La sangre no es agua – 2da fase

La sangre no es agua – 2da fase

Judith Armele

26/04/2018

Juan Manuel, el mozo, se acercó con una sonrisa que multiplicaba las arrugas de su cara. Había visto cómo bebía un sorbo de mi café ya frío y cerraba la computadora con los ojos humedecidos y una sonrisa en mi boca.

—¡A que sí, a que lo terminó! Péreme tantito… —me dijo con una voz entre expectante y orgullosa mientras volaba a entregar un pedido a la mesa de al lado—. ¿Puso el punto final?

A pesar de que le había insistido mil veces para que me tuteara, era casi imposible que un mexicano que atiende a una güerita extranjera en un café pueda permitirse hacerlo. Ya me había acostumbrado.

—Sí —le respondí entre lágrimas—. No sé cómo quedó, pero tampoco quiero saber.

Me levanté de la silla para poder recibir esos brazos extendidos que en un impulso me esperaban. En todos esos meses de tardes compartidas, Juan Manuel y yo nunca habíamos tenido contacto, pero su presencia en el café poco a poco se había transformado en mi sostén; me traía un café en el momento justo, la quesadilla o el bisquet cuando mis tripas sonaban y yo ni me daba cuenta de que tenía hambre; o venía a conversar un ratito cuando, no sé cómo, notaba que estaba estancada. Entonces, me hacía reír con un chiste o alguna anécdota que nunca sabré si era real. Cuando alguna palabra que me decía viajaba en mi cabeza hacia atrás a algún punto de la historia de mis personajes, inmediatamente sabía que tenía que desaparecer para dejarme continuar e inventaba que lo llamaban de alguna mesa.

Mis tardes en el café habían sido la manera que, sin buscarla, había encontrado para terminar la tarea que en un principio había surgido natural, para doler luego como un parto. Esa historia estaba metida tan dentro de mi piel y corría tan fuerte en mi sangre que poder sacarla, compartirla, contarla, equivalía a un período de varias cirugías luego de un accidente grave. Durante todo este proceso, a veces me sentí una niñita indefensa, otras una mujer protectora y algunas más una joven confundida. Sentí en mi piel los dolores de mis padres niños, vibró en mi sangre la esperanza de sus corazones lastimados al conocerse y lloré sus desencuentros como si los estuviera viviendo yo, nuevamente.

Juan Manuel soltó el abrazo, turbado por lo que se había permitido hacer, y pude ver que las lágrimas visitaban sus ojos. Creo que sabía que a partir de ahora no nos veríamos más. Respiré hondo para absorber el olor a café de olla y pan dulce de ese lugar que había sido mi refugio todo este tiempo. Le pedí un último café. Me senté en la mesa y volví a abrir la computadora. Cerré el archivo que había dejado abierto y busqué entre los documentos guardados ese primer capítulo que había brotado de mí casi sin que yo me diera cuenta…


JUAN – UN NIÑO ENCERRADO EN EL CUERPO DE UN HOMBRE

A la edad en que un niño debe jugar, él conoció la pobreza, la guerra, el hambre y el abandono.

Durante el verano de 1980, la sequía había provocado que la energía eléctrica fuera escasa en Montevideo. Como medio paliativo se realizaban apagones programados, un ahorro obligado por el gobierno. En la casa de Malvín, esos apagones eran la excusa perfecta para que la familia se reuniera en torno a la mesa de la cocina, lámpara de mantilla de por medio, y los niños pidieran al unísono o en discordancia un cuento distinto y repetido a la vez. Juan era feliz. Estaba muy lejos de su infancia, muy lejos de su tierra y lejos de esas situaciones que lo habían marcado, pero en su interior todo era cercano. Miraba a sus dos hijos, a su mujer, su adorada mujer y a esa niña que era tan suya, y a veces le costaba creer lo lejos que había llegado. Aunque nunca lo había dudado, quizás porque nunca se había planteado adónde quería llegar. Sólo tuvo una meta muy clara siempre: quería ser médico. Y lo había logrado.

Salim, su hijo mayor, volvió a pedirle el cuento de la guerra, esa famosa Guerra del Chaco en Paraguay. Juan, en su mente se fue un poco más atrás en el tiempo, hasta una parte de la historia que conocía solo porque se la habían contado…

En 1920 su abuelo Fadel emigró desde el Líbano, cruzando fronteras y navegando mares y océanos en un viaje largo y peligroso hasta llegar al Paraguay, un país sin costa, pero lo suficientemente evolucionado para afincarse y desarrollar su negocio. La migración de libaneses hacia América Latina durante y luego de la Primer Guerra Mundial fue constante y cuantiosa. Una colonia libanesa muy fuerte en varios países de Latinoamérica se fue gestando; los inmigrantes se integraron con facilidad a pesar de las diferencias radicales y, a su vez, las comunidades locales los acogieron y se beneficiaron del gran impulso, tanto comercial como intelectual, que traían consigo. Un primo del abuelo Fadel había emigrado un tiempo antes a Brasil y luego había bajado hasta Concepción en Paraguay para instalarse. Por eso la opción para Fadel era solo una: llegar a Concepción. Venía con pocas maletas, mucha esperanza y buenas ideas. Es verdad que en Paraguay se hablaba otro idioma muy distinto a su árabe natal, pero no importaba, saldrían adelante; todo se aprendía en esa vida. Como ayuda traía las joyas, esas joyas que les abrirían puertas y caminos que sólo el dinero abre. Con ellas conseguiría la fábrica de jabón y esta fábrica instituiría el apellido de la familia con un gran peso en la comunidad.

No había llegado solo a Paraguay; con él habían viajado su mujer y sus siete hijos, tres mujeres y cuatro hombres. Su mujer era abuelita Zahira. El tiempo no sería condescendiente con ella. El Alzheimer haría que, a una relativamente temprana edad, cuando ya no pudiera evitar perderse en los recovecos de su cerebro, la tarea de las mujeres de la familia fuera vigilar que no escapara desnuda, cubierta tan solo por su largo cabello que le llegaba a las rodillas. La foto de abuelita Zahira sería un ícono para la familia y ese cabello, aunque no con el peso de la historia de Lady Godiva, sería un símbolo. Abuelita jamás permitió que lo cortaran, y cuando su enfermedad le impidió controlar ciertos aspectos de su vida, el abuelo Fadel mantuvo la prohibición como muestra de respeto y amor a su mujer.

Nadina, Selina y Celia eran las tres hermanas mujeres que llevaban la sangre libanesa como un estandarte. Más adelante en el tiempo cada una de ellas tendría oportunidad de demostrarlo.

El mayor de los cuatro hermanos, Esteban, era escritor, errante, despreocupado y la oveja negra de la familia. Lo material no le importaba y menos el negocio familiar de la fábrica de jabón. Pasaba los días leyendo, escribiendo y metiéndose en la cama de cuanta mujer le sacudía el corazón. Iba dejando hijos desparramados a su paso; Juan fue el primero de ellos. Las tías eran las encargadas de ir juntando esos hijos ya que, para ellos como para toda familia de inmigrantes libaneses, mantener a la familia unida era lo principal. Eso y el negocio familiar.

—¡Pa! ¡Papá! Dale, por favor. El cuento de la guerra. Te quedaste como en blanco… —increpó Salim, casi enojado, sacando por un momento a su padre de su ensoñación.

—Sí, hijo, dame un minuto nomás, ya casi llego… —murmuró Juan mientras Salim lo miraba extrañado intentando descifrar qué había querido decir; pero cuando iba a preguntarle, su padre estaba de nuevo viajando en su cabeza…

Un día que no recordaba ni podría recordar nunca, las tres tías lo fueron a buscar a la casa de su madre y así llegó a Concepción y a la vida de esa gran fábrica de jabón. Su abuelo lo impresionaba mucho. Era alto, elegante y tenía una fortaleza y orgullo que lo hacían aparecer ante sus ojos como un ser inconmensurable. A su padre casi no lo veía; seguía entrando y saliendo de diferentes camas y gastándose los dedos con el lápiz y el papel: su pasión era escribir. Juan era un niño en extremo introvertido, callado, se podría decir que un niño con un alma asustada. Casi no había podido conocer a su madre. Había vivido con ella muy poco tiempo, tan poco que no fue suficiente para crear recuerdos. Ni siquiera podía recordar su olor, el tono de su voz o la calidez de su piel. Por eso las tías eran su refugio. Ese trío de mujeres lo acompañaría toda la vida, en todas las circunstancias. Cuando las necesitase, aparecerían, a veces las tres juntas, otras una sola; cerraría los ojos y las evocaría y en ocasiones hasta las vería sin cerrarlos.

Tía Celia, dulce, suave, romántica y enamorada de un militar muy pobre, pero con la alegría contagiosa de una persona entera que no se dejaba tocar por las cosas malas de la vida; tía Selina, la cocinera, la dueña de los sabores libaneses que siempre tenía algo delicioso para compartir y una sonrisa para regalar; tía Nadina, la mayor de todos los hermanos, era fiel y recta hasta en exceso y por ello muy dura; un desengaño amoroso había hecho que cerrara su corazón para siempre y congelara parte de él transformándose en un ser en apariencia frío, un “sargento de caballería”, como la llamarían las siguientes generaciones de la familia. Increíblemente, Juan vio en ella la figura materna. Se refugió en su dureza y con ella fue creciendo la coraza que lo protegía del exterior. Mucho tiempo después, algún ojo que lo mirase con el amor de una hija y la comprensión que genera la empatía descubriría que esa coraza lo único que hizo fue guardar muy adentro y bien protegido a ese niño; mucho tiempo después seguiría siendo un niño dentro del cuerpo de un hombre.

La vida de Juan en Concepción se desarrollaba con normalidad. Iba a la escuela, estudiaba mucho, le gustaba estudiar. Matemáticas era su materia preferida. Le gustaban los números porque no había opción de dos respuestas: era blanco o negro. Los matices no los podía manejar. Después de la escuela iba a la fábrica de jabón donde siempre estaba su abuelo, alto, elegante, seguro. Allí trabajaba haciendo tareas simples, pero que le generaban alguna moneda que se acostumbró a atesorar. En la fábrica pasaba las tardes entretenido, aprendiendo y mamando la estirpe de su abuelo que era muy respetado por todos. No cabía otra posibilidad.

Una mañana la vecina trajo a la casa unos zapatos para regalar puesto que a su hijo ya le quedaban chicos, y en esa época no se acostumbraba tirar las cosas si todavía podían utilizarse. Tía Nadina los recibió agradecida, pero con el orgullo de su raza: no era una limosna, eso nunca. Juan se los probó y le quedaban chicos. No importaba, arrugó sus largos dedos y dijo gracias. Zapatos nuevos, y no los que tenía hasta ahora, implicaba que ya no se iban a colar las piedritas por los agujeros de las suelas. Con el pasar del tiempo y luego de unos cuantos calzados que no eran de su tamaño, sus dedos se deformarían hasta transformarse en una de las huellas en su cuerpo que recordarían esa época de su vida.

Con los zapatos nuevos fue a la escuela orgulloso y volvió feliz. Comió rápidamente una de las delicias que tía Selina había preparado y se fue silbando a la fábrica. El ambiente estaba raro. El abuelo estaba encerrado en su escritorio con otras personas y los trabajadores tenían cara de preocupación. Pronto se enteraría que la Guerra del Chaco había comenzado, esa guerra que enfrentó a Bolivia y Paraguay en años de lucha.

Poco a poco los trabajadores de la fábrica fueron llamados a pelear. Tía Celia lloraba despacito por las noches y, durante el día, las ojeras y bolsas de los ojos eran una clara señal de que no había podido dormir casi nada; su novio estaba en la guerra. El abuelo decidió que Concepción no era un lugar seguro para las mujeres de la familia ni para los niños más chicos —para ese entonces las tías ya habían recogido a dos niños más, sus hermanos de distinta madre— y organizó todo para que se fueran a Asunción.

En Concepción quedaron solo el abuelo y él. Casi no había clases, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo en la fábrica ayudando al abuelo. Producían menos jabón, pero algo se hacía. Ya no comían las delicias que cocinaba tía Selina; no estaba para elaborarlas y ni siquiera se conseguía la materia prima para poder cocinar. La casa les quedaba enorme. Tenía miedo por las noches, pero ir a dormir al cuarto del abuelo era algo inconcebible; los hombres debían ser fuertes. Fueron pasando los días y algunos meses. La rutina cambiada se había transformado en una nueva rutina. Nadie podía sospechar que algo haría que nuevamente todo se moviera para volver a establecerse en una forma inconcebible.

Esa calurosa tarde, mientras estaba con el abuelo en la fábrica de jabón, se oyeron cascos de caballos y sonidos de metal. Estaba llegando el ejército; eran muchos. El abuelo le gritó que se escondiera en el cuarto de máquinas. Muerto de miedo y de calor guardó silencio, un silencio inmenso, durante un tiempo eterno. Solo podía escuchar gritos y golpes. Luego silencio y susurros. Pasos, cosas que se caen. Risas. Nuevamente ruidos de cascos de caballo, pero esta vez alejándose. Sin poder moverse, permaneció en ese cuarto oscuro y caluroso durante un tiempo que le pareció no tener fin. Cuando se animó a salir, recorrió la fábrica; buscó a su abuelo, pero ya no estaba. No estaba en ningún lado.

Tenía siete años y estaba a cientos de kilómetros del resto de su familia. Las mujeres y los niños estaban en Asunción sin saber nada y sus tíos y padre estaban peleando en la guerra. Apagó las máquinas de la fábrica. Cerró las puertas que pensó debía cerrar y se fue a la casa. Nunca antes había tenido tanto frío, a pesar del día caluroso. Miedo, frío, hambre. El tiempo pasó y él seguía solo en la casa, días y noches, noches y días. A veces hasta creía oír las voces de sus tías que llegaban: «Juanito, ¿dónde estás? Vamos a comer. Preparé kibbeh que tanto te gusta…» Pero esas voces estaban solo en su cabeza porque cuando salía corriendo a la cocina a buscar a tía Selina, allí no había nadie. Comía galletas agusanadas porque era lo único que quedaba en la despensa de la casa. Y se encerraba cada vez más. Fue en esta época que la coraza se terminó de formar y guardó muy dentro de sí a ese niño temeroso, asustado y valiente. Se sintió abandonado, pero aprendió a dejar pasar los días siguiendo una rutina estricta.

Debe haber transcurrido un par de meses antes de que una vecina se diera cuenta que estaba solo en la casa y se lo llevara a la suya. Esa misma vecina envió una carta a su familia en Asunción que demoró otros tantos días en ir a buscarlo.

—Papá, debe haber estado buenísimo vivir solo y estar con los soldados, ¿no? —dijo Alan, el hijo del medio, con toda la inocencia de un niño criado en una realidad completamente distinta.

—Sí, hijo —le respondió Juan, mientras la luz de la lámpara de mantilla se reflejaba en esas pequeñas gotas que querían asomar de sus ojos.

No tenía sentido contarle a su hijo que a la edad en que un niño debe jugar él conoció la pobreza, la guerra, el hambre y el abandono.


ANALÍA – LA FORTALEZA REBELDE

A la edad en que una niña debe jugar ella cocinaba, limpiaba, se escapaba para ir a la escuela y se escondía de miradas y caricias turbias.

Sentada en la mesa de esa cocina impregnada de los olores de las comidas creadas para su familia, con la cabeza y el corazón lleno de caras conocidas y amadas, disfrutaba una vez más a su manera de toda la familia reunida alrededor de la mesa. Esa era otra noche de cuentos durante el apagón. Podía intuir los ojos brillosos de su marido ahora que había terminado de rememorar los días de la Guerra del Chaco. Sin embargo, sabía que a Juan le hacía muy bien compartir esas historias con sus hijos y también sabía que a sus hijos ahora les divertía, pero en algún momento esas vivencias los guiarían y moldearían sus corazones.

—¿Comemos mientras sigue el apagón? —dijo sonriente.

—Siiiii —gritaron los tres niños al unísono.

Julia había ayudado a su madre a preparar las crepas ese día más temprano y la cena eran canelones, comida preferida de todos.

—Y papá, ¿nos contás de aquel amigo al que le prestaste el traje y que después no te lo quería devolver…?

Juan sonrió divertido y comenzó el cuento, pero Analía ya no lo escuchaba. En su cabeza estaba parada en la puerta de una modesta casa de la calle Independencia Nacional de Asunción observándose dentro de ella, viviendo.

Su madre y sus cuatro hermanitos menores también estaban allí. Su papá, Elbio, se había ido cuando ella era muy chiquita. Otros hombres volverían a compartir el lecho de su madre y otros hermanos nacerían. Sin embargo, ninguno de esos hombres conseguiría conquistar el corazón de su madre, ni siquiera sanarlo. Cuando Elbio se fue, Chela quedó destruida al igual que su mente. Analía sería el objeto donde descargaría el amor-odio que sentía por Elbio. Desde chica percibió esa ambivalencia en su madre lo que hizo que sintiera la necesidad de protegerse. Quizás por eso desarrolló una voluntad fuerte y rebelde: siempre tuvo que luchar por ser alguien.

Amaba estudiar y su madre, a medida que fue creciendo, decidió que no debía hacerlo, que tenía que colaborar en la casa, encargarse de sus hermanos, estudiar para ser modista para poder ayudar a pagar las cuentas. Eso no impidió que su voluntad lograse convencer a doña Chela de que la dejara seguir estudiando siempre que cumpliera con las tareas que le asignara. Y así lo hacía, aunque a veces debía escaparse para asistir a clase y después correr con todo lo que le había pedido que hiciera.

A los siete era la encargada de la cocina. Más aún cuando Chela se dio cuenta que cocinaba muy bien. El dinero no sobraba en la casa y a veces tenía que hacer malabarismos con dos papas y un pedazo de carne, pero cuando sus hermanos se sentaban a la mesa parecía un festín. Su madre, mientras tanto, se encerraba en el cuarto con fuertes dolores de cabeza y todos rezaban porque cuando saliera estuviera de buen humor. Nunca se sabía qué esperar.

Esa vez Analía supo con exactitud cuál era el humor de su madre apenas salió del cuarto y arrastró a sus hermanos hacia otro lado de la casa con tal de que ellos no la molestaran y empeoraran la situación. Tenía solo nueve años, pero ya tenía las actitudes de una madre con esos niños. Quería protegerlos siempre y mimarlos, cuidarlos, darles todo lo que su madre no les daba. A ella era a la que le tocaba siempre la peor parte, pero su carácter fuerte e indómito hacía que eso no le importara. La quería, igual quería a su madre, pero tenía una capa protectora que no permitía que la lastimara; o eso creía ella.

Cuando salió del cuarto la llamó: “Analía, quiero comer, ¿todavía no hiciste nada? ¿Qué estuviste haciendo todo el día? Seguro soñando con papelitos de colores, como siempre…” Analía terminó de recoger a todos sus hermanos en el cuarto, les pidió que se quedaran calladitos y fue al encuentro de su madre, una mujer hermosa, pero cuyo rostro estaba avejentado y marcado por la amargura. Aun así, seguía siendo linda. Analía había heredado parte de su belleza; su rostro era una conjunción de la de su padre y la de su madre, una conjunción armoniosa y perfecta en su imperfección. Era bajita, muy bajita, pero ante la mirada de quien la conociera, crecía inmensamente por su gran fuerza de voluntad y orgullo. ¡Ah, en orgullo nadie le ganaba! Rara vez permitía que su madre la viera llorar y eso, sin que ella lo supiera, empeoraba la situación entre las dos.

—¿Qué pasa, mamá? Sí, ya hice la comida. ¿Te sirvo? —Eran las 5 de la tarde, era obvio que ya había hecho la comida, cambiado pañales de Hernán, lavado los pañales, curado la rodilla lastimada de Nené, cantado con Luisa y jugado con Laura.

—Claro, me muero de hambre…

—Ya te la sirvo, mamá.

Analía, sumisa en apariencia, calentó la comida y se la dejó en la mesa. Doña Chela miró de reojo el plato y apenas musitó un “Gracias” mientras Analía volvía rápido con sus hermanos.

—¡¡Analíaaaaa!! ¡¡Esto está frío!! ¿Cómo podés servirme algo frío? ¡Vení para acá en este instante!

Analía no sabía que la tarde anterior, una vecina, la típica vecina chusma que existe en todos los barrios, había pasado por la casa para comentarle a su madre, como al pasar, que se había enterado de que «su Elbio» se había juntado con alguien. Analía no sabía y no podía saberlo, pero si se hubiera enterado y hubiera entendido un poco más la retorcida manera de reaccionar de su madre, habría encontrado la excusa para desaparecer de la casa, porque no importaba lo que hiciera, ese día, Chela se vengaría en ella por las acciones de su padre.

—¡Traé la sal gruesa y vas a aprender chiquilina de porra!

—No, mamá, te lo caliento más…

—¡Traé la sal gruesa te dije!

Esos castigos físicos quizás podrían haber sido peores; en otras casas eran peores sin dudas porque había visto los moretones y cortes de aquella compañera de clase que no hablaba con nadie, pero el golpe al orgullo para Analía era más duro que el dolor físico; pero lo peor era no entender por qué, sin importar lo que hiciera, su madre no la quería.

Llevó el frasco de sal gruesa y observó resignada y altiva cómo su madre esparcía la sal en el piso del comedor.

—¡Arrodillate! Vas a aprender a respetar a tu madre.

Los minutos se transformaban en horas y las horas parecían no terminar nunca. El dolor de la sal incrustada en las rodillas no era nada comparado con el dolor que le generaba que sus hermanos la vieran así, arrodillada, derrotada. Sin embargo, se sentía bien porque si ella estaba en esa situación, sus hermanos estaban a salvo. Cuando su madre volvía al cuarto Analía corría los granos de sal y si sentía ruidos en el cuarto volvía a ponerlos debajo de sus rodillas. De cualquier manera, ya no importaba tanto la sal, la posición por tanto tiempo entumecía sus piernas y le dolían. Cuando al fin salía de la penitencia, cuando su madre quizás movida por algún lejano sentimiento de culpa le gritaba desde el cuarto que se podía levantar, pero que no dejara la sal tirada y limpiara todo, Analía tragaba las lágrimas, ordenaba y se iba a su cuarto para reparar su orgullo herido.

Así fue creciendo, rodeada de desamor y creyendo que nada peor le podía pasar, pero su desarrollo precoz le traería nuevos desafíos que sortear. La niña linda y flacucha poco a poco se fue transformando en una adolescente con rasgos más femeninos, largo cabello negro y curvas que llamaban la atención, ya no de sus compañeritos que antes siempre le andaban atrás, si no de los niños más grandes de la escuela y de los vecinos que la miraban con otros ojos al verla pasar por la cuadra.

Estos cambios no pasaron desapercibidos para la pareja actual de su madre; de la misma manera, no fueron inadvertidas por Analía las miradas lascivas con ojos brillosos de ese repugnante ser que vivía en su casa. Comenzó a dormir entre sobresaltos. Se despertaba con cualquier ruido de la casa. Ese hombre no era de fiar, y su madre, aún menos: si le contase algo de sus miedos o sensaciones la sacaría volando, diciéndole que eran cosas de ella, “envidia y celos porque al fin tenía alguien que la quería y la cuidaba y proveía algo a la casa, no como ese —su padre— que la dejó tirada con una hija y se desapareció para seguir de juerga por ahí, con otras…”. Sabía que solo contaba consigo misma para defenderse.

Una noche se había acostado muy cansada. Hernán estaba con diarrea y vómitos y lo había estado cuidando hasta tarde. Cuando por fin se durmió, estaba agotada. No sintió el ruido de la madera afuera de su cuarto cuando la pisada sigilosa la hizo tronar; no sintió el chirriar de su puerta cuando despacio se fue abriendo, ni sintió la respiración asquerosa que se acercaba. Lo que sí sintió fue una mano callosa y húmeda que le recorría el muslo y saltó de la cama. En la penumbra fijó sus ojos negros encendidos por la ira en ese par de sucios ojos libidinosos y la fortaleza de su interior se proyectó de tal manera que el tipo salió, callado.

Al día siguiente, Analía dio vuelta el cuarto de su madre buscando una llave, la llave de su cuarto, y a partir de ese día durmió con la puerta llaveada y cuidándose hasta de su sombra. Pero la vida parece que se ensaña con ciertas personas. Otras manos callosas o más suaves la buscarían. Unas en especial romperían la confianza y seguridad que toda niña debería tener permitido sentir siempre.

Años después Analía no podría evitar proyectar en su hija sus vivencias. Quizás sus esfuerzos por cuidarla tendrían efecto, quizás no, pero eso ya es historia de otro momento.

—Ma, mami, creo que los canelones ya deben estar calientes, ¿no? —murmuró Julia tocándole el brazo con su manito suave para no distraer a sus hermanos que escuchaban atentos y divertidos a su padre.

Analía miró a la niña de seis años que se parecía tanto a ella y un rayo de inquietud por el futuro la golpeó.

—Si, Juli, seguro ya están, vamos a servir. ¿Me ayudás?


Bebí otro sorbo de café y levanté la mirada del computador. Juan Manuel me miraba desde el mostrador. Era un hombrecito bajo, del color de la madera caoba barnizada; su boca siempre estaba dispuesta a sonreír, aun cuando sus ojos a veces no la acompañaran; pelo entrecano tupido y un bigote que me recordaba la representación del mexicano en las películas de cowboy de mi infancia. Su mirada, esa mirada, me atravesaba. Parecía recorrer mi interior, mis recovecos, mis dolores y mis angustias. Y allí, recorriéndome, buscaba los rincones de alegría hacia donde me arrastraba.

No podría olvidarme nunca el día que volví de ese viaje relámpago para acompañar a mi madre que iba a ser operada. Como un mimo, habíamos dormido juntas durante las siete noches antes y después de la operación; como un golpe, había vivido cómo mi madre hablaba y luchaba con sus demonios mientras dormía, intranquila, asustada. Al volver me había acompañado una sensación extraña y Juan Manuel al verme me había dicho: “¡Ya de vuelta! ¡Qué bueno! Sabe, estuve pensando que las pesadillas son la mejor manera que tenemos para vengarnos de la vida: revivimos situaciones y les cambiamos el final o nos despertamos y ya no están”. Cómo lo había sabido, no sé, pero lo que sí sé es que de un plumazo me había sacado un gran peso de encima: mi madre estaba vengándose y no sufriendo.

Le sonreí y lo llamé:

—Juan Manuel, todavía no cierran, ¿verdad? Quiero leer un poquito más.

—Pos, imagínese, señorita Julia, si todavía faltan horas para que me vaya. Lea nomás, tranquila. Ya yo le aviso si por sus lecturas me va a hacer quedarme a dormir acá… —me dijo guiñándome un ojo. —Na’ más después me agrega a esa parte del libro donde agradece. No crea que no me he estado informándome.

Juan Manuel siempre lograba hacerme reír…


TAPÉ AVIRÚ – DOS ALMAS LASTIMADAS SE CRUZAN

En búsqueda de una “Tierra sin mal”, los indígenas guaraníes tejieron durante años una amplia red de senderos: el Tapé Avirú.

Los tiempos de Concepción y la fábrica de jabón habían terminado para Juan. Luego de que la Guerra del Chaco finalizara y de que el abuelo fuera liberado de la prisión adonde se lo habían llevado, la fábrica había retomado su ritmo. Un tiempo después el abuelo Fadel había decidido que era mejor que la familia se trasladase a Asunción. Tía Celia se había casado con su militar que había regresado de la guerra con la voluntad y el corazón enteros. Tía Selina también se había casado y tía Nadina, el sargento de caballería, vivía con ella. Juan nunca había vivido con su padre. Siempre con las tías y con el resto de la familia, pero con su padre jamás. Había cumplido dieciocho años, era estudiante de perito contable y los senderos del Tapé Avirú hicieron que fuera a vivir unos meses a la casa de don Esteban; era más fácil para sus estudios que acababan de empezar.

En casa de su padre todo era nuevo y casi no sabían cómo tratarse. A don Esteban le gustaban las letras, escribir, la política, la filosofía; a él le gustaban los números, todo lo que no tuviera matices, la verdad absoluta, lo racional. Tenían muy poco en común. Se saludaban con cordialidad cuando se cruzaban, como si fueran extraños educados. Su relación no pasaba más allá de eso. Se instaló en un cuarto junto con sus dos hermanos menores. La madre de estos dos hermanos fue la única mujer que compartió una casa y la vida con don Esteban. Sin embargo, Juan nunca los envidió. Su forma de ser hacía que tomara esas cosas como circunstancias dadas. No añoraba un padre y una madre porque había visto en su abuelo esa figura paterna y en sus tías varios tipos de madres.

Una mañana salió de la casa de don Esteban rumbo a sus clases. Esa mañana la vio. Parada frente a la fachada de la casa de la esquina, una niña-mujer bellísima de no más de trece años con quien la naturaleza había sido muy generosa en cuanto a atributos femeninos: ojos negros profundos, largo cabello lacio color del cielo en las noches oscuras, cintura minúscula que enmarcaba curvas generosas y proporcionadas y una mirada resuelta que de inmediato le llamó la atención. No, esa niña no bajaba la mirada, al contrario, te desafiaba. Casi se tropezó con una baldosa floja. Él era un joven alto, muy alto; flaco, muy flaco, y como todo joven alto y flaco no tenía demasiado control sobre sus extremidades. Llevaba un gastado maletín heredado de su abuelo que le daba un aire importante y lo llenaba de orgullo. Se la quedó mirando sin saber qué hacer, cómo actuar. ¿Debía saludarla? ¿O seguir caminando como si nada? ¿Sonreír? ¿Parar? ¿Seguir? ¿Viviría allí? Todo esto iba pensando mientras se alejaba por la vereda dispareja dando pasos lentos, torpes.

Analía lo había visto venir desde lejos. Creía haberlo visto antes, a través de la puerta de hierro que da paso al patio delantero de su casa, mientras jugaba con Hernán. Le había llamado la atención lo alto que era, la torpeza para caminar y el orgullo con el que llevaba la cabeza en alto y el ajado maletín. Era buen mozo y vestía muy bien, cosa rara por esos lugares. Parecía serio, cosa más rara aún.

Esa noche Juan no podía sacarse su imagen de la cabeza. No podía esperar a pasar de nuevo frente a esa casa. ¡Ojalá viviera allí! Se durmió al arrullo de unos ojos oscuros y abrigado por sedosos cabellos negros. Se levantó de un salto. En un primer momento no recordaba por qué se sentía tan feliz hasta que esos ojos oscuros iluminaron su habitación. Juan era un muchacho de rutinas: levantarse siempre a la misma hora y a la misma hora desayunar, igual todos los días. Había adquirido los hábitos rutinarios ese tiempo que había vivido solo en la casa de Concepción; sin eso, sin el marco estable de una rutina segura, los días se hubieran transformado en una maraña que no le hubiera permitido avanzar. Su cuerpo fue acostumbrándose a un horario para levantarse, otro para comer cada comida, un horario para dormir la siesta, hasta uno para ir al baño. Ese día se despertó fuera de horario, casi olvidó desayunar y salió antes de la casa. Su padre no lo conocía lo suficiente para ver en eso un indicio de que algo estaba por cambiar.

Caminó con pasos apresurados hasta que llegó a la esquina. «¡Me olvidé del maletín! ¡Qué tonto! Ahora voy a tener que volver por él» se dijo, contrariado. Pensó unos minutos si volver ya o esperar un poco más allí, medio escondido atrás del árbol. Dudaba, pero tenía miedo de que saliera y él no estuviera, entonces decidió esperar unos minutos rogando que apareciera, que viviera allí. Y si aparecía, ¿qué iba a hacer? No tenía ni idea. El tiempo pasaba y la puerta de hierro de la casa no se abría. El calor agobiante de la ciudad comenzaba a sentirse. Frustrado, decidió retornar a la casa de su padre para buscar el maletín. Volvería por allí otra vez a ver si tenía suerte.

De regreso, se escondió unos minutos más tras el árbol. ¡Nada! ¡Esa puerta no quería moverse! Frustrado y ansioso retomó su camino hacia la parada del ómnibus. Debía llegar a clase. Creía que ya iba a llegar tarde; primera vez en su vida que llegaría tarde a algo. Pasó frente a la puerta y no se animó ni a mirar de reojo. Caminaba más erguido y torpe que de costumbre y con una sensación que le era extraña.

—¿Adónde vas con ese maletín? ¿Estás apurado? Ojo no te vayas a caer que la vereda está un poco rota— le dijo Analía divertida al recordar cómo el día anterior había tropezado con esa misma baldosa mientras la miraba embobado.

Lo había estado espiando escondida desde un hueco de la reja y se había divertido mucho con todo lo que había visto. Analía tenía trece años, pero la viveza y la madurez de una chica de dieciocho; Juan tenía dieciocho y la inocencia y timidez de un niño de trece. No en vano Juan era el niño encerrado en el cuerpo de un hombre y Analía la fortaleza rebelde.


SINOPSIS

Esta es una historia que tiene como punto de partida el Líbano, pasa por Paraguay, se establece en Uruguay y es revisada y narrada desde México. No es una historia de amor, sino de vida.

En Paraguay, un pequeño que conoce la guerra, el hambre y el abandono hasta transformarse en un niño encerrado en el cuerpo de un hombre; una niña que conoce y se defiende del maltrato, el abuso y el desamparo, lo que la convierte en una fortaleza rebelde. Dos almas desvalidas que se cruzan en los senderos del Tapé Avirú en busca de una “tierra sin mal”.

Vaivenes de la vida de personas comunes que superan como pueden los dolores de su infancia, emigran buscando cumplir sus sueños sin saber que encontrarán mil y un inconvenientes en una tierra que los arrullará con el olor a mar y el sonido del viento en las hojas de los árboles. Seres que se aman, se odian, luchan, avanzan, retroceden, se encuentran y desencuentran, y a pesar de todo, siguen viviendo, porque de eso se trata este breve momento que llamamos vida.

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