Que no iba a morir por causas naturales lo había asimilado hacía ya mucho tiempo. Casi desde que tuvo conciencia de lo que significaba verdaderamente existir, si es que puede tenerse conciencia de algo así. Sin embargo, se le iban pasando los hitos mortuorios como señales de carretera y nunca cogía el desvío.
Tiró la colilla al suelo y encendió su último cigarro. El humo se confundía con el vaho que salía de la alcantarilla que recibía a quien quisiera entrar en el restaurante por la puerta de servicio. No podía haber elegido un peor momento para empezar a fumar. Apenas llevaba un par de meses en Birmingham y se había vuelto adicta a la nicotina unas semanas antes de aterrizar. El tabaco era jodidamente caro en Inglaterra.
Se estiró el bajo de la sudadera para intentar cubrir sus rodillas desnudas y comenzó a caminar sin rumbo por el fondo del callejón. La sudadera se subía un poco más a cada paso que daba. Aquel uniforme ya era ridículo de por sí. Para alguien de su edad, además era denigrante.
Técnicamente, no podía quejarse demasiado. No en términos objetivos: graduada y con el máster de rigor, un novio cañón que no había salido corriendo ni una sola vez a pesar de sus muchas crisis, una familia no-desestructurada capaz de costearle los estudios, relativa juventud y un físico más que aceptable. Y hasta ahora había hecho lo que le había dado la gana.
Pero no era feliz. Y si no era feliz era simple y llanamente porque estaba loca. Loca de verdad, cabe aclarar. Ella no se consideraba un caso grave, pero sí un caso. Nunca había pasado más de una noche en el loquero. Lloros, gritos, un calmante para caballos, dormir la mona y para casa. Tampoco tenía sentido hacer mucho más. Sacudió la cabeza. Sí. Debía empezar a tomarse en serio sus propias decisiones. Ya era tarde para unirse al selecto Club de los 27, pero grandes artistas se habían sacado su carnet en la repesca: Plath se mató con 30, Pizarnik aguantó hasta los 36 y Marai se cansó a los 88.
¿Y ella? ¿Cuál sería su fecha? Había fantaseado muchas veces con ese momento. Cada vez que el metro se asomaba a la estación, en cada paso de peatones, cada vez que admiraba desnuda las vistas desde el balcón de un desconocido… Nada ni nadie había conseguido extraerle la piedra de la locura que llevaba casi treinta años incrustada en su cabeza. Simplemente se había resignado a seguir sus propios impulsos, esperando que estos la abocaran a ponerle a todo un punto y final. Pero ese final nunca había llegado. Tal vez todavía no había hecho lo suficiente. Podía coger cualquiera de las botellas rotas que llenaban de destellos de neón aquel apestoso callejón y rajarse el brazo de arriba abajo, y nada cambiaría. Nadie recordaría su legado. En realidad no había legado ni nada que se le pareciese. ¿No era eso lo que le daba miedo? Miedo. Ese era el problema. Siempre lo había sido.
La puerta contigua a su restaurante se abrió y salió Mario, también buscando refugio en la nicotina. La consoló ver que el famoso estilo inglés también brillaba por su ausencia en la franquicia de su amigo.
—Hey, Pau —la saludó con desgana—. ¿También te toca turno de noche?
—Tercera vez esta semana. Te juro que al próximo que me llame “honey” le clavo un cuchillo en el ojo.
—Por lo menos no tienes que llevar un chapiri en defensa del pollo frito en la cabeza.
Mario era su compañero de piso. Vivían los cuatro juntos, hacinados en una bohardilla diminuta en las afueras. Paula compartía habitación con Raúl, su chico, y Mario con el suyo. Todos eran españoles, todos tenían trabajo y todos estaban ampliamente sobrecualificados para ejercerlos. Al principio la perspectiva de un cambio de país parecía emocionante, incluso habiendo dejado todo atrás para dedicarse a servir cappuccinos; pero cuando la rutina los asentó, la única motivación que les quedaba era salir pronto de currar para poder sentarse en el sofá a fumar hierba. Los tiempos muertos nunca habían sido tan gráficos.
Las dos parejas se habían formado casi por obligación. En medio de todo el caos que supone llegar al backstage de la ordenada sociedad inglesa, tener un cuerpo conocido en que refugiarse cada noche era más necesario que sólo reconfortante. Paula conoció a Raúl el primer día, mientras esperaba en una cafetería del aeropuerto su equipaje extraviado. Pensaba quedarse en algún motel cutre hasta encontrar trabajo, pero él le ofreció dormir en su salón y, con el transcurso de los días, terminó durmiendo en su cama.
En honor a la verdad, Paula y Raúl no tenían demasiado en común, más allá de esa necesidad de diluir un poco la soledad y la morriña. Raúl parecía haber nacido con un libro de instrucciones debajo del brazo. Era trabajador, sencillo, sabía contentarse con lo que el mundo le ofrecía. Nunca se enfadaba. Apenas chapurreaba el inglés, pero en dos años allí ya le habían nombrado encargado. En cambio, Paula siempre parecía estar buscando algo, pero ni ella sabía exactamente el qué. Le consumía por dentro ese vacío permanente. Con Raúl no hablaba de eso. No le des tantas vueltas, honey. Cómo odiaba esa palabra.
Mario era diferente. A pesar de vivir mucho más anclado a la realidad, los cielos grises y las noches tempranas también lo consumían. Mario era pintor, o eso se decía a sí mismo. Más o menos aprovechado, tenía un lado artístico que le permitía entender, aunque fuese remotamente, el interior enmarañado de Paula. Había conocido a muchos pretendidos artistas que se decían malditos y hablaban de la muerte como quien comenta que va a llover. Estaba seguro de que a la mitad de ellos le explotaría la cabeza si pudieran sentir la mitad de lo que ella. No era una pose. A Mario realmente le preocupaba lo que Paula pudiera hacer. Cuando le dejaba oír sus reflexiones, generalmente en una de esas noches de sofá, siempre repetía que lo único que necesitaba era desabrocharse la existencia.
Aplastando con vehemencia el anterior, Paula le pidió un cigarro.
— ¿No deberías volver ya?
—Nah —dijo ella, tratando de meter la colilla entre los barrotes de la alcantarilla—. Cuando he salido hacía media hora que no entraba nadie. No hago falta. Y si la hago, ya saben dónde estoy.
—Tú sabrás —le tendió un Marlboro.
Repitió por tercera vez el ritual de encendido y suspiró con fuerza al soltar el humo. Con los brazos cruzados, se acercó al lado de Mario y apoyó la suela de su zapatilla en el muro descubierto. Arrellanó la cabeza en su hombro.
—Hueles a fritanga.
—Y tú a sudor.
—Estamos hechos unos románticos.
Paula se incorporó, sin dejar de mirar al frente. Había un enorme contenedor de basura entreabierto pegado a la pared. Un gato negro escuálido saltó sobre él, usándolo de enlace para encaramarse a un poyete casi a la altura del tejado, donde comenzó a lamerse la entrepierna de forma compulsiva.
—Oye, Mario —dijo Paula—. ¿Cómo lo soportas?
— ¿Soportar el qué?
—Esto… Todo. Que tu vida se resuma en pasar las noches entre la freidora y un callejón triste con olor a meado. ¿No te cansa la misma mierda día tras día?
—Claro que sí. Como a todos —contestó él, cauto—-. Pero es temporal. Sólo necesitamos ahorrar un poco, lo justo para tener un colchón que nos dé la libertad de hacer lo que nos gusta.
—Ya.
— ¿Ya…?
— ¿Qué libertad es esa? —atajó Paula con un mohín cínico—. Te lo estoy preguntando en serio. ¿De verdad quieres pintar? ¿Hace cuánto que no coges un maldito pincel? Lo que te seduce es sólo la idea de tener esa libertad. La ilusión de que algún día serás algo, pero no te confundas… No vas a ser nada. No vamos a ser nada. La gente como tú y como yo no tenemos esa libertad.
—No te aguanto cuando empiezas con esas movidas tuyas anti-todo. Tienes que ser realista, Pau. Con la pintura no como. Y no sé qué narices querrías hacer tú en lugar de esto, pero seguro que tampoco te pagaría el alquiler.
—Pues mira, por una vez te doy la razón —se apartó bruscamente de la pared y le miró—. Creo que ya no quiero hacer nada. Lo llevo pensando desde hace mucho, ¿sabes? Me aburre esto… Me aburre vivir. Creo que daré una gran fiesta e invitaré a todos. A cualquier desgraciado que pase por la calle. Muchas drogas, mucho sexo y un final épico. Es perfecto. Y además me ahorro la resaca. Es un plan sin fisuras.
—Claro. Y el dinero para la bacanal…—dijo él con sorna.
—Pues pido un crédito. A mí no van a poder reclamarme nada.
Mario soltó una carcajada que retumbó en el callejón. La prefería entusiasmada con sus ideas de bombero a con su rollo pesimista. Cuando las elaboraba en voz alta, sabía que no tenía intención de llevarlas a cabo. Paula le dedicó una falsa mirada de odio.
—Bueno, yo ya he terminado por hoy —anunció el chico mirando el reloj de su móvil.
—Sí, yo también.
—Cogemos las cosas y quedamos ahí en frente, en el banco de siempre.
—Guay.
—Ah, y yo llevo la cena.
El maldito boss la había obligado a quedarse a recoger el estropicio. Al parecer, el nuevo había tenido a bien despedirse montando una escena delante de todos los clientes, platos rotos incluidos, y se había ido gritando algo en italiano por la puerta principal. Ella también debería buscar otro trabajo. Contrato de 35 horas, ja. Y el sueldo era lamentable. Buscar otro trabajo. La perspectiva le resultaba especialmente grotesca. No, tenía que acabar con esto. Tenía que atreverse a hacerlo de una maldita vez.
Mario ya se había ido. Le había mandado un whatsapp mientras seguía encerrada en el restaurante. Anduvo unos minutos por la acera antes de pararse para seguir con la mirada las trayectorias de los coches que dominaban la calzada. No terminaba de acostumbrarse a la dislexia de los conductores ingleses. Sería tan fácil, pensó. Sólo un paso en el momento oportuno y sería libre. Esa era la libertad que tanto ansiaba y que no sabía dónde encontrar. Estaba segura.
Casi segura.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza, como sacudiéndose físicamente los pensamientos, y siguió caminando.
Al final de la calle había un jaleo terrible. Luces azules y rojas teñían por turnos los edificios. Había tres ambulancias del NHS, dos coches de policía y demasiada gente para ser pasada medianoche. Apiñados, buscaban un lugar privilegiado desde donde participar del disfrute colectivo que proporcionaba el morbo gratuito. Esa debía ser una característica humana sin nacionalidad.
Había un coche con el morro estampado en el escaparate de una tienda de yogurt helado. Cristales y piezas metálicas por todas partes. Rastros de sangre. Un charco de sangre. Paula se acercó corriendo y consiguió mezclarse con la multitud. Un policía trataba de dispersarla sin éxito. Tendidos en el suelo había dos bultos cubiertos por completo con mantas plateadas. Los paramédicos levantaban un tercero en una camilla, sin demasiada celeridad.
El corazón de Paula se paró por un instante. Algo en su interior le decía que Mario estaba ahí. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se giró violentamente para no seguir contemplando la escena. Cogió su móvil para llamar a Mario, pero nadie contestó. Después del cuarto intento infructuoso tuvo que sentarse en un bordillo. No podía ser cierto. Se sentía desorientada, no sabía a dónde mirar ni a quién preguntar. Le faltaba el aire. Levantó la vista hacia el cielo, como buscando respuestas. Una cabeza la miraba desde arriba, con el resto del cuerpo plantado detrás de ella.
—Espero que tanto drama no te haya quitado el hambre —dijo Mario, señalando un cubo gigante lleno de pollo frito.
Paula se levantó de un brinco.
—Serás gilipollas —alcanzó a decir.
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