Alicia le preguntó al gato: «¿Cómo sabes que estoy loca?», él le respondió: «Debes de estarlo, de lo contrario no habrías venido aquí» (Lewis Carroll)

Yo vivía en el país de Nunca Jamás porque, aunque tenía madre y padre, me sentía huérfano como cualquiera de los niños perdidos.
Apenas los veía, tan ocupados estaban. Ella era una reportera entregada a su trabajo. Se pasaba la vida viajando a los lugares donde existía algún conflicto bélico o había ocurrido una catástrofe ya fuera natural o no. Debió de conocer a mi padre entre reportaje y reportaje. Supongo que a mí me concibieron en un descuido. Me extraña que decidieran tenerme, pero aquí estoy.

Los breves intervalos de tiempo que ella pasaba en casa se los dedicaba íntegramente a mi padre. Cuando me veía, me daba un abrazo tibio y decía: «Estás más alto». Después me ignoraba completamente.
Él llegaba del hospital casi de madrugada. Era un cirujano que gozaba de cierta reputación. Nunca se acordaba de subir a mi cuarto para darme un beso de buenas noches. Cuando alguna vez me encontraba por el pasillo, se quedaba pasmado mirándome y también decía: «Estás más alto».

Las paredes de mi habitación se hallaban repletas de estanterías donde habían colocado todos los libros que debieron de poseer mis padres de niños y de adolescentes. Leerlos, no creo que los hubieran leído, porque de haberlo hecho, se habrían comportado conmigo de un modo muy diferente. Ningún padre ni madre que conociera a Oliver Twist o a David Copperfield se portaría así con su hijo.
Niñeras y cuidadoras se sucedieron a lo largo de los años. Tampoco tuve suerte con ellas. Nada que ver con Mary Poppins. Cuando llegaba alguna nueva, lo primero que hacía era ver si llevaba una gran bolsa estampada y un sombrero con flores, negro como el abrigo y el paraguas. Decepcionado, me encerraba en mi habitación porque más se parecían a la señorita Rottenmeier que a la bondadosa y caritativa Peggotty.

Por eso me fabriqué una familia propia extraída de los libros que poblaban mi cuarto. A la primera que elegí fue a la abuela de Caperucita. En la edición del relato con la que contaba aparecía con una cara muy dulce y un aspecto encantador. En las ilustraciones se la representaba redondita y mullida con el pelo blanco recogido en un moño y gafas posadas sobre la nariz. Me pareció que tenía un regazo de lo más apetecible para que me cogiera en brazos, cosa que nadie más hacía. Solo aprecié en ella un defecto: veía muy poco, por eso era propensa a confundirme con cualquier otro niño e incluso con un animal feroz. A pesar de eso la adopté. De abuelo me cogí a Geppetto que me pareció la bondad hecha personaje.

El problema lo tuve en la elección de padres, porque las madres cariñosas y virtuosas no abundaban. Además, solían ser mujeres muy débiles dominadas por hombres perversos. Todas las demás, con pocas excepciones, se presentaban como malvadas madrastras.
Los padres varones generalmente no pintaban nada o se morían enseguida. Bueno, y había parejas que más valía ni pensar en ellas, como los progenitores de Pulgarcito que abandonaban a sus hijos en el bosque. Debido a todo ello decidí que me quedaría huérfano y viviría con mis abuelos.
En cuanto a hermanos, tuve mis dudas porque había mucho donde escoger. Al final me decanté por los siete enanitos de Blancanieves. El problema radicaba en su edad, resultaban un poco mayores para ser mis hermanos. Sin embargo, su tamaño lo compensaba. Cabían todos en mi habitación. Me venían muy bien porque sabían hacer muchas cosas y me solucionaban un montón de problemas, sobre todo de bricolaje, ya que siempre fui un manazas.

Cuando me convertí en adolescente, decidí enrolarme de grumete, junto a un primo lejano, Jim Hawkins, en La Hispaniola, un navío en el que partimos en busca del tesoro del pirata Flint. La travesía abundó en peligros porque, entre otros, nos topamos con el barco ballenero Pequod del capitán Ahab que estaba obsesionado con la persecución de un gran cachalote blanco. Por poco nos llevó por delante. Menos mal que en el último momento apareció Peter Pan que esparció polvo de hadas sobre nuestra nave y volando durante un rato pudimos salvarnos.
Algo debió de salir mal. Sé que maté a unos cuantos piratas que me habían dicho: «Estás más alto», frase que no podía soportar. Me apresaron y me metieron en esta mazmorra sin ventanas, de paredes blancas y acolchadas, donde me encuentro actualmente. Desconozco si estoy en un barco o en tierra firme, si es de día o es de noche. En la puerta hay una rejilla por la que a veces me hablan mis carceleros, especialmente John Silver o Sandokán, un pirata de la Malasia.

Menos mal que mis hermanos no me han abandonado, aunque nada puedan hacer para sacarme de mi encierro. Nos entretenemos mucho cantando lo de «¡Ay ho! ¡Ay ho!…». Mis abuelos tampoco me han dejado a mi suerte, aunque ya se los ve algo seniles. El abuelo tiene casi terminado un muñeco al que va a llamar Pinocho Junior y la abuela dice que pobrecitos los lobos, que ella tuvo mala suerte, pero que son animales muy nobles.
A mis padres biológicos no los he vuelto a ver. Dicen que yo…
En fin, no me creo nada de lo que me refieren esos piratas mendaces. En los cuentos todos mienten por culpa de la ficción.
En ocasiones me llevan a una sala donde me tienden en un diván y me interroga un tal doctor Frankenstein. Insiste en que le cuente la historia real de mi familia. Yo contesto con palabras del gato de Alicia que, por cierto, hace tiempo se convirtió en mi mascota: «¡No estoy loco! Mi realidad es simplemente diferente a la tuya».

FIN

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