EL TEMARIO DEL TIEMPO
La mesa está vestida con un mantel blanco impoluto y servilletas con puntillas de ganchillo, con vajilla, cristalería y cubertería de fiesta. Doña Ángeles se ha esmerado también con los platos que va a servir a sus invitados, los más aplicados y queridos entre los antiguos alumnos de su marido, don Florián, que ha decidido retirarse de la enseñanza. Los primeros en llegar son Evaristo y su mujer, Rosario. Rosario trae una bandeja de pasteles que doña Ángeles da a la criada con instrucciones para que los sirva después de los postres con el café, cuando ya se hayan trasladado al salón. Las dos mujeres se acercan a la mesa del comedor donde Rosario alaba el gusto exquisito de su anfitriona. Los dos hombres se retiran al despacho. Unos diez minutos después llega José acompañado de su mujer, Inmaculada. Salen del despacho Don Florián y Evaristo para recibirlos. A José se le escapa una mueca de disgusto. Los hombres se dan la mano. Inmaculada tiende de manera torpe una caja de bombones a doña Ángeles quien le agradece el detalle.
Pasan todos al salón amueblado con hábil elegancia para tomar el aperitivo. Hay un piano de pared con fotografías apoyadas en la repisa, una cómoda panzuda entre los dos balcones con cortinas de raso verde, un velador con sillones de brazos de madera y alto respaldo. Doña Ángeles invita a las mujeres a sentarse en el sofá tapizado con un discreto estampado de flores y le dice a la criada que ayude a los señores con los sillones para que se sienten. Los hombres y la criada colocan los sillones y los distribuyen alrededor de la mesa de centro donde están dispuestas las bandejas con los aperitivos, dos botellas y las copas. Doña Ángeles sirve jerez para los caballeros, la primera copa para don Florián, y copitas de vino dulce para las mujeres. Por favor sin formalidades, sírvanse en los platos lo que quieran, hay aceitunas, lacón del pueblo de mi marido, y anchoas del Cantábrico. El tiempo transcurre sin prisa mientras ellos se sirven y empiezan a comer y se suceden los cumplidos: el vino frío es excelente; ¿dónde compra usted estas anchoas? Todos se ocupan de masticar y de beber de sus copas. Las sonrisas se suceden de unos a otros un tanto forzadas por el movimiento de mandíbulas. El clima empieza a ser frío. El ruido de la calle apenas llega al segundo piso amortiguado por las ventanas cerradas y las cortinas corridas, además los domingos hay menos animación en la calle. Comed, coged lo que os apetezca, insiste doña Ángeles. Don Florián come ensimismado y serio. Evaristo fija la mirada en el resplandor que se trasluce de las cortinas. Y José mastica taciturno rumiando la ofensa. Inma se sirve y sirve a su marido cuando comprueba que su plato está vacío. Le preocupa la expresión de su rostro que anticipa la borrasca. Rosario comenta que hace mucho calor para estas fechas. Las mujeres hablan de las temperaturas calurosas de los dos últimos días. Y esperan que refresque porque ese agobio no es habitual. Rosario cuenta que han ido a ver La duquesa de Benamejí con Jorge Mistral y Amparo Rivelles, que la actriz hace dos papeles y no sabe cómo lo han hecho, pero las ponen a las dos juntas como si estuvieran en la misma habitación. Empieza a hablar deprisa y luego, dilata las palabras para extender el tiempo. Doña Ángeles explica que en el parte de Radio Nacional de España del mediodía ha oído que han coronado a Gustavo Adolfo VI de Suecia.
Don Florián es calvo, con barba y cejas pobladas bajo las que se pierden unos anteojos de concha redondos. Ha sido un profesor respetado, querido por justo. Doña Ángeles es rolliza y pequeña, con una cabellera plateada recogida en un moño bajo, mujer decidida y resuelta, firme e invariable en sus ideas. Ordena pasar al comedor para comenzar a comer.
Inmaculada no sabe qué hacer con la copa medio llena en la que las gotitas de humedad se condensan en el cristal. Los demás la han dejado sobre la mesita. Ella apura el líquido dorado que ha perdido su frescor. Su marido se acerca a ella y murmura: Evaristo ha llegado antes para tener la oportunidad de hablarle mal de mí al profesor. Ella le mira alarmada; no le gusta que en una casa donde están invitados él se sienta disgustado. No lo creo, tienen muchas cosas de qué hablar. Él la mira con reproche por llevarle la contraria.
Se unen a los demás en el comedor donde doña Ángeles está distribuyendo los sitios, de manera que sienta a José y a Evaristo a ambos lados de su maestro, de frente uno al otro; a su lado, coloca a las dos mujeres, Inma junto a Evaristo y Rosario al lado de José. José y Evaristo son parecidos, dos hombres morenos de más de treinta años, con bigote y traje, los dos con el ceño fruncido por las preocupaciones. Evaristo, más nervioso, más inquieto en sus gestos, con un hablar entrecortado, como si dudara constantemente. José habla como si estuviera seguro de todo lo que dice. Entra la criada para servir la sopa. Después entra en el salón para recoger los restos del aperitivo. Mientras la mujer está cerca o a la vista nadie hace ningún comentario y todos se llevan regularmente la cuchara a la boca.
Inma le dice a doña Ángeles: Está la sopa riquísima. Y las servilletas son un primor. Ha debido ser mucho trabajo preparar todo.
No te preocupes lo he hecho con gusto. Me gusta que vengáis a mi casa y Florián estaba muy ilusionado con este momento en el que iba a reunirse con sus discípulos más queridos. Lástima que falten Prudencio y su mujer. Es algo penoso.
Los esposos habían hablado hacía tiempo de ofrecer esta comida, pero don Florián cambió de opinión y quería posponerla para mejor momento. Doña Ángeles se empeñó en seguir adelante porque no veía ninguna razón para cambiar de planes.
Don Florián compone en la cara un grado más de tristeza y seriedad tras las palabras de su mujer: Seguro que todo es un lamentable error y que se solucionará cuando comprueben la inocencia de Prudencio. Es un buen muchacho.
Evaristo se lleva la servilleta a la boca. José sonríe y finge indiferencia, levanta la cabeza como afirmándose con orgullo. Inma en cambio baja la vista hacia el plato, intenta sorber de la cuchara sin ruido y sin que se derrame la sopa. Evaristo evita mirar a José. Y José le mira con desafío, con intención de tropezar con su mirada. Evaristo duda y al fin dice que Prudencio siempre ha sido como un hermano mayor para ellos, nunca dejó de ayudarles.
—Ha dado un mal paso, ha cometido una equivocación grave —interviene enseguida José.
—Me cuesta pensar que Prudencio fuera capaz de meterse en política.
—Cuánta menos relación tengamos con él, mejor —dice Rosario.
—Su mujer tiene que estar destrozada, quedarse sola con sus hijos. Si la conociera intentaría ayudarla —dice Inmaculada con auténtico pesar.
—Es culpa de Prudencio que no ha pensado en su familia. —Su marido intenta controlar la voz.
—Para Prudencio su familia es lo más importante —subraya Evaristo con el puño cerrado.
José parece que está a punto de añadir algo, pero se contiene.
—Por estas fechas siempre llueve, quizá la semana que viene vuelvan las lluvias. Me acuerdo del año pasado que nos fastidió la fiesta de Todos los Santos —interviene Rosario.
Doña Ángeles también se lamenta de las lluvias, en Semana santa deslucieron las procesiones. Doña Ángeles se limpia la boca y como si recordara algo importante, le da la enhorabuena a José por su nuevo trabajo. Don Florián adopta una expresión circunspecta. Su mujer no parece darse cuenta del ánimo de su marido. El semblante de Evaristo se ensombrece, sus ojeras se vuelven más oscuras. Los dos hombres, serios, se miran por primera vez. Evaristo aparta la mirada el primero para centrarse en la sopa que se le acaba. Doña Ángeles llama a la criada para que retire la sopa y para que sirva el primer plato. Los calamares rellenos ya están trinchados, solo tiene que repartirlos en los platos de cada comensal. Inma ha sorprendido el enfrentamiento silencioso entre los dos hombres y nota la atmósfera tensa. Teme que se digan algo que no se pueda borrar, ni perdonar. Todos se sumen en trocear y probar los calamares. Se escucha el tictac del reloj de pared. Resuenan los cubiertos que estragan la loza. Las copas de vino que golpean la mesa.
Rosario dice que esa mañana al salir de misa hacía mucho viento, que ha tenido que sujetarse las faldas con las dos manos. Doña Ángeles fija la vista en su marido con la intención de que atienda su demanda silenciosa de ayuda. Él es el anfitrión y su deber es obsequiar a sus invitados y mantener un diálogo fluido con sus antiguos alumnos, pero el hombre sigue absorto en su plato. José permanece inmóvil con la copa en la mano. La fragancia de la salsa oscura rebosa en el comedor. Inmaculada pregunta a doña Ángeles si sabe tocar el piano.
—Sí, claro, luego puedo tocar una pieza, si a ustedes les apetece.
Acaban con el primer plato. La criada sirve el solomillo al jerez. Se oyen sus pasos cansados y el lento caminar de sus tobillos anchos. Rosario pregunta a su anfitriona por la receta de la carne, ¡qué tierna y suculenta! Todos los halagos a lo largo de la visita acaban envaneciendo a doña Ángeles. Le contesta que se la apuntará cuando terminen de comer. Inmaculada comienza a tamborilear con los dedos en la mesa. Se detiene al sorprender una mirada de reprobación de José. La carencia de conversación resalta el enfriamiento del ambiente a pesar del calor de mediodía. La comida se alarga. La vajilla es blanca con los bordes dorados. La cubertería, de alpaca. El cristal de las copas de agua y de vino es muy fino con siluetas vegetales, una reliquia que consiguió en una subasta la dueña de la casa cuando los vecinos del segundo se arruinaron. La criada vuelve a entrar para llevarse los platos y doña Ángeles se levanta. Invita a Inmaculada y a Rosario a que la acompañen para traer el postre. No hay mujeres más distintas que ellas. Rosario es alta, delgada, morena, acostumbrada a desenvolverse en reuniones sociales, segura de sí misma; Inmaculada es más baja, melena ondulada castaña, vestido ensanchado en caderas y pechos; su personalidad se desluce por la cortedad y la timidez.
En la cocina la señora de la casa manda al lavadero a la criada y les pregunta a sus invitadas, examinando sus rostros con atención, sobre lo que pasa: ¿Ha ocurrido algo entre vuestros maridos sin que yo lo sepa? Inmaculada no sabe qué decir y Rosario lo niega con desenvoltura. Ninguna se atreve a decir nada en presencia de la otra. Doña Ángeles le tiende la fuente de natillas a Rosario y la fuente de flan a Inmaculada para que las lleven al comedor. Las dos mujeres salen de la cocina, pero en el umbral de la puerta Rosario finge que se le ha olvidado algo, sin especificar el qué, y se da media vuelta. Inclina la cabeza hacia doña Ángeles más baja que ella y le susurra: No puede ser casualidad que José se haya quedado con el puesto del otro en el Gobierno civil.
—¿Crees que lo habrá denunciado? —pregunta Ángeles.
—No puedo asegurarlo, además era su deber si sabía algo… Si está detenido es porque ha hecho algo malo, ¡a saber saber con quién andaba! ¡Qué casualidad que detengan al otro y él ocupe su puesto! —repite. Se inclinó más sobre su oyente, en defensa de los intereses de su marido. —Sin embargo, ese puesto se lo merecía mi marido.
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