El jardín de los árboles olvidados

El jardín de los árboles olvidados

I. El regreso. Septiembre de 1975

A mi padre le gustaba fumar cigarrillos de picadura, sobre todo el que mi madre le liaba después de cenar y mientras se tomaba una copita de aguardiente. Ella hurtaba siempre un pequeño sorbo. El tabaco se lo suministraba Tomás, su amigo estanquero, a cambio de algunos trabajos de carpintería que mi padre le realizaba.

Años después, me despertaría con esos recuerdos, precisamente el día que volvía a mi pueblo y al que no regresaba desde hacía algo más de doce años. Había estado soñando esa noche con mis padres y aún permanecía en mis labios un extraño sabor a tabaco cuando me levanté.

Aunque sin encontrar una explicación racional, mi paladar, mi lengua y mis glándulas eran capaces de segregar el sabor de los sueños. Desde los más amargos a los más dulces. Todos pasaban a formar parte de mi boca y yo los reconocía nada más abrir los ojos. Nunca pregunté, pero recuerdo que una vez, siendo pequeña sorprendí a mi abuela materna hablando con madre sobre el tema, ambas callaron al entrar yo.

¿Tenía que hacer aquel viaje?, por entonces desconocía su trascendencia y lo que representaría en mi vida. Recuerdo cómo la noche anterior al viaje, repasé la maleta, di vueltas a la manilla del despertador, y me quité los rulos. En aquella época era muy previsora. No dejaba nada al azar.

Me levanté con tiempo más que suficiente para no tener que andar con prisas. Aunque el taxi estaba avisado, me inquietaba depender de una nota que la mujer de la centralita tomó de manera rutinaria y quizá con cierta desgana. Mi naturaleza desconfiada no descartaba tener que tomar otra vía alternativa llegado el caso. Por aquel entonces, la rutina y una escrupulosa organización marcaban el ritmo de mis días. Eso me daba seguridad, una seguridad impostada quizás porque, años atrás, la vida me había sorprendido sobremanera.

Cuando me levanté la casa estaba en penumbras, con cierta sensación de frío que anunciaba el final del verano. Tras los cristales, una lluvia de barro había dejado sobre la ciudad una pátina de color pardusco. Aún se hallaban las farolas encendidas. Sentada, justo al lado de la lamparita, releí la carta certificada que me notificaba la cita para la lectura del testamento.

La tarde antes llamé por teléfono a mi prima Matilde para comunicarle mi viaje. Se enfadó un poco por habérselo dicho en el último momento.

Sentada dentro de la pequeña garita de teléfonos de la Plaza del Sol, en el barrio de Gracia, le confirmaba que iría; al igual que meses atrás excusé mi ausencia, sin demasiados argumentos, para el sepelio de la tía Milagros, la hermana de mi abuela. No me importó lo más mínimo que me pudiesen despellejar viva en el pueblo. Casi me deleitaba pensar en la idea de que hablasen de mí, era la forma de salir del olvido en la mayoría de las memorias de la gente de la localidad. Pero la realidad fue otra bien distinta: no tuve demasiadas ganas de ir al entierro de alguien a quien nunca profesé demasiado aprecio.

Era consciente que al regresar al pueblo tendría que afrontar conversaciones pendientes. Desde que se hizo patente el viaje, un sabor agridulce me subía desde el estómago a la boca.

Los imprevistos me ponían nerviosa. La noche del viaje apenas si pude dormir. El viento había rugido con fuerza, ese mismo viento que hacía crujir las ventanas del amplio dormitorio en el colegio de las Hermanas del Perdón, el colegio de religiosas donde pasé algunos años y que parecía pronosticar malos presagios. Odiaba su aullido. Para vencer ese recelo, de pequeña, me imaginaba las ramas de los árboles del jardín como grandes renos que golpeaban los cristales con sus astas. Desarrollé por aquel entonces la imaginación desbordante que me ha acompañado a lo largo de mi vida y que, pienso, me ha ayudado a sortear las dificultades.

Mientras esperaba el taxi, observaba como los muebles se desdibujaban en sombras deformes sobre la pared, cada vez que la luz de algún vehículo se colaba a ráfagas por la ventana. Una pared de flores, un papel pintado que colocamos, mis hijos y yo, cuando nos mudamos al piso.

Cuando los chicos se fueron, el piso me quedaba grande como un traje heredado. Los echaba de menos. A veces, entre las sombras, volvía a oír sus risas.

Era curioso, a tan sólo un día de mi cuarenta cumpleaños, me sentía vieja, quizás cansada. Echando una mirada hacia atrás, todo había transcurrido demasiado rápido.

Nunca había pasado un cumpleaños sin mis hijos. ¡Mis hijos, lo mejor que tengo en el mundo!

Me sobresaltó el ruido metálico del porterillo y con paso apresurado me acerqué a descolgarlo. Tras unos segundos sólo dije:

—De acuerdo, ahora bajo—y mis palabras retumbaron con grave eco.

A la salida me dije: ¡Vamos allá, Rosario!, mientras enderezaba el letrerillo de madera de la entrada: “Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa”.

Encontré al conductor fuera del auto, apurando las últimas caladas de un cigarro, y con gesto amable tomó la maleta para guardarla. Apenas nos dimos los buenos días. El Seat 1500, negro y amarillo, casi imperceptible sobre una mañana aún dormida, exhalaba fogonazos intermitentes por el tubo de escape, un humo grisáceo que difuminaba más si cabe su contorno.

Sentada en el asiento trasero, mientras el vehículo rodaba por las calles vacías de Barcelona, contemplaba una ciudad distinta. Algunas luces amarilleaban a través de las ventanas del vecindario. Bloques en silencio, con cientos de corazones palpitando en su interior. Cada uno con una historia. La ciudad era sorprendente a aquellas horas de la mañana y aunque no era la única vez que la contemplaba así, aún por despertar, se me antojaba diferente, desconocida, algo misteriosa incluso. Durante el día aquel barrio era bullicioso y la gente deambulaba por él con aire festivo, sin embargo a estas horas, parecía que los fantasmas fuesen a salir de los húmedos adoquines o de las oscuras esquinas.

Sentí la mirada del conductor a través del espejo retrovisor, quizá esperando encontrar en mí algún atisbo de conversación. Pero no tenía ganas de hablar, no era, ni soy, especialmente charlatana. Mi vida se ha forjado de silencios y de palabras ahogadas y me resulta incómodo hablar cuando no es preciso.

Radio Nacional de España emitía, a través de un pequeño transistor colocado sobre la guantera y sujeto con cinta aislante, un nuevo parte sobre el Generalísimo; éste último, decía ser algo más esperanzador. Giré la cabeza hacia la ventana. El asfalto aún contenía restos del barrizal en que se había convertido Barcelona y los coches denotaban la suciedad de esa llovizna.

Mientras contemplaba la ciudad, recordé mis principios en ella, porque si bien el desarraigo lo sentí al llegar a Barcelona, en estos momentos percibía que podría ser a la inversa: me podría sentir extraña en mi propia tierra. Tengo mis recuerdos claramente divididos en dos mitades, entre el pueblo y la ciudad, con Andrés, mi marido, y sin él.

Sabía además que habría una serie de preguntas que tendría que contestar y otras muchas que formular. Había aparcado el tema de Andrés en un pequeño recodo de mi cabeza, para no volverme loca quizá. En los días previos al viaje, desde que me llegó la carta, no hacía otra cosa que darle vueltas a esa idea.

El conductor frenó de forma inesperada devolviéndome a la realidad. La entrada principal de la estación de Francia se hallaba repleta de gente. Había amanecido, apenas sin darme cuenta. Las farolas aún lucían pálidas cuando atravesé los arcos del edificio y pisé la rosa de los vientos que dormita en el suelo.

Aún me quedaba tiempo para tomar café y entré en la cafetería de la estación. Estaba igual que la recordaba. Bulliciosa y alegre, como cuando viajábamos los cuatro. La cafetera funcionando a destajo, exhalando vapor dentro de la jarra de leche, espumosa como me gustaba. A mis hijos les encantaba pedir churros con azúcar. Les reñía porque, por descuido, se manchaban las manos de aceite. A su padre le hacía gracia. Busqué los paneles que me indicaban el andén de partida. Me cruzaba con gente anónima, la mayoría acompañados de familiares, y eché de nuevo en falta a mis hijos. Encontré mi tren bufando y ya había gente entrando en él.

Subí los dos peldaños y me acomodé en el compartimento. Estaba sola al principio, así que estiré las piernas en el asiento de enfrente. Mi vista se fue de inmediato a las medias y giré con cuidado el nailon al notar una pequeña arruga en la pantorrilla. La puerta del vagón se abrió y eso me obligó a cambiar de posición y a pedir disculpas. Un señor con maleta pidió permiso con amabilidad fingida. Le seguían su mujer y dos niños de entre seis y ocho años. Les sonreí con cortesía y cruzamos algunas palabras más.

Al rato el Andaluz comenzó su marcha, de manera tímida al principio, poco después, comiéndose las vías con ansia mientras recorría la trastienda de la ciudad, dejando entrever las ventanas traseras de los edificios. Una mañana que empezaba a despertar, por los tristes ojos de aquellos hogares grisáceos que traspasaban las vidas ajenas, y que yo podía observar desde mi movible palco. Un escenario enorme y perfecto, con sus actores, vidas anónimas que podía contemplar con la fugacidad de una mirada. Terrazas con prendas tendidas, ropas que parecían, con la suave brisa de la mañana, banderolas saludándome en un viaje hacia mi pasado.

X. Gertrudis, la flaca.


Tomé el camino de albero flanqueado por chumberas. Un camino que recordaba bien y que apenas había sufrido cambios. No había un sitio, ni un solo rincón de aquel pueblo que no hubiese explorado cuando niña. Pasé por la casa del malecón, ahora un solar vacío, donde entonces vivía el hijo de la Alfonsa, el bizco. Nunca supe su nombre, sólo recuerdo que los demás le llamaban así y aunque a mí me daba cierto reparo nombrarle por el apodo, cuando me nos peleábamos, cosa que ocurría con frecuencia, enumeraba a voz en grito cada uno de los motes que hacían referencia a su pobre ojo torcido: bizqueras, bisoño, vizconde, bisoñé, él aguantaba estoico aquellos sobrenombres. Pero como lo llamases “bizcocho capitán de los mochos”, te perseguía hasta alcanzarte y te propinaba una buena tunda. Sonreí al ver el murete desde donde saltábamos intentando batir records de distancia en competiciones reñidas y que acababan con heridas de batallas perdidas contra el suelo de piedras. Caminaba por entre las hileras de chumbos aún verdes y recordé las palabras de Matilde: “Dejas la casa del malecón a tu derecha, sigues bordeando el sendero y al cabo de un kilómetro, más o menos, verás una verja de hierro. Atraviésala y camina por el sendero algo más de un kilómetro, al final, verás la casa”.

Seguí las indicaciones y la encontré. Se hallaba escoltada por bidones llenos de agua. Trastos viejos e inservibles a ambos lados. Un mastín atado por un dogal a la reja de la ventana, gruñó al verme. Paré unos instantes y respiré hondo. Por unos momentos dudé sobre si aquella había sido una buena idea pues no sabía muy bien qué hacía allí, qué iba a decirle y el porqué de aquella absurda visita.

Pero si había llegado hasta allí, creí conveniente continuar. Mi mano tocó la cortina que escondía una puerta a medio cerrar. El perro, con un gruñido apagado, no me quitaba los ojos de encima. Le solté un par de veces: Tranquilo, perrito, tranquilo…

Llamé con los nudillos pero nadie respondió. Asomé un poco la cabeza y descubrí una sala destartalada, en penumbras, con unos muebles viejos apoyados sobre un suelo de cemento con oquedades.

—¡Hola! ¿Hay alguien? —pregunté elevando el tono de voz.

Una mujer bajita y delgada apareció en el fondo de la sala, más ensueño que realidad. Caminaba despacio, intentando adivinar y poner cara a la voz.

—¿Quién anda por ahí?

—Soy Rosario, Rosario Mendoza.

—¿Quién?

—Rosario Mendoza, la hija de Cosme el carpintero.

Gertrudis se acercó a la puerta para ver de cerca lo que casi consideró una alucinación.

—¿Rosarito Mendoza?, ahora caigo. No me lo puedo creer, pero ¿qué haces tú por aquí?

Con la oscuridad a su espalda sólo le resaltaban los ojos hermosos de la Gertrudis que conocí. No sabía muy bien qué decir y un ligero silencio hizo que ambas nos sintiésemos azoradas.

—Bueno, pasa a mi palacio y cuéntame qué te trae por aquí, y dejemos de mirarnos como si ambas fuésemos dos ánimas del purgatorio.

Respiré aliviada al ver que Gertrudis había cambiado el tono.

—Siéntate —me dijo, señalándome una silla de mimbre al lado de otra que ella se dispuso a ocupar.

—En realidad no sé muy bien por qué he venido a verte —dije en un arranque de sinceridad. Hacía muchos años que no volvía al pueblo desde que…

—Sí, sí, desde que tu marido tuvo problemas con la política, ¿no?

Me estiré un poco en la silla, pues aquel comentario me incomodó.

—Sabes, no fue del todo así.

—Mujer, disculpa la brusquedad, pero es que en los pueblos todo se habla y a veces se acierta y otras no.

—Sí, es verdad, Andrés tuvo algún que otro problema, pero no fue más que un cúmulo de infortunios, y sí, es cierto, no vengo al pueblo desde entonces.

—Bueno, mujer, después de todo hay quien ha corrido peor suerte. Para muestra valga un botón. Mírame a mí. Vivo en una zahúrda, y a mí no me han dejado, porque no he tenido marido que lo haya podido hacer, así que al fin y a la postre estoy peor que tú —dijo soltando una carcajada que dejó entrever su desdentada boca.

Me quedé en silencio. Gertrudis prosiguió.

—Pero cuenta, y ¿qué tal estás? Porque como ves, la vida se ha encargado de que me entere bien de que estoy aquí. —Dijo esto y un golpe de tos le sobrevino dejándola sin respiración.

Le di unas palmadas con suavidad en la espalda, comprobando una ligera chepa semejante, aunque menos pronunciada, a la que su abuela tenía cuando yo la conocí y que parecía llevar a la espalda, como en una mochila, la carga que la vida le iba echando en peso.

—¿Te traigo agua?

—Sí, por favor —dijo Gertrudis con dificultad.

A la izquierda de la sala se hallaba un poyete corrido de cemento y ladrillo en el que sobresalía de la pared un grifo que goteaba sobre un lebrillo. Encontré unos cuantos vasos que reposaban sobre el pequeño anaquel del platero.

Gertrudis bebió poco a poco y la tos se fue amortiguando.

—Lo siento —dijo —, últimamente esta tos no me deja vivir ni de día ni de noche, no tengo sosiego.

—¿Y qué dice el médico?

—Esos matasanos no saben de lo que es, me mandan una pila de medicamentos que no me hacen nada. ¡Bah!,

La miraba con cierta compasión. Gertru, la flaca, era otra naufraga. Sólo era dos años mayor que yo y, sin embargo, aparentaba mucha más edad. Su extrema delgadez le había hecho merecedora del apelativo de “la Flaca”. Aunque nunca fue gorda, no consiguió este mote hasta bien entrada en la veintena, cuando ya había parido dos veces y andaba por la vida ayudada de la caridad de la parroquia. Era su nombre de guerra. Ella misma se nombraba como la Flaca. Me contó algunos cosas de su vida, cómo le quitaron los hijos y como se los llevaron a un colegio interno.

—Les dejé de ver el día en que me convencieron de que lo mejor que les podía pasar era que los adoptasen familias de bien. A las mujeres pobres no se nos permite ser madres solteras. Desde ese día arrastro el alma hecha pedazos y no he vuelto a dormir ni una sola noche en condiciones. Tengo pesadillas, les veo en mis sueños. Me despierto llorando…en fin… —Pero dime, ¿a qué has venido en realidad? —dijo cambiando de tono de repente. ¿Tal vez a comprobar que hay gente más desgraciada que tú? ¿O para hacer tu obra de caridad del día y darme alguna limosna? Porque no creo que haya sido un arranque de nostalgia de la niñez.

Volví a incomodarme pues en realidad no tenía respuesta ni sabía el porqué de aquellas ganas de visitar a alguien del pasado.

—No lo sé muy bien, la verdad, tal vez debiera irme —dije levantándome.

Gertru me sujetó por el brazo.

—Mujer, discúlpame, tú no tienes la culpa de nada de lo que me ha sucedido, además imagino, por lo que sé, que tu vida tampoco ha sido un camino de rosas. Es que cuando me veo así, se me sube la mala sangre a la cabeza y ya no sé ni lo que digo.

—No importa, en parte tienes razón.

Se hizo de nuevo un silencio que esta vez rompí yo.

—La vida es difícil en general para todos, y aguantamos más cosas de las que en realidad creemos que vamos a poder soportar. No sé por qué razón he venido, Gertrudis, pero me alegro de verte. Discúlpame si crees que he sido atrevida pero si te soy sincera aunque no sepa bien el motivo de mi visita, no es ninguno de los que acabas de decir. No he querido ofenderte en ningún momento.

Le hablé con sinceridad y mientras la miraba a los ojos; unos ojos como dos faros en un puerto perdido, en medio de un océano de aguas revueltas.

—Discúlpame tú. Ambas estamos en el mismo barco.

En ese momento giré la vista para una sombra pequeña y menuda que apareció entre el hueco que separaba la sala de la otra habitación contigua. Era la hija de Gertru que, apoyada en el quicio, mantenía un dedito en la boca. Tenía una cabellera revuelta de color azafrán. Gertrudis volvió enseguida el rostro hacia ella, limpiándose un poco los ojos.

—Mira, esta es mi hija. Ven, Coral, acércate y no tengas miedo. Esta señora es amiga de mamá.

— ¿Es tu hija? ¡Qué preciosidad de niña!

—Sí que lo es. Además mi única razón de vivir. A ella que no se les ocurra quitármela porque sería capaz de cometer cualquier locura.

La niña se acercó tímidamente sosteniendo una desmelenada muñeca de plástico entre sus manos. Al estar cerca pude corroborar lo bonita que era. Su madre la tomó en brazos.

—Le puse Coral como mi madre, a la que ni siquiera recuerdo. Murió de parto de mis hermanos gemelos, y fue la abuela Petra, como sabes, la que se hizo cargo de nosotros.

Coral se recostó mimosa en el regazo de su madre y ésta la rodeó con ambos brazos.

—Es lo que más quiero en este mundo, y ahora que no me importaría enderezar mi vida por ella, ahora, resulta que apenas me queda vida por rehacer.

—Pero ¿por qué dices eso?

—Porque lo sé, Rosarito, porque lo sé. Te he dicho que apenas conocí a mi madre, mi recuerdo de ella es muy frágil. Sólo la recuerdo por la foto de su boda con mi padre. Bueno, pues últimamente la veo todas las noches en mis sueños. Sé que me está intentando decir algo, pero no sé qué es. Dicen que cuando te queda poco tiempo vienen a visitarte tus familiares. Parecen sueños, pero no lo son. Ella me habla y me dice cosas, cuando despierto, sólo queda un leve recuerdo de su sonrisa y una sensación de calma y de paz.

Otro golpe de tos la hizo callar. Tras beber de nuevo, reanudamos la charla.

—¿Has venido por el testamento de tu tía, verdad?

—Sí, supongo que ya lo sabes, que aquí en Almedinilla se sabe todo.

—Tu tía Milagros. Por cierto, ¿sonaría a hipócrita decir que siento su muerte? Pobre mujer. Por lo visto estaba como una cabra y el final de sus días los pasó rodeada de gatos.

—Eso me han contado.

—Supongo que todo lo de tu abuela será ahora para ti. Estás de suerte. Parece que estoy viendo a Doña Lucrecia, impresionaba, a mí de pequeña me daba miedo. Imitábamos su modo de andar cuando no nos veía, porque si te pillaba te arreaba un bastonazo en las costillas que te dolía al menos un mes —al decir esto soltó otra carcajada, dejando entrever de nuevo su boca como viejo teclado.

La charla continuó por esos derroteros, hasta que al levantarme para irme le rogué aceptase un poco de dinero.

—No necesito caridad. Ya me ayuda la Iglesia, y ahora, si me disculpas, tengo que seguir con mis quehaceres —dijo teatralmente ofendida.

Salí de allí con la sensación de haber errado, muy a mi pesar.

Aquel primer encuentro no fue muy afortunado, y pensé que debía volver otro día. Así se lo hice saber.

Recuerdo que me fui directamente a casa de Matilde. Necesitaba hablar con alguien. La encontré en la cocina, como siempre, y me hizo sentar cerca de ella con una taza de café y unos dulces. Mi tía, sentada cerca de nosotras, nos miraba sin vernos. Encerrada en sus recuerdos.

Le conté con todo lujo de detalles la visita a Gertrudis y le hablé de la preciosa niña que tenía.

—Debe tener tres o cuatro años, y curiosamente tiene el pelo rojizo, ¿te lo puedes creer? Dirás que estoy loca, pero esa niña tiene algo que me recuerda a mí.

Mi prima me miró de manera socarrona e incrédula.

—Estábamos charlando sobre esto y aquéllo, pero al final se ha ofendido cuando he tratado de ayudarla. Le he ofrecido algo de dinero y no debí hacerlo, pues he herido su amor propio.

—Creo que te lo advertí cuando me dijiste que irías a verla. La pobre no tiene la culpa pero es una desagradable y una desagradecida. Una vez, cuando nació su hija, intenté llevarle cosas y casi me las tira a la cara, y me azuzó el perrazo ese medio tiñoso que tiene.

—La he encontrado muy envejecida y me ha dicho que está enferma

—Bueno, no puedes hacer nada por ella. Nadie puede. Sólo se deja ayudar por el señor párroco, que dicho sea de paso es un santo en vida.

— ¿Tú conoces a su pequeña?

—Sí. Una vez la vi y es muy guapa, pero arisca como un gato callejero.

—La niña es una muñeca, es cierto. Me ha dado mucha pena de las dos. Tengo que volver.

—¡Tú estás loca!, a saber lo que se te puede pegar yendo allí. ¡Na bueno, prima, na bueno! Además, Rosario Mendoza, bastantes problemas tienes ya como para buscarte más, hija mía.

Al salir de casa de Matilde fui directamente al locutorio para hablar con mis hijos. Aunque sin entrar en detalles les di a entender que había bastantes cosas de las que hablar a mi vuelta. Ante su inquietud, les calmé diciéndoles que no eran temas graves. Les mentí.

Mis visitas a Andrés no se vieron interrumpidas con la entrada de Gertru en mi vida. Dejé pasar unos días antes de regresar de nuevo a casa de mi amiga de la infancia, incluso pensé que quizás debiera dejar las cosas tal y como estaban, al fin y al cabo, mi interés principal debía ser mi familia. Pero alguna razón ignota me hacía querer volver allí.

La segunda vez que fui a casa de Gertru, resultó ser más tranquila la visita. Recuerdo bien que me levanté muy temprano. Preparé algo de caldo y cosas de limpieza y de aseo, aún a riesgo de que “la flaca” me echase con cajas destempladas por mi intromisión. Llevaba también una muñeca que compré en un pequeño establecimiento, de camino del locutorio. No es gran cosa –pensé. Tampoco había mucho donde elegir.

Gertrudis se levantó de la cama para abrirme la puerta, decía encontrarse mal. Le calenté caldo y se lo hice tomar. A regañadientes se fue a la cama. Le prometí cuidar de la niña unas horas, hasta que se encontrase un poco mejor. Coral parecía contenta y se acercó a mí un par de veces mostrándome complacida la muñeca. Aún no había conseguido oír su voz. Sólo me mostraba las cosas, señalando con su pequeño dedo.

Mientras esperaba que el termómetro marcase la temperatura, me senté a su lado. Tenía mucha fiebre.

—Rosario, debes saber algo. Quizá ya te hayas enterado o quizás no, porque creo que poca gente lo sabe, pero debo confesarte una cosa. La insté a no hablar, pues eso le haría toser, pero ella continuó: Coral es hija de tu tío Ezequiel —me dijo.

Pensé que esa revelación se debía al delirio de la fiebre.

—Descansa, —le dije. Te acabas de tomar la pastilla, duerme un poco y luego hablamos.

Ella seguía insistiendo en querer hablar ahora, pero entorné las contraventanas e insistí en que debía descansar. Salí del cuarto y me entretuve en jugar con Coral. Le lavé la carita y las manos y anduve un rato peinándola. Ella se dejaba entusiasmada.

—Eres una niña muy guapa, ¿sabes?

Coral me dedicó una sonrisa que me llegó directa al corazón.

No sé el tiempo que habría transcurrido, pero entré de nuevo en el dormitorio y me senté en la mecedora, junto a la cama, con Coral en los brazos. Ambas nos quedamos dormidas. Me despertó la tos apagada de Gertrudis.

— ¿Cómo te encuentras? —le dije.

—Creo que estoy un poco mejor. Gracias Rosario.

Dejé a la niña con cuidado sobre su camita y toqué la frente de Gertrudis. Ya no le ardía. La fiebre había remitido.

—Crees que no es cierto lo que te he dicho, ¿verdad?

— ¿A qué te refieres? —le dije.

—Coral es hija de tu tío Ezequiel, te lo puedo jurar si quieres.

— ¿Y por qué me lo cuentas? Me tengo que ir. Supongo que será cierto, pero no soy quien para juzgarte Gertrudis.

—Te lo digo Rosario porque llegado el caso, es importante que lo tengas en cuenta.

Me quedé callada, pero no sorprendida. Ahora entendía algunas cosas, entre otras la del parecido familiar, su color rojo del pelo, sus verdes ojos.

Gertru continuó:

—Él fue siempre muy bueno conmigo. Creo que nadie le llegó a conocer mejor que yo. Me ha dejado la casa y pensaba reconocer a Coral, al menos eso es lo que me dijo. Lástima que no le diese tiempo. Aunque era mucho mayor que yo, teníamos mucho en común.

Me alegró saber que Ezequiel había amado a alguien, y a su manera había sido feliz. Volvía cansada, pero satisfecha. Matilde salió a mi encuentro, cuando pisaba el umbral de su casa.

—Pasa, pasa, que estoy dándole de comer a mi madre. Estaba deseando verte, tengo noticias que darte. No sabía si debía decírtelo pero creo que debes saberlo por mí antes de que te enteres por la gente —dijo solemne.

—Me ha comentado una persona de toda confianza que Coral es hija de tu tío Ezequiel. Por lo visto iba mucho por aquella casa y se las cogían de colorines. Estaban de farándula hasta altas horas de la madrugada. Después de tener a la niña, él las estuvo ayudando hasta que el pobre murió. Bueno, de hecho la casa en la que vive, la de la huerta, es la de tu abuela, por eso se la ha cedido. Cuando me has dicho que la casa se la ha dejado a una persona desconocida no había caído, pero ahora las piezas empiezan a encajar. Supongo que Gertrudis no habrá querido que se sepa, no tiene muchos amigos y eso podría perjudicarla, pues podrían tacharla de liar a tu tío con malas artes para quedarse con la casa y las tierras del molino.

No quise decirle a mi prima que ya lo sabía, sólo la escuchaba y asentía. Aunque a mi prima no pasó desapercibida mi actitud al no verme sorprendida por sus confidencias.

—Hija, Rosario, qué poco expresiva eres. Parece que no tengas sangre en las venas.

Esa noche, cuando fui a casa de mi suegra y vi la reja cerrada comprendí que algo pasaba, así que volví a casa a esperar la consigna y poder ver a Andrés.

Sentada, sola, intentaba poner mis ideas en orden. Un par de golpes secos me sobresaltaron. Al abrir el portón allí estaba Esteban, negro sobre fondo negro, como alma en pena. Me contó que la pareja de la guardia civil había estado en casa preguntando por Andrés.

—Se han excusado diciendo que eran órdenes de arriba. La visita era de rutina, y en verdad no han querido ni siquiera inspeccionar nada. Sólo han preguntado si sabíamos algo de Andrés y desde cuándo no le veíamos. Así que es mejor que no vayas esta noche, no es prudente.

—Eso son tonterías, a nadie puede extrañar mi visita, al fin y al cabo sois mi familia —le dije.

Pero él insistió en que debía esperar al día siguiente porque esa noche no era prudente que saliese del refugio.

No había hecho más que cerrar cuando volvieron a llamar a la puerta. Mi corazón se sobresaltó de nuevo. Mi prima se presentó en casa argumentando que dando un paseo vio luz y quiso darme las buenas noches. Ante mi cara de incredulidad, me contó que se había enterado de la visita de los agentes del cuartelillo a casa del herrero y quiso comprobar que todo iba bien.

No daba crédito, ¿cómo sabían todos mis pasos? ¿Cómo entonces no saber que Andrés estaba allí mismo, en el sótano del taller? Era más que probable que se supiese, o tal vez era tan evidente que eso era lo que le restaba credibilidad. Mi prima me hizo ir a su casa, no quería que estuviese sola, y me dejé convencer. Mañana será otro día —me dije.


SINOPSIS

Rosario Mendoza, una mujer de mediana edad de clase trabajadora, se ve obligada a separarse durante varios años de Andrés, su marido, por las actividades políticas de éste contra la dictadura de Franco.

La muerte de la tía Milagros, administradora de los bienes familiares, obligará a Rosario a regresar a su pueblo natal y a encontrarse con sus recuerdos y con algunos hechos inesperados.

La narración se desarrolla en un barrio de Barcelona y en Almedinilla, pueblo de la protagonista, en el sur de España.

Mediante el viaje en tren de la ciudad al pueblo, Rosario realiza otro viaje paralelo en el tiempo, pero esta vez hacia dentro de sí misma, de sus vivencias y de las personas, amigos y familiares que han ido formando parte de su vida.

Algunos de estos personajes cobran especial relevancia: la abuela Lucrecia, cuya azarosa historia personal se remonta a la guerra de Cuba; y Gertrudis, la gran amiga de la infancia a la que la vida no ha sonreído. También Matilde, a quien la protagonista prodiga un especial cariño, tendrá un destacado peso en la historia.

Los personajes van componiendo un entramado de sueños, ilusiones, pasiones y experiencias que componen el gran mosaico humano que enmarca la narración.

La autora nos traslada a una época de enormes contrastes sociales, a una España sometida por el miedo, la pobreza y el sistema de creencias que caracterizó a la dictadura franquista.

Los lastres de la Guerra Civil, las rivalidades no resueltas y la lucha política en la clandestinidad constituyen el contexto ideológico de la novela.

Hay un juego constante de emociones donde no faltan la ingenuidad, el humor, las envidias, el amor y, finalmente, la esperanza.

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