Dos chivos y cuatro yeguas

Dos chivos y cuatro yeguas

Mi abuelo era un hombre de manos enormes y corazón generoso, pero también era un hombre práctico. Era mejor tener hijos varones, pues podían manejar un arado. El arado era mejor que lo tirase una yegua que una mula o un caballo: las mulas eran estériles y los caballos no podían quedarse preñados; las yeguas, en cambio, podían ser preñadas en la remonta que el ejército organizaba cada año, y los potrillos se podían vender bien, porque el ejército jamás los reclamaba. Además, los caballos, durante el celo, eran malos compañeros de fatigas; a su padre Cristóbal se le llevaron media oreja en un muerdo que le dieron. Siempre recordaba la anécdota cada vez que las tijeras lamían una de las orejas de sus hijos cuando les cortaba el pelo. Las yeguas, atestiguaba, siempre eran dóciles, como también lo
eran las perras, mejores compañeras de caza que cualquier macho.

A cada cual, su oficio.

Mi abuelo hizo una larga mili de tres años en la guerra. No pegó ni un tiro. Después fue jornalero, y después aparcero, pero te cortaba el pelo – o te lo rapaba al cero, si tenías piojos – o te hacía un mueble, o te cosía unos zapatos con aguja, lezna, cáñamo y cerote, como el mejor zapatero de Cazalla.

Amén de trabajar, también había que cazar, así que cada día, de camino al monte que le había tocado en suerte desbrozar, marchaba con la escopeta al hombro, los cartuchos de papel que él mismo recargaba, y la perra al lado. Nunca se sabía donde saltaría la liebre, o aparecería el conejo, o levantaría el vuelo la perdiz.

«Hambre, lo que se dice hambre, nunca pasamos» – recordaba mi padre – «Pero nunca hubo
donde elegir, uno comía lo que había» – añadía mi madre, que había compartido con él la misma infancia de garbanzos sin chorizo sin saber el uno del otro, y que aprovechaba cada ocasión para recordarnos a mi hermano y a mí la suerte que habíamos tenido de criarnos en una época de abundancia.

Mi abuela Edelmira se desvaneció un buen día de 1954, y el señorito del cortijo, que tenía un coche, no la quiso llevar al pueblo para que la viera el médico. Allí se murió, sin saber porqué.

Mi abuelo era un hombre práctico, y no había tiempo para andar con lloros y depresiones, tenía que trabajar, y criar a tres varones y una hembra, el mayor con once años. Así que contrajo segundas nupcias con una solterona que se estaba quedando para vestir santos para que se ocupara de ellos.

Los muchachos crecían: con 16 años uno puede manejar un arado y llevar la escopeta; aquella era la edad de hacerse hombre. Mi tío Cristóbal nunca vio la yegua ni la escopeta, porque se vinieron a Barcelona antes de alcanzar esa mayoría de edad.

Un día, mi padre echó la cuenta, comparó lo que uno ganaba en una fábrica en Barcelona, y lo que ganaba él, y no se lo pensó. Arrastró al resto de su familia con él, y aunque su padre no era joven, siendo un manitas de la carpintería, halló nuevo oficio como encofrador en la construcción.

No llegó a tener la familia Valenzuela Durán sus cuatro yeguas en la década de 1960, pero cuarenta años después, volvimos a tener una pequeña ganadería familiar compuesta por una cabra y dos chivos.

Mi tío José fue el primer electricista de Arroyo de San Serván, aprendió el oficio de un hombre que vino a hacer la primera instalación de alumbrado público a finales de los años cincuenta, pero el servicio militar le impuso la pérdida del empleo, así que tras finalizarlo decidió emigrar: ¿Barcelona o Francia? Bueno, Barcelona parecía que estaba más cerca, y se hablaba español, así que, probó con Barcelona.

En su casa nunca se había pasado hambre: el abuelo era panadero, magnífico oficio en el que el pan no faltaba, aunque la carne no abundara. Un día acorraló un gato que se había colado en la tahona y lo mató. Sus hijas, entre ellas mi abuela, lo comieron como legítima carne de liebre. Mi abuela se casó con el encargado del cuidado de las bestias y de los aperos de labranza de un cortijo. Como tenía trabajo todo el año, y no iba a tanto el jornal en época de siembra o de siega, «hambre, lo que se dice hambre» no pasaron.

Un día mi abuelo Rufino llegó a casa contento. La alegría, fruto del vino, no se contagió a su mujer Isabel. Al contrario, le tiró encima el plato de patatas que se hallaba aguardándole en la mesa. Mi tío José, chico aún, proclamaba que «la mama le tiró las papas por cima«, y fuera por la vergüenza, por miedo, o por no derrochar la comida, jamás volvió a dejarse arrastrar por un «Señor Rufino, déjeme que le convide».

Mi madre decía que su hermano mayor, alias «el piche«, cuando no tenía oficio, y alias «el litri«, cuando lo tuvo, siempre fue un «matapájaros». Vamos, que prefería estar en la calle dejándose llevar por sus instintos que en la escuela atendiendo al profesor.

Un día una vecina vino a protestar porque el matapájaros le había dado una pedrada a su hijo en plena frente. «En fin, son cosas de muchachos, doña Fulana, usted ya sabe como son».

Mi tío José se vino a Barcelona, y arrastró al resto de su familia. Él trabajó como electricista, instalando porteros automáticos, mientras que su padre – cosas de la vida – quedó como portero tradicional, de los que reciben el aguinaldo con una sonrisa de oreja a oreja.

Y del mayor de una familia sevillana, y de «la niña» de otra familia extremeña, se formó otra
familia, que «hambre, lo que se dice hambre» no ha pasado jamás. Hasta la fecha.

Tal como eran, tal como los recuerdo, tal como los imagino, tal como quiero verlos.

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