Se abrió la puerta de la choza y apareció el hombre que lo había estado torturando. ”Con esto sí vas a confesar, cabrón”—le dijo mientras acomodaba unos trozos de leña junto a sus pies. Alejo estaba atado a un camastro y le dolía el estómago por los golpes que había recibido unas horas antes. De pronto, sintió el olor del humo, oyó unos chasquidos muy leves y las lenguas de un fuego débil comenzaron a calentarle los pies, aumentaron las llamas y el dolor se hizo insoportable. Gritó y su verdugo le dio un fuerte golpe en la cara. Le zumbaron los oídos y el cuerpo le comenzó a temblar, apretaba los dientes con tanta desesperación que dos muelas se le quebraron. Se retorcía inútilmente y, al sentirse morir, ya no oyó las preguntas que le hacían y comenzó a tener visiones en las que iba recorriendo, en una carcacha, las calles de los barrios pobres de la ciudad de México acompañado de su amigo “El Milagroso don Joselo», un merolico, hechicero y embaucador que lo inició en el arte de la charlatanería.

Recordó el día en que se fugó con él para que le enseñara sus secretos de curandero. Compaginaron a la perfección desde el primer día. Aprendió pronto a mezclar pociones de hierbas, a alimentar lagartos y serpientes, a obtener el veneno de las víboras y alacranes para usarlos con fines terapéuticos. Ahora, Joselo estaba de nuevo frente a él, un poco más viejo, con una barba larga y canosa, con el gesto rígido, pero con una luz en los ojos que expresaban alegría. Llevaba un comal en la cabeza y al acercarse le dijo al oído:

“Soy Huehuetéotl, dios del fuego, no te haré daño, ¿recuerdas cómo te mostré el secreto de la planta mágica?».

Sí—contestó Alejo—. Fue un día en que me tropecé cerca de una hoguera y se me estaba quemando la espalda y tú me pusiste polvo de la corteza molida del árbol milagroso. Me dijiste: “No te preocupes, mijo, con esto no te va a quedar ni una marca del fuego”. Pues otra vez te curarás—le dijo el viejo balanceando la cabeza y alejándose en la oscuridad. Alejo vio a Mariana cuando todavía no era su mujer, sonriente con el pelo recogido, su vestido de flores, sus pendientes de perlas, su sonrisa franca y la petición de llevársela lejos. Vámonos, Alejo—le decía con ojos apasionados—, llévame contigo a donde quieras. En aquel momento la voz del fallecido Joselo le llegó por la espalda. “No seas tonto, muchacho, una mujer así no la encontrarás jamás”. Luego, ella le pedía que superara esa tortura, que sacara fuerzas para sobrevivir, sus hijas se acercaban y lo abrazaban y su hijo Marcelo lloraba apretándolo. No te apures hijo, voy a salir de esta. Voy a volver para que no estés triste. Tienes que ser hombre. Los machos no lloran.

Pasó mucho tiempo en su delirio recordando cosas, incluso la clase de la escuela en la que la maestra Magdalena le contó que al último emperador azteca, Cuauhtémoc, también le habían quemado los pies para sacarle una confesión y que lo único que se recordaba de aquel suceso histórico era la frase que le había dicho a su compañero Teteplanquetzaltzin, señor de Tlacopan, cuando este último le dijo que ya no soportaba el martirio. “¿Tú crees que yo estoy en un lecho de rosas?”.

Pensó que tal vez habría sido mejor escuchar algún consuelo de Jesús o encomendarse a dios, pero ya no tuvo tiempo porque comenzó a despertar. Cuando volvió en sí, estaba tirado en el suelo, trató de levantarse, pero un latigazo le electrocutó los pies. Tenía las plantas peladas y le ardían, lloró en silencio y se apretó las piernas en un intento frustrado de superar el dolor.

—!Cabrón! ¿Cómo es posible que te hayas equivocado?
—Te digo que ese cabrón es Regalado Dueñas.
—Pero si ya lo matamos, estúpido, a ver, déjame ver, ¿a quién tienes allí?
Entró en la pequeña casucha y se acercó.
Levanta la cara, pendejo—le ordenó con voz ronca, un hombre de barba. Alejo levantó la cabeza y el guerrillero le buscó heridas de bala en la cabeza. Lo soltó y se fue.
—!Imbécil! Ese no es más que un infeliz muerto de hambre. Deshazte de él. Llévatelo y tíralo por ahí, pero no lo mates, a ver si los militares también lo encuentran y nos pelamos.
Tres jóvenes lo montaron en una camioneta y media hora después un campesino y su mujer, al verlo tirado debajo de unos árboles cerca de un camino de terrecería, le ofrecieron ayuda. Les contó que había viajado desde el Distrito Federal, que había comerciado con sus medicinas porque era un modesto curandero y que su coche viejo, un Cadillac modelo 57, herencia de don Joselo, se había estropeado cuando ya se había decidido a volver, que lo había llevado a un taller para que le arreglaran el carburador, pero que saliendo de allí lo habían detenido unos jóvenes que parecían universitarios y que lo habían estado golpeando para que se pusiera en contacto con sus familiares. Le habían dicho que si no pagaban su rescate lo matarían.

Estuvo sin poder caminar dos semanas y cuando pudo ponerse en pie y dar pequeños pasos pidió que lo acompañaran a la ciudad para intentar regresar a su casa. Estuvo mendigando un tiempo, hasta que la suerte lo sacó de su suplicio. Un paisano, al oír la trágica historia de mi tío Alejo le ofreció ayuda y se encargó de que pudiera volver al país. Cuando llegó a la capital mexicana lo esperaban más desgracias. La primera fue la noticia de que su mujer lo había dejado y, la segunda, que traía una enfermedad llamada Chagas Mazza de la cual tardó bastante tiempo en curarse. Al final, se sobrepuso a todo y se volvió a casar, pero siempre recordó en sus pesadillas aquella tortura sufrida en Centroamérica.

Dedicado a mi tío.

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