1

Hoy es lunes: día de ordeño. Unas cuantas paradas, unos minutos caminando y casi estoy en la clínica de donación de semen. Dinerito contante y sonante. Una paja, un billete. Así es como lo veo yo.

Me he colado detrás de una señora cuando pasaba el torno del cercanías. ¿Qué otra cosa podía hacer? Era eso o gastar los únicos dos euros que me quedaban, perdidos dentro del bolsillo de la cazadora. Durante el trayecto, los manoseo hasta que se me pega su olor a metal.

El viaje en cercanías forma parte del ritual de los lunes.

Si puedo, me gusta sentarme cerca de una de las puertas, en esos asientos que se levantan en cuanto quitas tu culo de encima y se estrellan contra el respaldo dando un golpe fuerte. El sonido me recuerda a cuando de pequeños íbamos al cine y las butacas se plegaban de la misma manera. Estábamos deseando que llegara el intermedio para poder dar el coñazo: que si me levanto, que si me dejo caer, pumba, pumba, pumba, hasta que llegaba el acomodador apuntándonos con la linterna en la cara y amenazaba con echarnos a la calle.

Lo mejor de los asientos pegados a las puertas es que te permiten huir de un lugar rápidamente. Antes de Los Santos Bravos ni siquiera lo había pensado, pero ahora lo repito como un mantra, casi como si fuera una filosofía de vida: «siempre podrás salvar tu culo si estás en uno de los asientos pegados a las puertas». Porque nunca sabes con quién vas a coincidir. Y mucho menos en un vagón de cercanías. En cuanto entro en uno de ellos, lo primero que hago es mirar hacia todos los lados, para asegurarme de que no tendré problemas en lo que dure el trayecto. Antes de entrar del todo, y de manera disimulada: vistazo general. Particularmente, busco personas con tatuajes en el cuello. Los Santos Bravos suelen tener tatuajes enormes cerca de sus cuellos. Dragones gigantes escupiendo llamas, serpientes que se enroscarían en tu cuerpo hasta matarte, escorpiones deseando clavarte su aguijón… Y, como marca particular, en el punto medio entre las clavículas, aparecen ―cubriendo gran parte de la piel― sus iniciales.

LSB. Escritas con letras de tipo gótico.

Sí señor. Los Santos Bravos suelen llevar grandes tatuajes de color negro sobre el fondo de su piel oscura. Y ―por suerte― suelen ser bien visibles.

Tatuajes en el cuello. Nunca hay que pasar por alto los tatuajes en el cuello.

De momento he tenido suerte. Todavía no me ha tocado huir. Pero sé que tarde o temprano sucederá. Los Santos Bravos me están buscando y, aunque la ciudad es gigantesca, sé que acabarán por encontrarme.

El vagón hoy va bastante vacío y he podido sentarme donde quería. Cerca de mí se ha colocado un trío de chicas ruidosas que se ríen escandalosamente y que no dejan de cruzar y descruzar las piernas. En un día normal me quedaría mirándolas hasta que terminara mi trayecto. Me gusta ver cómo empiezan a recolocarse la melena para un lado y para otro. «Eh, tía, ese de ahí, el de los vaqueros desgastados, te está mirando. ¡Y no está nada mal!». En cuanto notan que las observas, las mujeres empiezan a prestarte atención. Una de ellas se parece a Jenny. O más bien: una de ellas tiene una boca como la de Jenny. De labios gordos y rojizos. Sonrío de medio lado recordando las cosas que hace Jenny con su boca pero, después, muevo la cabeza, sacudiéndome ese pensamiento.

Jenny… Imagino que me la encontraré en la clínica. Igual que a Lucía. No sé si el resto de clínicas de donación de semen tendrá unas trabajadoras que estén tan buenas como a la que yo voy. En serio. Es verlas y tener la mitad del trabajo hecho.

¿Le tocará a Jenny repartir los botecitos esta semana? De verdad que espero que no. Con suerte, estará en el almacén, o enseñando las salas a algún nuevo donante… Sin darme cuenta, me pongo a pensar en el último día en el que estuvimos juntos. Después de ese último día en su casa no hemos vuelto a hablar. Debía de haberlo previsto. «Será mejor dejarlo así», le dije, vistiéndome y saliendo sin dar un portazo.

Los frenos chirrían mientras el tren se detiene de nuevo. Las puertas se abren. Un aire congelado se cuela dentro del vagón. «La siguiente es la mía», murmuro, y siento una pereza enorme por tener que terminar el trayecto, levantarme y salir a la calle con este frío. Pero un deber es un deber, y hoy sigue siendo lunes.

Al final, termino clavando los ojos en la chica de labios gruesos, que parece ignorarme mientras continúa hablando con sus amigas.

La chica parlotea y parlotea. Sus labios se mueven como dos cerezas gordísimas, y yo me imagino explotando esas dos cerezas con mis dientes hasta que su jugo dulce y afrutado me llena la boca. El tren está invadiendo la estación y la gente comienza a arremolinarse delante de las puertas. Me pongo de pie bruscamente y sin sujetar el asiento, que golpea contra el respaldo. Es entonces cuando la chica de los labios gruesos, al fin, me mira, sonríe y se coloca la melena sobre su hombro. Son solo unos segundos en los que sus ojos se clavan en los míos. Después, vuelve a lo suyo.

El tren se para del todo y alguien pulsa el botón de apertura. Salimos a la carrera, estorbándonos unos a otros mientras dejamos atrás el andén. Bajo por las escaleras de la estación sin sacar las manos de los bolsillos de la cazadora, olvidándome de la chica del cercanías. Cuando salgo a la calle, me doy cuenta de que la moneda de dos euros está caliente y un poco sudada.

[…]

Para saldar mi deuda con Los Santos Bravos necesitaría ir a la clínica… ¿Todos los días? Y, una vez allí, tendría que cascármela al menos unas diez veces. Eso es. Diez veces al día. Una detrás de otra. Venga, venga, venga. Y poder seguir ese ritmo antes de acabar topándome con ellos en cualquier rincón de la ciudad. Paja, billete, paja billete, hasta que muriese de agotamiento con la polla cogida en la mano derecha.

Así de alta es mi deuda.

Hace tanto frío que, cuando llego frente a la puerta de la clínica, mis manos están rojas y congeladas. Las froto una contra la otra unas cuantas veces y les echo mi aliento, caliente y húmedo.

Desde la puerta de cristal veo a Lucía, a cargo del mostrador de información. Lleva la chapita de la clínica con su nombre y apellidos pinchada en la blusa, sobre uno de sus pechos y está sentada con la espalda muy recta, tal y como aconsejan los tratados de yoga que no para de leer. Ahora mismo, teclea algo en el ordenador, y sostiene un lapicero con la boca. A Lucía le gustan mis manos grandes y fuertes. Le gusta pasar los dedos por los cortes y las pequeñas cicatrices, que son fruto de todos los trabajos que he hecho en la carpintería de mi tío. No sé qué cara pondría Jenny si supiera que, mientras he estado con ella, también me he visto un par de veces con Lucía.

El sonido de la puerta al abrirse hace que Lucía alce la vista de la pantalla y mire a ver quién ha entrado. Cuando cruzamos la mirada, se saca el lapicero de la boca y se recoloca las gafas de pasta negra. La recuerdo botando encima de mí solamente vestida con esas gafas de pasta negra. La saludo guiñándole un ojo y noto que se sonroja como una tonta.

Me dirijo directamente a la sala en donde se entrega el material. Conozco tan bien el camino que podría recorrerlo con los ojos cerrados.

La puerta de la sala está abierta. Por supuesto, hoy es Jenny la encargada de proporcionar el material a los pajeros. Noto cómo se me arruga la frente. Jenny lleva el pelo recogido y está recolocando las estanterías. No puedo evitar que me invada la pereza. Hubiera preferido a cualquier otra, incluso a la estirada Angélica jamásmetocarásporquenoeresdigno. Una vez le dije a la estirada Angélica que debería relajarse, montarse una fiesta, beberse unos tragos, despelotarse, pasárselo bien… Pero ella no es capaz. «Yo sé cómo hacer que una mujer lo pase bien», dije. Ella me miró tan fijamente que pensé que podía ver en el interior de mi cabeza.

―¿Con alguien como tú? ―dijo, repasando mi vestimenta de arriba abajo, con la misma cara que le pondría a un vagabundo maloliente que la acabase de rozar sin darse cuenta―. Antes me acostaría con un cerdo de cien kilos ―añadió. Yo me eché a reír. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me gustaría saber qué tal se lo monta la estirada Angélica una vez que se quita la bata de la clínica y sale de trabajar. ¡Ah…! Jamás lo imaginé, pero hoy hubiera perdonado el billete si la hubieran puesto a ella a repartir los botecitos…

―Buenas ―digo, dando unos toques con los nudillos en el marco de la puerta. Detrás de mí están las salas donde esperan los que vienen a pedir su pequeño milagro a la clínica.

Jenny se gira. Su bata blanca tiene un botón de más abierto. Y, debajo, lleva una camiseta con un escote amplísimo.

―Buenos días ―dice, como si no me conociera, aunque no consigue evitar fruncir la boca de manera inconsciente. Sus labios rojos son dos cerezas espachurradas. «¡Está rabiosa!», pienso cuando se agacha ―solamente un poco― para coger el bote de plástico.

(Sujetador de color rosa suave, con encaje por encima de las copas. Y su mancha. Una mancha no muy grande, peculiar, en forma de pequeño corazón, justo sobre una de las clavículas. Una mancha que sabe a calor y a carne, a sexo sin restricciones).

Si por mí fuera, habría podido estar con Jenny durante mucho tiempo más. Ella sabe estrujarme como ninguna. Ahora arriba, ahora de lado, ahora ponme así… Y nunca se harta… ¡es inagotable! Con las demás siempre me ha tocado hacer parones, dejar que duerman un poco, que descansen. En ese sentido, Jenny es como yo: uno, y después otro, y otro más. «No te rindes nunca», decía. «Podríamos vivir siempre así».

Jenny me mira a los ojos mientras me entrega el bote esterilizado.

Cojo el bote con la mano derecha y lo guardo, calentándolo en la palma. La envoltura de plástico suena con un frufrú delator. Me giro. Quiero acabar con esto cuanto antes. En la sala de espera hay una pareja con pinta de mojigatos que guarda su turno para pasar a hablar con uno de los médicos de la clínica. Me río pensando en ellos. ¿Qué opinión tendrán de un tipo que lleva una camiseta vieja y unas botas raídas? ¿Entrarán donde el médico y dirán: «queremos el semen de ese tipo, del tío grande, sí, sí, el desaliñado»? Nunca me había puesto a darle vueltas, pero la verdad es que venir a pedir semen a estos sitios debe de ser como jugar a la lotería.

Jenny sale de la habitación donde se entrega el material y señala con uno de sus dedos hacia el pasillo:

―Hay que recorrerlo hasta el final: última sala, a la derecha ―me dice―. Lo acompañaré.

En la clínica, Jenny me trata de usted. Como si fuera un tío importante; porque, para la clínica, todos los pajeros a los que financian son tíos importantes; porque, como dicen en sus panfletos: «usted está realizando una labor importante»; soltar tu semen en un bote esterilizado en vez de en un pañuelo de papel es una labor importante. Es casi como entregar a tus hijos, a tus bebés sonrosados, por una cantidad de dinero que nunca es suficiente. Por eso, cuando donas tu semen siempre te tratan de usted. Aunque haga menos de una semana que Jenny se manchara los muslos del mismo semen que hoy voy a entregarle en un bote.

Mientras recorro el pasillo, me quito la cazadora. Jenny camina a mi lado.

―He pensado en llamarte ―dice cuando ya nadie puede vernos. Prefiero no contestar―. Oh, vamos, ¿no vas a decir nada?

Recuerdo que la última vez que me dijo eso estábamos los dos completamente desnudos, ella, sentada sobre la cama revuelta, agarrándose las puntas de los pies con los dedos; yo, de pie junto al radiador. Si hubiéramos estado en mi casa, podría haberle pedido consejo a la mancha de humedad que tengo debajo del alféizar, en la ventana que da al patio de vecinos. En serio. Podría haberla mirado y haberle preguntado: «¿tú qué opinas?, ¿le decimos algo a Jenny?, ¿le decimos la verdad?». Se lo podía haber preguntado, sí señor; pero, en casa de Jenny, toda la pared estaba pintada de un pulcro color rosa suave, y allí no había nadie más a quien pedirle consejo.

Jenny estaba empeñada en ir a más, en que nos viéramos fuera de aquella habitación, en ir al cine, a cenar… no sé.

«―¿No vas a decir nada? ―dijo. Yo me di la vuelta y miré a través del cristal de la ventana de su cuarto. Las luces de las farolas empezaban a encenderse.

»―Es una lástima ―dije. Y entonces Jenny se puso en pie, se enfureció, y me gritó, y se echó a llorar, y todas esas cosas al mismo tiempo.

»―¿El qué es una lástima? ―dijo.

»―Que no podamos seguir así.

»―Así… ¿cómo?

»―Así… así ―dije volviéndome, con las palmas hacia arriba. Nuestra ropa estaba toda tirada por el suelo―: En pelotas ―añadí, como un gilipollas.

»―¿Eso es lo que quieres? ¿Pasarte la vida en pelotas?

Jenny enfadada estaba mejor que nunca.

»―¿No estaban Adán y Eva en pelotas todo el día? ―dije, encogiéndome de hombros.

»―Ellos vivían en el paraíso ―dijo Jenny―, y nosotros tenemos que vernos aquí porque tú ni siquiera te atreves a llevarme a tu casa.

»―Ah, pecadora ―dije, haciendo la señal de la cruz juntando dos dedos y extendiendo las manos hacia ella―, ¡tú no estás preparada para el acceso al paraíso!, ¡debes expiar tus culpas! ―dije, pero no le hizo gracia. Ella siguió a lo suyo.

»―Eres un imbécil ―dijo Jenny―. Adán y Eva… Ellos, por lo menos, no necesitaban trabajar. Ni tampoco el dinero. Tú sí. ―Su dedo índice se clavó en mi esternón―: Tú tienes una deuda.

(La deuda. Mi deuda con Los Santos Bravos. Nunca le tenía que haber dicho nada. A fin de cuentas… ¿qué tenía eso que ver con Jenny?).

»―Fue una mala decisión que empezáramos a hablar ―dije―. Deberíamos haber estado continuamente follando. ―Cogí su dedo índice y me lo metí en la boca. Jenny se revolvió como si hubiera sufrido una descarga eléctrica―. Sé que a ti también te apetece.

»―Eres un completo imbécil ―dijo―. Y un inconsciente. ¿No ves el peligro?

»―Si tanto te preocupo… préstame tú el dinero ―añadí, cogiéndola por la cintura Después la besé y noté cómo su cuerpo se aflojaba. Estaba a punto de decir que sí, o de dejarse convencer para regresar a la cama conmigo. Estaba a punto de algo, pero entonces volvió con lo de comer fuera, hacer cosas juntos, ser una pareja…».

En la clínica, según nos acercamos a la sala en donde realizaré mi donación, empiezo a sentir un calor incómodo.

―He estado muy ocupado ―le digo a Jenny, mientras doy unas zancadas bien grandes para terminar lo antes posible con este pasillo eterno.

―¿Lo has pensado? ―pregunta. Sus labios rojos están brillantes y su lengua húmeda se adivina detrás de la barrera de sus dientes.

Me dan ganas de preguntar «¿el qué?», pero no quiero volver a tener una discusión con Jenny. Y mucho menos dentro de la clínica. Me fijo en la bata que lleva, con su botón de más desabrochado.

―¿Quieres que vayamos a tu casa cuando salgas? ―digo. Jenny entrecierra los ojos―, ¿o quieres venirte a la mía? Total, ya hay confianza…

―Eres un imbécil ―dice―. Solo quieres que nos acostemos. Nada más.

Me encojo de hombros. Ya hemos llegado a la sala donde realizaré mi donación.

―Como quieras ―digo, y añado―: Yo ahora tengo cosas que hacer. Te llamaré si necesito ayuda…

―Jódete, Jonás ―dice Jenny, y después se vuelve con rabia y regresa hasta el lugar en donde se entregan los botecitos.

Giro el picaporte y me meto en la sala para pajeros, que no es más que una habitación desinfectada con las paredes blanquísimas. Para olvidarme un poco del enfado de Jenny, hago un recuento a media voz de las cosas que tengo delante: papelera discreta, mesita baja con dos o tres revistas porno ―más bien: material gráfico para facilitar la estimulación, así es como les gusta llamarlo a los tipos de la clínica―, pañuelos de papel en caja, silla bastante cómoda en la que poder dar rienda suelta a las fantasías… Creo que ya está todo. Bueno, todo lo importante. El WC y el lavabo minúsculo me sacan tanto de este rollo que prefiero olvidarme de que están ahí. Dejo la cazadora sobre la silla y noto que me sudan un poco los sobacos. La calefacción de estas salas siempre está demasiado alta.

Por otra parte, las revistas que hay sobre la mesa siempre son el mismo tipo de revistas: sexo suave en habitaciones de hotel con colchas de terciopelo. Misioneros, mamadas de mujeres sumisas con ojos cerrados… Nada de penetración anal, ni de semen escurriéndose por las comisuras de la boca. Nada de objetos de más de seis centímetros de diámetro diseñados para estimular a la vez las dos cavidades. Nada de musas del porno.

(Nada de Donna Tyler).

Para poder hacer la donación tengo que contenerme y no estar con mujeres en unos cuantos días. Ni puedo estar con mujeres ni puedo masturbarme. En realidad, no puedo hacer nada. Para los tipos de la clínica cascártela en el plazo fijado de tres días previos a la donación es peor que profanar el sepulcro de un santo. De esta manera, se aseguran de que el semen será de calidad y, de paso, de que llegarás a la clínica en tal estado que con cualquier revistilla podrás terminar, y pronto.

Ni siquiera voy a molestarme en abrir esas revistas.

Tras lavarme cuidadosamente las manos en el lavabo, saco el teléfono móvil de uno de los bolsos de la cazadora y lo apoyo sobre la mesita baja. El jodido teléfono móvil está más que obsoleto, pero en él guardo suficiente pornografía como para proporcionarle a la clínica muestras de semen para varios años.

Antes de sentarme, le quito al botecito su cubierta de plástico transparente. Nada más sacarlo, tiro este plástico a la papelera, que siempre está vacía, esperando ―ella también― su donación. Por comodidad, retiro la tapa del bote y la apoyo en la mesita llena a rebosar de revistas pornográficas. Mejor tenerlo todo listo. Hay veces en las que resulta imposible abrir la rosca de un bote de recogida de muestras a tiempo.

Me desabrocho el cinturón y los botones del pantalón vaquero con una sola mano. Y saco un par de pañuelos de papel de la caja. Recojo el teléfono móvil, me siento en la silla y cambio el bote de plástico esterilizado a mi mano izquierda. Con la derecha, saco lo que, ahora mismo, no es más que una polla todavía medio flácida. El móvil descansa en mi regazo, con un vídeo de Donna Tyler a punto para dar al play.

Hasta ahora, pensar en la boca de Jenny siempre me ayudaba. «Me centraré en su boca y nada más», murmuro. Me agarro la polla bien fuerte y siento que empieza a calentarse.

El vídeo comienza con el plano exterior de una cafetería. La imagen que transmite la cámara simula ser la visión de un cliente acercándose al establecimiento. Una brusca sacudida hacia arriba nos enseña el rótulo: «Café Madrid» y, acto seguido, con una convulsión de la cámara, vemos abrirse la puerta rojiza que tiene colgado el cartel de «abierto». El cliente entra en la cafetería y ve a Donna subida a cuatro patas sobre la barra metálica de un bar. Me fijo en la boca de Donna, y en su lengua, colocada de manera lasciva en una de sus comisuras; pero el grifo de cerveza Mahou y las luces intermitentes de la máquina tragaperras que hay en uno de los laterales hacen que pierda la concentración. «Cada vez graban en sitios más grotescos», me digo, sonriendo de medio lado. Adelanto el vídeo con dos o tres toques en la pantalla y llego a un momento mucho más interesante. Donna está siendo embestida desde atrás por un cachas de verga monstruosa, mientras que su boca se afana con el miembro de plástico que lleva una muchacha ―de aspecto demasiado virginal― sujeto con un arnés a sus caderas. Imagino al supuesto cliente sentado en una de las mesas de la cafetería, mirando la misma escena que yo puedo ver.

La boca imaginaria de Jenny y la boca de Donna chupan ese miembro de plástico con sus labios rojísimos; el cachas, por su parte, golpea tan fuerte a Donna que debe sujetarla con uno de sus brazos enormes para evitar que se dé de bruces contra su compañera. La lengua de Donna no deja moverse y de hacer círculos sobre la polla de plástico sujeta al arnés.

Mi mano derecha también se mueve, arriba y abajo, arriba y abajo. La imagen tiembla: el cliente debe de estar igual que yo.

En algún momento, el cachas ha decidido cambiar de agujero. Su miembro descomunal sale, mojado y durísimo. La cámara vibra mientras vemos la vagina de Donna, que permanece unos segundos abierta, tan abierta como el diámetro del pene que contenía. Mientras el forzudo se empeña en meter su polla por el otro agujero, la vagina comienza a cerrarse. Yo sostengo el bote esterilizado con mi mano izquierda; la derecha no para de moverse: arriba y abajo, arriba y abajo. Estoy tan a punto que aprieto las nalgas como si fuera yo el que le está dando duro a Donna, o como si mi pene fuera esa polla de plástico que ella continúa chupando y quisiera metérsela hasta la misma garganta. Mi respiración es muy acelerada. Culeo, culeo, arriba y abajo, arriba y abajo. El móvil está en serio peligro de caerse.

Un día me gustaría gritar a pleno pulmón a la vez que exploto en esa habitación esterilizada. Yo pego un grito descomunal, un grito de hombre sumamente satisfecho, y todos los que esperan en la sala de estar, o que están siendo entrevistados para que les entreguen un semen con el que concebir a sus futuros hijos, corren hacia las enfermeras, cogen a los médicos de las pecheras de sus batas y les ruegan, y les suplican, que les den ese semen caliente y blanquecino, que les den una muestra del tío ese que se acaba de correr ahí dentro.

Mis testículos parecen haberse perdido dentro de la bolsa vacía del escroto. El cachas está tan a punto como yo y ha decidido dar la vuelta a Donna y sacar la polla de su culo para poder echarle el semen sobre la cara.

La mano del cachas, y la del cliente, y la mía subiendo y bajando, arriba y abajo, arriba y abajo. Donna entre mis rodillas, y la boca imaginaria de Jenny dispuesta a lamer todo el semen que se derrame. No falta nada. Con la mano izquierda, sujeto el bote esterilizado y caliente y lo coloco en el lugar exacto. El cachas, el cliente y Donna y Jenny…, todos estamos a punto. El semen del cachas se derrama sobre la cara de Donna, que lo toca con una de sus manos y después se la lame. La boca imaginaria de Jenny está también dispuesta para recoger el mío, que sale expulsado, caliente y blanquecino y va a parar al bote esterilizado de tres golpes.

Uno.

Dos.

Tres.

Y, en ese instante, el vídeo de Donna y el cachas y la boca imaginaria de Jenny se paran y la imagen se queda en negro, porque mi móvil está recibiendo una llamada.

―Me pillas en medio de algo ―le digo a mi tío, con la voz un poco jadeante.

―En ese caso, le daré el trabajo a otro ―dice él.

Mi tío, con su cara de vinagre, lleva más de dos meses sin ofrecerme ninguna chapuza.

De mal humor le digo que, ahora mismo, salgo hacia su jodido taller de carpintería.

2

Los Santos Bravos ya deben de tener un cabreo de tres pares. Hace una semana acabó el plazo en el que les tenía que haber devuelto su dinero. Quince mil euros… más un justo quince por ciento por el buen «servisio». Creo que en aquel momento no lo pensé bien.

Los Santos Bravos…

Sé una historia que cuentan de Los Santos Bravos.

Una historia que me da mucho más miedo de lo que pudiera darme cualquier película que haya visto nunca.

Hace tiempo que Los Santos Bravos le dejaron dinero a un tipo, un pescadero, porque este quería hacer realidad el sueño de su mujer. La mujer del pescadero era flaca y plana como una tabla y quería ponerse tetas. ¡Tetas! Hay gente que pide dinero para que sus hijos vayan a la universidad o para poder pagarles un aparato corrector para los dientes, yo qué sé. Pero este pescadero no. Este pescadero quería que su mujer tuviese las dos tetas más grandes que el dinero pudiera comprar. Porque ella era tan flaca que su escote resultaba ridículo. En serio. Todos los días la mujer del pescadero lloraba y lloraba porque decía que no se sentía atractiva, que no se gustaba, que sin un par de tetas nunca sería feliz. Y, aunque a él le daba igual que su mujer tuviera las mismas tetas que cuando era pequeña, un día decidió que había que poner fin a ese asunto y, a escondidas de su mujer, contactó con Los Santos Bravos.

Siete mil euros.

Los Santos Bravos le dejaron siete mil euros para ponerle a su mujer unas tetas de la talla 105, por lo menos. Una mujer flaquísima con unas tetas de la 105… Seguro que, desde entonces, la mujer despachaba la merluza con mucha más alegría, convencida al cien por cien de que todos mirarían lo abultado que le quedaba el mandil a la altura del pecho. ¡Ah!, ¡cuánto me hubiera gustado ver la cara de ese pescadero cuando descubrió que su mujer al fin tenía unas buenas tetas a las que poder agarrarse! Seguro que fueron la pareja más feliz de la Tierra por unos días. Seguro que no dejaban de montárselo y de sobar las nuevas tetas de plástico que Los Santos Bravos habían hecho posible.

Pero, claro, había que devolver el dinero.

Siete mil euros, más los intereses.

Porque Los Santos Bravos tienen un negocio, no son hermanitas de la caridad.

El pescadero disfrutaba cada noche de las nuevas tetas de su mujer. Y el pago se iba aplazando y aplazando… El infeliz no daba abasto a vender lubinas y gambas en su pequeña pescadería. Pero tenía que pagar a sus proveedores, y el local, y la luz… y el poco dinero que reservaba para Los Santos Bravos nunca era suficiente.

El pescadero se convirtió en un hombre nervioso y huidizo. Su pescadería era siempre la primera en abrir y la última en cerrarse y, cuando llegaba a casa, estaba tan cansado que ni siquiera tenía ganas de jugar con las nuevas tetas de su mujer. Así que al final ella, desagradecida, se acabó hartando de todo aquello y lo abandonó.

Una noche, poco después del cierre, Los Santos Bravos le hicieron una visita. En su propia pescadería. No puedo ni imaginarme cómo consiguieron entrar todos esos tipos enormes, con sus grandes tatuajes de color negro cubriéndoles el cuello, en la pequeña pescadería. Pero entraron.

Dicen que el pobre pescadero abrió la caja registradora y les entregó todos los billetes y las monedas. Y era tal el temblor de sus manos y el estado de nervios que tenía que algunas se le caían al suelo y le tocaba recogerlas hasta tres y cuatro veces del lugar en donde habían caído. El infeliz sacó todas las monedas y todos los billetes y se los entregó a Los Santos Bravos, y todas las monedas ―y los billetes― estaban manchadas y como pringosas y olían a pescado. Los Santos Bravos le preguntaron cuánto tiempo creía que tardaría en conseguir su dinero.

«¿Todo el dinero?», preguntó el hombre. Los Santos Bravos lo miraron, los pectorales hinchadísimos, los brazos gigantes y fuertes, los cuellos tatuados en color negro. Todos morenos, con el pelo cortado al rape. Parecían una especie de asociación militar. Hasta que el más alto de todos, un tipo con la mejilla derecha cruzada de parte a parte por una cicatriz, echó un vistazo al instrumental que había en la pescadería. Vio los cuchillos, los guantes y las tijeras; vio los afiladores y los quita escamas; vio una especie de guillotina que debía de servir para cortar los pescados en salazón. El tipo de la cara cortada lo miró todo, hasta que se fijó en un cuchillo grande que había sobre una tabla, en una de las esquinas. La hoja de este cuchillo tenía la forma de la cabeza de un tiburón vista de perfil. Y se le ocurrió una idea. Los Santos Bravos tenían que asegurarse de que aquel pescadero terminaría pagándoles su deuda.

«Nosotros le hisimos un favor. Usted vino a pedir nuestro dinero y nosotros se lo dejamos sin haser más preguntas…».

El tipo alto de la cara cortada entró tras el mostrador de la pescadería. El pescadero estaba muy quieto, tan quieto que parecía que en realidad había dejado de respirar. Solamente se le veía mover sus dedos temblorosos.

Entonces, el tipo de la cara cortada eligió el cuchillo con forma de cabeza de tiburón y siguió hablando:

«Usted nos hase perder dinero y, por cada billete que nosotros perdemos, usted también pierde algo suyo».

El tipo de la cara cortada alzó una de sus manos y los demás comprendieron inmediatamente que tenían que sujetar al pescadero.

Cada semana Los Santos Bravos repetían su visita. Y cada dedo cortado iba a parar al mismo sitio en el que el pescadero tiraba las cabezas de los peces que vendía en su pescadería. En realidad, todo sucedía muy rápido. Los Santos Bravos no se demoraban más de cuatro o cinco minutos en acabar el trámite. Y, en cuanto el trabajo estaba hecho, uno de ellos se metía en el baño y cortaba un trozo grande del papel que el pescadero usaba para secarse las manos y se lo alcanzaba al infeliz, para que pudiera contener la sangre que le manaba de la herida.

Semana tras semana, el pescadero les fue dando lo poco que había podido reunir. Pero nunca había lo suficiente.

El cuchillo con forma de tiburón sirvió para cortar los siete dedos que hicieron falta para saldar la deuda pero, para entonces, el pescadero ya no podía volver a trabajar en la pescadería, que desde aquel momento estuvo cerrada.

Los Santos Bravos…

A nadie en su sano juicio se le ocurriría pedirle prestado dinero a Los Santos Bravos.

Yo, sin ir más lejos, en un estado normal, jamás hubiera recurrido a ellos. Pero lo mío era mucho más importante que un par de tetas o que tener que salvar un matrimonio. Lo mío había sido una cuestión de decir quién manda aquí. Una manera de enseñarle a mi padre que ya no podía hacer conmigo lo que le diera la gana.

Y todo por culpa del terreno de mi madre.

Pequeño, alejado de la ciudad. Con una casucha construida en él que no tenía más que una habitación, un saloncito y un cuarto de baño diminuto.

En el verano, en cuanto terminaba el colegio, nos íbamos al terreno que tenía mi madre. El río pasaba tan cerca que su humedad refrescante se metía por toda la casa. Y cuando dormíamos con las ventanas abiertas parecía que estábamos flotando en el medio de él, como si la casa fuera una enorme barca que fluyera entre las cañas y los juncos.

Yo me pasaba el día cogiendo ranas. Las atrapaba y las metía en una especie de bolsa de red que parecía una malla para llevar limones. Cuando tenía cinco o seis ranas, dibujaba una raya en el suelo y después las sacaba de la red y las ponía a todas en fila, a un par de metros de la raya. Entonces elegía una de ellas ―la que iba a ser la ganadora―, daba una palmada en el aire y las ranas comenzaban a saltar hacia la raya que yo había dibujado en el suelo. Aunque, a veces, se iban en alguna otra dirección y me tocaba buscarlas entre los matorrales, pero normalmente iban hacia donde yo quería. Si no ganaba la que había elegido, les hacía repetir la carrera a todas otra vez. Pero, si ganaba, me la llevaba corriendo a casa para enseñársela a mi madre.

―Tu padre no quiere bichos aquí ―decía ella. Y se agachaba hasta mi altura para darme un beso―, sal a jugar otro rato. Todavía queda un poco para que empecemos a comer.

Mi madre llevaba siempre una cadena de oro con un colgante en forma de lágrima. Y cuando se agachaba para darme el beso, ese colgante se despegaba de su piel y se balanceaba un par de veces. Por la noche, a mí me gustaba dormirme tocando ese colgante. Mi madre se tumbaba conmigo en un colchón que mis padres habían colocado en la mitad del saloncito y yo cogía esa lágrima en una de las manos. Entonces mi madre contaba hasta tres y, en el número tres, los dos cerrábamos los ojos. El rumor de la brisa y el sonido del río se hacía todavía más fuerte con los ojos cerrados. El colgante subía y bajaba sobre su pecho, al ritmo de la respiración de mi madre y yo contaba esas respiraciones hasta que, al final, me quedaba dormido.

Pero después ella se puso enferma y ya no volvimos más. Y todas esas cosas que sucedían en el terreno de mi madre dejaron de suceder.

El jodido terreno de mi madre al lado del río…

El lugar más feliz de la Tierra.

SINOPSIS

Jonás, un tipo con un éxito más que respetable entre las mujeres, tiene un problema: le ha pedido prestado dinero a Los Santos Bravos y no ha encontrado la manera de devolvérselo. Eso lo obliga a aceptar todos los trabajos que le ofrece su tío, el “cara de vinagre” (que es el dueño de una carpintería y que mantiene con Jonás una tensa relación). Y también lo obliga a acudir cada lunes a la clínica de donación de semen para poder ganarse un billete miserable.

Allí, va a conocer a Ricky, un enano que le prometerá una solución a sus problemas a cambio de… bueno, de ir un poco más allá.

Pero también va a conocer a Mara. Y, después de Mara, ya nada va a volver a ser lo mismo.

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