita, el padre me pescó la mirada en una y tuve que responder en voz alta.
Nunca antes había probado bocado más difícil de tragar que el cuerpo de Dios, nadie me dijo que éste era bastante reseco y se pega en el paladar. Tuve que hacer malabares con la lengua para evitar comerme a mordidas el sacrosanto cuerpo. Nada de esto se compara con el reflejo de escupir la sangre sagrada, sangre que huele igual que el brandy que toma mi bisabuela Belén todos los días. Con un ardor de los mil demonios y una mal disimulada tos, los pecados fueron expulsados de mi cuerpo dejándome en un completo estado de santidad.
Por fin la ceremonia terminó y nos pudimos ir a comer tamales, con mucho cuidado claro que el vestido se ensucia a la menor provocación y la tintorería sale muy cara. Confieso que lo angelical nos duró como treinta minutos, una hora más tarde todos los pecados cometidos estaban de vuelta entre nosotros, incluido el de aquella figurita de Lladró que se hizo pedazos al caer, cuando un giro mal calculado de mi vestido la lanzó por los aires. Hasta la fecha, nadie se ha adjudicado el atentado.
Patricia Bañuelos
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