Escribía palabras con colores espesos para arañar la pintura con la uña y atrapar lo que escondían en ellas. Así, después se volvía un imposible, marea, un escenario, ventana una esperanza, debajo de domingos una fiesta, piel, un escalofrío.
Se iban encadenando unas a otras.
Desde la papelera, historias arrugadas en bolas de palabras estrujadas, le gritaban auxilio o le pedían perdón.
Después de tanta vida, solo tenía dos opciones: un buen psicoanalista o un taller de escritura creativa.
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