La verdad nos hará libres

La verdad nos hará libres

Conocida es la historia de las dos monjas del convento de las siervas de María, a quienes se les brindó la oportunidad de ser amigas por tantas vivencias compartidas. Inevitable fue lo que la ideología y la vida tuvo que separar en aquellos tiempos de una Europa masacrada. No se podría, sin más, dar un veredicto al final de la historia, ni señalar al culpable del infortunio, más espero que se pueda comprender ambos puntos de vista, y las diferencias que cada una cargaba en sus corazones.

Transcurría el año 1936, cuando la guerra estalló y el caudillismo se adueñó de las fuerzas del orden, ellas (las monjas) estaban ofreciendo alimento y auxilio espiritual a un pueblo amenazado por la necesidad, en el convento de las Siervas de María en Tudela.

Doña Isabel, una mujer que rondaba los setenta, delgada y alta, se vestía con ejemplo de convicción y devoción por la santa madre María, además de por su pueblo. Madre superiora muy conocida en Tudela por su amabilidad, tremendamente respetada por su diligencia para con los enfermos y los necesitados.

Por otra parte, Monserrat, más joven que ella y más baja también, responsable con maestría de la cocina además de hacerse cargo del jardín del patio exterior. Ambas se proferían gran admiración y respeto; amaban a su pueblo, y a los niños que crecían mamando de los pechos de las hijas de Navarra, este hecho fue precisamente lo que las llevó a un cruce de caminos diferentes, donde debían escoger entre varios senderos, siendo estos, lo suficientemente ancho para uno.

Todo comenzó esa mañana de verano, tras terminar sus oraciones. Isabel dejó tras de sí su cuarto dirigiéndose al patio que en aquella época del año vestía sus jardines de acacias y caléndulas. Isabel saludó más seria de lo habitual a Rogelio, el jardinero, quien se limitó a observar a la madre superiora caminando erguida.

Ya se hallaba frente a los hombres acompañados por Monserrat en la puerta, quien al verla, le susurró “Madre, han insistido en verla.” y se marchó, dejándola sola con ellos.

La entereza, cualidad de gran admiración, era el arma más poderosa que Doña Isabel dominaba, quien no temía lo que aquellos hombres representaban. Aquellos ojos están clavados en ella, vigilantes ante cada movimiento o gesto.

-Bienvenidos al convento de las siervas de María ¿En qué les puedo ayudar caballeros? – saludo respetuosamente.

De entre los hombres se acercó un señor de unos cuarenta y cinco años, de mirada de depredador y un gran mostacho negro en la cara.

Todo el mundo conocía al recién nombrado jefe de policía, Ernesto Becerra, un hombre diligente, fiel a Franco, que disfrutaba de total impunidad en la represión contra los liberales o comunistas, cabecilla responsable también de la ejecución de la mayoría de los concejales republicanos de Tudela.

Monserrat no se fiaba de las intenciones de la autoridad, sobre todo habiendo escuchado relatos de personas desaparecidas o halladas asesinadas por crímenes hacía el Estado, así que se mantuvo escuchando tras la puerta entreabierta de la Iglesia sigilosamente. Doña Isabel, por otra parte, respondía con respuestas cortas y carentes de información, “nuestra diligencia no va más allá de los asuntos espirituales, no nos entrometemos en asuntos políticos”, dijo más de una ocasión. Monserrat sintió una rabia que crecía en su interior, ocasionada por la impotencia al ver a la mujer que tanto respetaba sometida a un interrogatorio.

Cuando la autoridad se hubo marchado, Isabel entró de nuevo a la Iglesia donde halló a la hermana Monserrat. Al encontrarse la una con la otra, tan solo se regalaron una mirada muy confidente. “Esto no va a acabar bien” murmuró Isabel y siguieron juntas hasta las dependencias interiores . Ambas se persignaron ante la Virgen del altar, besaron sus rosarios y caminaron apresuradamente.

Abrieron la puerta de la habitación e Isabel entró, Monserrat se aseguraba de cerrar diligentemente la puerta con llave, más tarde, entre las dos asieron una estantería de abedul y la apartaron de la pared hasta descubrir a la vista un habitáculo oculto donde hace semanas vivían dos personas.

Lucia Bozal, la mujer del fallecido Juan Bozal (respetado maestro y concejal de Tudela ejecutado ese mismo año) y su hijo Felipe estaban ahí en frente de ellas.

  • – Las autoridades han venido, debes marcharte Lucía. No podemos permitirnos refugiar a fugitivos. Soy responsable de este monasterio y nos estamos exponiendo al peligro todas–Le comentó Isabel, luego dirigió la mirada a Felipito y se encogió de hombros. – El niño puede quedarse-
  • -Hay otra alternativa, madre. Enfrentarse a ellos, pagarles con la misma moneda. – dijo aquella mujer de apariencia vengativa.

Lucia extrajo de su bolsillo un frasco con un líquido anaranjado en su interior y se lo mostró. Isabel miró a Monserrat quien parecía saber perfectamente a que se estaba refiriendo, no daba crédito. Antes de que le rostro de Isabel se enrojeciera, Monserrat se apresuró.

  • -Nosotras somos las encargadas del almuerzo de la comandancia este año . Si conseguimos echar un par de gotas a su comida…- añadió
  • -Madre bendita…- esgrimió Isabel horrorizada mientras se apartaba de las dos mujeres.

Felipito solo se limitaba a mirarlas, sin decir nada.

– ¿Te has vuelto loca muchacha? ¿Que contiene ese frasco? – se preguntaba mientras se echaba la mano a la cabeza, luego clavó la mirada a Monserrat- Hermana…-

  • -Hemos protegido a esta familia durante un tiempo, tenemos que intentar hallar una manera de salvarlos, no podemos simplemente no hacer nada- decía Monserrat, pero Isabel alzó la mano como una orden de que parara de hablar y así lo hizo.

Doña Isabel se acercó al niño y le colocó bien la camisa del cuello, en un arrebato de protección a la criatura, es más, le acariciaba los oídos sin motivo alguno, como si quisiera tapárselos para que no escuchara lo que aquellas dos mujeres estaban proponiendo. Isabel miró al jovencito, y respiró profundamente, como un lamento que se escapaba, se excusó y pidió que se marcharan de la sala.

Monserrat acompañó a la muchacha y al niño hacía la salida y fue cuando Felipito miró hacía Doña Isabel para encontrarse con una mujer que estaba a punto de entrar en una catarsis, donde el llanto y la oración sería su refugio, mientras intentaba torpemente encontrar asiento, murmurando una oración abatida por las circunstancias, viendo como la guerra estaba entrando a una santa casa que ella había protegido durante tantos años.

Felipito es un muchacho sano, muy noble, donde no había ningún tipo de maldad, de esa que los adultos suelen enseñar. Hermosa sonrisa y ojos claros, cercano a Doña Isabel, a quien acompañaba al mercado, para vender tortas de txantxigorri que Monserrat preparaba los meses de otoño. Felipe era un niño sin padre que defendía que todo lo que decían sobre él, eran meros embustes.

Isabel fue clara, con una amabilidad que enternecía, “la mentira fue el primer pecado del mundo, desde que Eva negó no haber comido del fruto prohibido… ”, ante esa aclaración él la miró atentamente e Isabel le ofreció una explicación más cercana. “La mentira es el primero de los males en nuestra sociedad, fue la primera enfermedad de la humanidad. Tras cada mentira podemos encontrar intereses ocultos que han socavado y destruido la franqueza de la humanidad, cada mentira es el destierro de la verdad, la verdad que nos hará libre. Para destruir la mentira, no necesitamos más que verdad. Sé un hombre honesto y honrado, Felipe, y serás el mejor hombre del mundo”

(-)

Esa misma noche, ocurrió lo que Doña Isabel llevaba temiendo desde que los Bozal fueron perseguidos.

-¡Doña Isabel, son los policías, están en frente del monasterio con el niño Felipito! – irrumpió Montserrat en medio de la noche.

Tras persignarse se levantó de la cama, se puso el hábito, el rosario y salió otra vez al oscuro pasillo que llevaba a la Iglesia.

Doña Isabel caminó deprisa, angustiada, sentía como el corazón se le salía del pecho mientras murmuraba “Felipito, Felipito”. Se le subió la tensión rápidamente y sintió tanta debilidad que por unos instantes se apoyó en un aparador. Respiró profundo y trato de tranquilizarse.

Tras recomponerse pudo entrar a la iglesia, esta vez no se volvió a persignar, ni hizo una reverencia a la Virgen del altar, sino que tomó el camino central entre los asientos del banco y siguió de frente donde había una algarabía de monjas murmurando entre ellas alumbradas por los cirios de la entrada, de pronto se escuchó un estruendo que paralizó a Isabel y a las mujeres allí presentes.

Fue un disparo proveniente del patio. Isabel se llevó la mano al pecho, estaba a punto de desmayarse.

El silencio lo invadió todo de nuevo y ella miró a todos lados , atrás, la imagen de una María de ojos llorosos y en frente a Montserrat nerviosa. “Por favor…” murmuró y corrió a la entrada, abriendo las puertas de par en par, ignorando como las hermanas le gritaban que no saliera.

Y allí, estaba Becerra y sus secuaces frente al cuerpo de la madre de Felipe yaciendo en el suelo, con un disparo en la cabeza, había sangre, mucha sangre. El niño lloraba, mientras le sostenía uno de ellos. Fue cuando vió a Isabel, y hábilmente se soltó para encontrarse con ella, quien le abrazó desesperada.

-Oh dios mío, ¿Felipe estás bien? – le preguntaba cuando halló consuelo al verlo sano y salvo.

-Lo sabía, sabía que usted los había protegido, por eso se les he traído a aquí. – Inquirió el policía.

  • -¿Ha matado a una madre en presencia de su hijo?… ¿cómo pudo hacerlo? – gritó ella aterrada.

Al general le bastó mover la cabeza y los otros cogieron a la señora y al niño con brusquedad, separandolos. A Isabel le arrebataron la cofia y sus cabellos blanco cayeron sobre sus hombros. Les obligaron a ponerse de rodillas y mirar al frente, el uno cerca del otro. El hombre se acercó a doña Isabel y le apuntó con el arma.

  • -Es curioso como les capturaron saliendo del pueblo. La madre dio una identidad falsa, pero el niño no, pese a que seguro que su madre le había prevenido de hacerlo. Él solo se limitó a decir “la verdad nos hará libres”. Desde ese momento supe que usted estaba detrás de todo esto. En este caso se equivoca, si este muchacho hubiera mentido, entonces sí hubiera sido libre.- dijo Becerra con una sonrisa de medio lado.
  • -La muerte es solo un paso más. – esgrimió ella- Ese niño es más libre de lo que usted será en toda su vida.-

Otra pistola apuntó al pequeño. Apenas pudo abrir los ojos, pero aquella señora, íntegra, sin miedo, extendió la mano para coger la suya y la apretó con fuerza, reconfortandole ante tanto horror, Felipito la miró y ella sonrió. Era un gesto de orgullo hacía él.

El niño entendió que no había hecho nada malo, que podría irse de ese mundo siendo todo lo que él había sido, alguien honrado, fuerte y lleno de bondad, los vecinos cercanos y las monjas iban a despedirse de dos personas honradas y fieles a sus convicciones, no tenían que ocultarse más, ni dejar de ser ellos, la verdad les había hecho libres.

Apareció de la nada un ruido, no de un arma al apretar el gatillo, sino de aquellos hombres cayendo al suelo, mientras se retorcían echando espuma por la boca. Montserrat había servido comida a las fuerzas del orden horas atrás, disfrazado de acto de buena voluntad, tras echarle las gotas que contenían aquel frasco.

Meses después, Montserrat fue expulsada de la congregación de las hermanas de las siervas de María, y tuvo que irse lejos. Isabel prefería morir por sus ideales y fiel a su servicio para con la santa madre, pero ahora podrá cuidar del pequeño Felipe gracias a una mujer que haría lo que fuese necesario para salvar la vida de sus seres queridos, e incluso, a Tudela.

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