I
La suavidad de la zeta, aire apenas que escapa por los laterales de la lengua atrapada entre los dientes, subraya la contundencia del sonido [k] y la sonoridad de la doble erre.
En la lista del colegio era siempre la última a causa de mi apellido y cada año rezaba por que no viniera ningún Zumárraga que pudiera desbancarme. Si no podía ser la primera, me consolaba ser la última: la cuestión era ocupar un lugar destacado; escapar, aunque fuese por el final de la lista, de la asfixiante masa de apellidos comunes que había entre la a y la zeta. Lo escribía a la castellana para que tuviese más letras: catorce. Solo había una niña en todo el curso cuyo apellido fuese tan largo y difícil de pronunciar —incluso para algunos vascos— como el mío (Can you record it for me?, me preguntaría años más tarde una compañera de Cambridge en nuestro café favorito de la ciudad, blandiendo ante mi cara el móvil con la grabadora encendida).
En el colegio Andrea Cenigaonaindia y yo no coincidíamos más que en clase de inglés, donde librábamos, inadvertida para la profesora, una batalla por obtener las calificaciones más altas. Además de en cuestiones académicas, éramos rivales en el plano capilar. Nos veíamos cada mañana en el autobús; Andrea se sentaba delante de mí, en la fila de asientos de la derecha, y desde mi posición privilegiada en la retaguardia yo inspeccionaba su melena y me regocijaba si descubría entre los estirados mechones rubios un rizo que hubiera escapado a la doma del secador y el cepillo.
Esta guerra la ganó la Cenigaonaindia a finales de segundo de la ESO cuando una facción de mis ganglios linfáticos se sublevó contra mí y hubo que recurrir a la quimioterapia para doblegarlos. Recuerdo perfectamente —o así quiero recordarlo— que el día que nos dieron la noticia en el hospital de Cruces yo vestía un conjunto de pantalón y jersey turquesa y la melena, espesa, me caía por la espalda como una capa de superhéroe. En aquel momento lo único que me preocupó fue perder el pelo; perder la vida no me pareció entonces un peligro real, quizá porque no me encontraba mal físicamente, o porque en mi inocencia creía que la muerte era algo que sobrevenía solo a los viejos, o porque morirme tan joven, sin haber dado más besos de película que los que ensayaba con la almohada, se me antojaba sencillamente inconcebible.
Ahora que soy menos romántica y más pragmática —y también más cínica— estoy en contra de embellecer el lenguaje del cáncer mediante connotaciones bélicas. El cáncer es una enfermedad, no una guerra, y, por tanto, no tiene sentido hablar ni de vencedores ni de vencidos. Lo único en lo que se parecen la guerra y el cáncer es en el hecho de que se puede salir victorioso de ambas, pero nunca indemne. A mis quince años, sin embargo, con los ojos desnudos de pestañas y despojada, como Sansón, de mi larga melena, me aferré a aquellas catorce letras, zeta, u, eme, a, ele, a, ce, a, erre, erre, e, ge, u, i, Zumalacárregui, con tilde en la a porque es esdrújula, y me encomendé —atea como era ya por aquel entonces— al guerrero del que había heredado mi apellido. Una insensatez, en realidad, puesto que, aunque en ese momento yo no lo sabía, el general Zumalacárregui había muerto a consecuencia de las heridas que le habían infligido en el campo de batalla.
Así fue como nació, en la adolescencia, mi interés por la historia del apellido de mi padre, que hasta entonces solo me había interesado por cuanto alimentaba mi vanidad infantil: pues en Bilbao hay una avenida Zumalacárregui, me jactaba una y otra vez ante quien quisiera oírlo, ¿a que tú no tienes una calle con tu apellido? En la familia se daba por sentado que descendíamos del general, aunque no estaba muy claro cómo habíamos logrado mantener el apellido si el «tío Tomás» solo había tenido hijas. Mi fascinación por su figura devino idolatría cuando me enteré de que, según decían algunos, era el general Zumalacárregui quien había inventado la tortilla de patata para saciar el apetito de sus tropas: aunque mis gustos se han ido refinando con el tiempo, la tortilla siempre ha sido y será siempre mi plato favorito. Por aquel entonces también creía en el destino y las casualidades —leía la Superpop— y conferí a aquella historia un significado trascendental que evidentemente no tenía. Años más tarde me enteraría de otra casualidad, igual de fantasiosa, que también creí que debía significar algo. Esta vez, de verdad.
Eran las elecciones municipales de 2011 y, como a Asier le había tocado mesa electoral, fui a visitarlo. Resultó que había hecho buenas migas con un peneuvero jubilado, que me dijo varias veces, como si me estuviera confiando un secreto de Estado, que el PNV era igual igual que el PP, pero de Euskadi. Dile, dile como te apellidas, insistía Asier, que siempre había envidiado abiertamente mi apellido, solía dirigirse a mí como «mi generala» e incluso llegó a disfrazarse de carlista en unos carnavales (hace poco incluso me contó que estaba pensando en escribir una novela «neocarlista»). Cuando lo pronuncié, regodeándome en el peso de las sílabas que caían unas tras otras como las fichas de un dominó, al señor se le iluminaron los ojillos y una rojez invisible le subió a las mejillas perpetuamente sonrosadas por décadas de alcoholismo. (En realidad soy incapaz de recordar con precisión estos detalles, pero cuando pienso en aquel señor lo imagino así, con esos ojillos, esas mejillas, olor a tabaco y una barriga de Olentzero asentada sin remordimientos sobre la cinturilla del pantalón, y en mi mente no puede llamarse más que Patxi). Pues bien, fue Patxi quien me aseguró, como si tal cosa, que en Las Carreras todo el mundo sabía que el general Zumalacárregui había dejado encinta a una joven del pueblo y había terminado por reconocer al niño. Un varón.
Un bastardo. Un ascendiente bastardo. Así dicho sonaba a cuento de vieja, y quizá no le habría prestado mayor atención de no ser por que mi padre siempre me había hablado de las tierras que el suyo había poseído precisamente en Las Carreras, conocimiento al que difícilmente podría haber tenido acceso aquel señor bigotudo (añado ahora al retrato un bigote cano, amarillentas algunas hebras como los pelos de una escoba, un bigote vivaracho y sonriente). No solo descendíamos del general Zumalacárregui, sino que podíamos descender del hijo bastardo del general. Aquello parecía el argumento de un folletín y me encantaba.
A mi voluntad de creer esa historia tal vez subyacía aquel afán infantil de distinguirme de los demás, al igual que de adolescente me había complacido sobremanera creerme ligada al origen de mi plato favorito. Del mismo modo que ahora sé que la tortilla de patata seguramente se inventó en Extremadura —aunque, a falta de pruebas concluyentes, yo me sigo decantando por la otra teoría—, quizá descubra en el curso de mi investigación que ni el general tuvo un hijo ilegítimo ni, en caso de haberlo tenido, es él nuestro antepasado. Puede serlo, si yo quiero: mediante la escritura puedo dar vida y voz al bastardo que fue o pudo haber sido y reivindicar su hipotética existencia.
II
Todo lo anterior es mentira. Bueno, no todo —lo del cáncer, por ejemplo, que aporta mucho dramatismo a la historia, es verdad—, pero sí en su mayor parte. Sí en esencia. Tener un apellido largo y complicado siempre ha sido más causa de fastidio que de orgullo o alegría. Todavía soy incapaz de deletrearlo de memoria: se me mezcla tanta a y ya no sé cuál es la consonante que toca, tengo que escribirlo y leer las letras una por una. Y siempre las mismas bromas de Vitoria para abajo, ¿Zumalaqué?, tú serás vasca lo menos, si te parece soy de Alicante.
Escribo desde el autobús. La gente viaja en Alsa Premium en vez de en Alsa normal por comodidad, o para que le den de cenar un cacho de fuet y cuatro hojas de lechuga, o para entretenerse viendo una película de entre la amplia oferta cinematográfica de la pantalla del asiento. A mí lo único que me interesa del Alsa Premium es la bandeja desplegable sobre la que apoyo el ordenador para escribir. Por extraño que parezca, escribir me ayuda a no marearme. También leer. Por eso, cuando viajo en Alsa Premium siento que no estoy perdiendo el tiempo, sino todo lo contrario. Son cuatro horas aseguradas de tiempo para mí, cuatro horas de quietud que dividir a mi antojo entre la página y la tecla.
Por supuesto, viajo en ventana. Evito mirar por el cristal al principio, porque salir de la ciudad genera en mí una desazón enorme, superada únicamente por la tristeza que me provoca volver. Al salir y al entrar, una se da cuenta de que la ciudad es una construcción, un oasis de asfalto erigido en mitad del desierto o, en vez de un oasis, el espejismo de un oasis. Afuera está la vida, están el agua y el verdor —en El Capricho, sin ir más lejos—, pero el espejismo enturbia los sentidos con la visión de sus carteles luminosos, el ruido enfurecido del tráfico, el olor pegajoso del estrés y la comida rápida. El espejismo nos lleva a pensar que la vida es eso, que la vida que una debe desear es esa, una oferta cultural y gastronómica inigualable, tiendas y centros comerciales, cuando la vida es lo que ocurre fuera del perímetro de asfalto, donde los mocos no se vuelven negros y vuelan todavía las mariposas. (En serio, Paula, ¿hace cuánto que no ves una mariposa?).
Salimos. Miro esas torres vigilantes y pienso que los rascacielos debieron ser inventos masculinos. Después, grandes concesionarios de coches en los que no desearía trabajar nunca. Filas y más filas de chalés adosados. Por fin, el campo. Me gustan los nombres de esos pueblos cuyos carteles no puedo ver desde el autobús, pero que conozco gracias a Google Maps. Aldealázaro. Alcuvilla de Avellaneda. Bocigas de Perales. Barbadillo del Pez. Valluércanes. Me gustaría poder pararme en cada uno de esos pueblos —quién sabe, quizás algún día lo haga—, descubrir qué hay detrás de esos nombres tan sonoros y pintorescos, desentrañar su historia como quiero hacer con la historia de mi familia.
Hasta este año nunca me había interesado especialmente la historia del general. ¿Por qué ahora sí? Quizá tenga algo que ver el hecho de que he cumplido treinta años. Desde luego, ha sido al cumplir los treinta cuando me han sobrevenido estas revelaciones sobre la ciudad y el campo, mocos y mariposas incluidas. He empezado a preguntarme cómo sería la vida de mi ascendiente cuando entró en la treintena, más aún, si sabría siquiera que había entrado en la treintena al entrar en la treintena. ¿Sabría en qué año había nacido? ¿O la fecha exacta de su alumbramiento? Seguramente alcanzó los treinta sin darse cuenta, sin sentir que había cruzado el umbral invisible con el que yo me he tropezado. Sobre todo, porque, aun de haber sido consciente del año que cumplía, cumplir treinta en el siglo XIX no supondría el hito que ahora supone, mientras que yo, al cruzar este umbral invisible, me he pegado un batacazo de impresión. Nada es esencialmente diferente a como era hace unos meses; no ha ocurrido nada de particular. El único deterioro perceptible es el de mi mirada. Desde que cumplí los treinta es como si intentara verme a mí misma a través de unos cristales empañados por la duda y el escepticismo.
No sé cómo me imaginaba a esta edad cuando era pequeña. No recuerdo si me veía con un hijo o con varios, si me conjeturaba casada o soltera. Tampoco soy consciente de haber deseado dedicarme a una profesión determinada. Desde luego, nunca me planteé ser traductora, y creo que no era consciente de que hubiera personas que se ganaran la vida vertiendo libros de un idioma a otro. Siempre se me dio bien estudiar, y hacia los catorce quería ser notaria para ganar mucho dinero. Quizás eso habría sido lo más sensato. Quizás ahora no estaría pagando a plazos este ordenador y escribiría desde mi chalé adosado de las afueras en vez de desde este autobús en el que atravieso las afueras. En algún momento —seguramente cuando empecé a juntarme con punkis y a salir por el Casco Viejo— me volví tonta e idealista. Estudia algo con salidas, me repetían, y me negué. Como quería ser escritora, estudié una filología, en la que presumiblemente me enseñarían a leer y a escribir mejor. Quizá si hubiese estudiado Derecho y aprobado unas oposiciones el batacazo de los treinta no habría sido tal. Nadie me habría impedido ser notaria y además escritora, gozar de una identidad dual sólida, ser como un elefante. En cambio, soy un flamenco, frágil en mi idealismo, sustentada apenas por una única pata enclenque y una cuenta bancaria igual de exigua. No puedo decir, mira, no he publicado ningún libro todavía porque estoy demasiado ocupada con mis cosas de notaria. Si no soy escritora —entendiendo por escritora persona que escribe y publica libros para que otros los lean, y no persona que escribe en el Alsa Premium sin editor que la ampare— no sé qué soy. Quizá no soy nada.
Es posible que el bastardo —nota: ponerle nombre lo antes posible— me ayude a entender quién soy. No porque vayamos a tener mucho en común un señor de hace dos siglos y yo, sino porque me obliga a volver a casa. En sentido tanto literal como figurado.
La lluvia, fina y persistente, lo había calado hasta los calzones. Tenía el pelo empapado adherido a la frente y al cuello. Estaba temblando, pero no solo por culpa del frío. Por suerte, nadie distinguiría las lágrimas de las gotas de lluvia que le caían por la cara.
Le habían dicho que esperase fuera y así lo había hecho. Transcurridas varias horas, la madre había salido para tranquilizarlo, todo va bien, no te preocupes, ya falta poco, pero su gesto había surtido el efecto contrario. Al verle las manos teñidas de rojo, Telmo había estado a punto de caerse redondo. Había degollado infinitos conejos sin pestañear, había participado en incontables txarribodas, pero ver la sangre de María en manos de la madre era algo muy diferente. Juan barrure, ordenó haciendo un violento gesto con el brazo, y la madre se había apresurado a entrar de nuevo en casa. Telmo se alejó del caserío dando tumbos y solo se detuvo cuando ya no pudo oír los gritos agónicos de María. Entonces se le abrieron las tripas y vomitó sobre la hierba.
Telmo nunca había conocido a su padre. Nunca había sido acariciado, reprendido, felicitado, castigado, instruido por un padre. No sabía cuándo un padre debía mostrarse firme, cuándo ser comprensivo. La única disciplina que había conocido él era la impuesta por la madre. Recordaba perfectamente el día en que la abarca había dejado de infligirle algún daño. Necio de él, se había echado a reír. A partir de ese momento, la madre empezó a castigarlo con una media llena de garbanzos que le dejaban el trasero morado y le impedían sentarse durante varios días. Telmo esperaba no tener que recurrir a los garbanzos para inspirar en sus hijos el debido respeto, pero carecía de otras referencias.
Ante él se extendían millas y más millas de campas. Las nubes, preñadas de lluvia, se derramaban sobre las copas de los árboles. Un parche de hierba empezó a encenderse ante sus ojos y su sombra se dibujó larga y negra sobre el verde. Sintió calor en la nuca y se giró. El sol se había abierto paso entre las nubes e iluminaba la fachada grisácea del caserío. Pronto el azul se expandiría por todo el cielo, barriendo las nubes oscuras que persistían a su espalda.
En ese momento se abrió la puerta del caserío y la madre le hizo gestos para que se acercara. Telmo entrecerró los ojos y soltó un suspiro de alivio: la madre estaba sonriendo.
No puedo evitar cierto sentimiento de culpabilidad al narrar un parto desde la perspectiva de un hombre, pero es la historia de Telmo [nota: nombre provisional, para evitar seguir llamándolo «el bastardo»; investigar qué nombres eran más típicos en el País Vasco a principios del siglo XIX]. Quizá Telmo podría haber sido más valiente, haberse quedado en las inmediaciones del caserío, donde no pudiera evitar participar del sufrimiento de su mujer. Quiero pensar que no estoy haciéndolo débil o egoísta de manera cruel e injustificada (¿quedará demasiado dramática la vomitona?). Por el contrario, creo que su reacción al ver la sangre y alejarse sirve para subrayar el miedo que siente ante el inminente nacimiento de su primer hijo. O hija, claro. Todavía no he decidido si es mejor que sea niño o niña. Mejor para la historia, quiero decir.
Me pregunto si Telmo supo desde niño quién era su padre o si pasó su infancia sin conocer la trascendencia de sus acciones. Me pregunto si lo llegó a conocer en persona o si la implicación del general en la vida de su único hijo varón se limitó a proporcionarle el apellido. Creo que es importante definir todo esto para construir el personaje. Yo siempre supe, o creí saber, quién era mi padre. Primero, gracias a todas aquellas anécdotas que ama contaba sobre él y que sirvieron para apuntalar mis recuerdos de infancia. Después me enteré de todo aquello que ama quería evitar que descubriera. Mi vida entera habría sido muy diferente si no hubiera sabido desde tan pronto quién era mi padre de verdad. Si no hubiera conocido la transcendencia de sus acciones.
Ama y yo nos mudamos a Bilbao cuando yo tenía cinco años, edad en la que la imagen de mi padre queda congelada en mi memoria, como un Peter Pan barbudo. No recuerdo cuándo desapareció él; solo sé que un día, de repente, estábamos solo ama y yo en aquel piso que no tenía apenas muebles. Me explicó que aita estaba trabajando muy lejos, cómo de lejos, tan lejos que seguramente nunca pueda volver. Yo le pregunté si estaba triste y ya entonces, pese a mi corta edad, supe que no me estaba diciendo la verdad, o no toda la verdad, cuando respondió que sí. Según ama, todas las fotografías de aita se nos habían traspapelado en la mudanza, lo que siempre me pareció sospechoso.
Creo que voy a darle una hija a Telmo. Que se joda. No se puede tener todo en esta vida, ni siquiera en la ficticia. Por si fuera poca suerte tener un padre tan decente como para dar su inconfundible apellido al hijo bastardo que tuvo con una campesina, ahora encima voy a dar a ese bastardo un hijo varón que lo ayude a labrar los campos. Ya tendrá tiempo Telmo de tener hijos varones. Su mujer todavía es joven, y no se le va a pasar el arroz mientras yo no lo quiera. Tiene que tener por lo menos un niño, claro, porque si no yo y mi apellido no estaríamos aquí, escribiendo esto, pero primero… que sufra un poco. Por muy antepasado mío que sea, me parece completamente injusto que a él le haya tocado un padre general y a mí, un exetarra.
SINOPSIS
En mi familia siempre hemos sabido que estábamos emparentados con el general Tomás de Zumalacárregui, militar guipuzcoano de la primera guerra carlista. Sin embargo, puesto que no tuvo descendientes varones, y entre sus hermanos no hemos encontrado todavía a nuestro ascendiente directo, nuestra conexión con el general es un misterio.
Una de las posibilidades pasa por que descendamos de un hijo ilegítimo al que el general habría terminado reconociendo y que habría vivido en el barrio vizcaíno de Las Carreras, donde casualmente creció el abuelo de mi padre. La teoría de un ascendiente bastardo siempre ha despertado en mí sugerencias que en los últimos tiempos piden cobrar forma literaria.
La novela, el relato del proceso de investigación y escritura de una novela llamada igualmente Mi ascendiente bastardo, estará compuesto en primera persona por la autora, un yo autoconsciente que será mi yo real y, simultáneamente, un personaje inventado, transgrediendo el pacto de la ficción al combinar dos tipos de narraciones antitéticas: la exposición autobiográfica, en la que el autor es también narrador y personaje principal, y el relato imaginativo de la ficción. Este relato estará salpicado de los fragmentos en tercera persona del libro dentro del libro.
La posibilidad de que los resultados de la investigación nos alejen de la hipótesis del bastardo planteará varias preguntas. ¿Es lícito moldear la historia para crear literatura? ¿Y la historia propia? ¿Qué debe hacer un escritor con los datos verídicos que no se ajusten a su universo de ficción?
Con este libro me propongo explorar temas como la identidad, las relaciones familiares y los límites difusos de la ficción. Como defendió Marcel Proust, el único libro verdadero existe en nuestro interior y el escritor no tiene que inventarlo, sino traducirlo. Yo traduciré la genealogía de mi familia al lenguaje de la ficción.
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